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Cultura

31 de Enero de 2013

Un lector que pinta

Incluso quien haya leído las célebres entrevistas que David Sylvester le hizo a Francis Bacon, se sorprenderá con el dechado de agudeza, de sencillez y de humor exquisito que resulta ser el pintor que aparece en El olor a sangre humana no se me quita de los ojos, un brevísimo libro de conversaciones que es, […]

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Incluso quien haya leído las célebres entrevistas que David Sylvester le hizo a Francis Bacon, se sorprenderá con el dechado de agudeza, de sencillez y de humor exquisito que resulta ser el pintor que aparece en El olor a sangre humana no se me quita de los ojos, un brevísimo libro de conversaciones que es, por su parte, un dechado de concisión, de variedad temática sin superficialidad y de fina admiración. Una lectura breve, ágil, fascinante: perfecta para los poco idóneos días de lectura que el calor propicia. Su autor es el escritor y crítico de arte francés Franck Maubert, quien en 1980 pidió, por si resultaba, cita para entrevistar al artista. No obtuvo respuesta sino tres años después. Entonces se juntaron unas cuantas veces, principalmente en el taller de Bacon en Londres, y tomaron bastante, principalmente vino y champaña, y conversaron de todo, pasando por cada asunto muy breve, casi fugazmente, pero con una capacidad de entrar en honduras que asombra y fascina y es casi instructiva.

Francis Bacon (1909-1992), el genial retratista de sí mismo, de los papas y de la carnalidad humana, podría ser definido como un pintor que lee, si es que no, derechamente, como un lector que pinta. Es asombroso no tanto el conocimiento apasionado que tiene de la literatura cuanto su capacidad de auscultarla, de captarla y de gozarla: Joyce, Yeats, Proust, Shakespeare: “Los poetas me ayudan a ir más allá, sin duda. Me gusta la atmósfera en la que me sumergen. Pueden conducirme hasta el éxtasis. A veces basta una sola palabra. A este respecto Esquilo no tiene rival”. De Esquilo, de hecho, proviene la sinestésica frase que da título a este libro y que alucinaba a Bacon: “El olor a sangre humanano se me quita de los ojos”.

El libro tiene 117 páginas, pero viene precedido por un prólogo en que Maubert refiere el contexto de las entrevistas y aventura un breve y efectivo perfil de Bacon, y epilogado con un ensayo, algo forzado aunque interesante igual, en el que Maubert hace una filiación artística entre el trabajo de este Francis Bacon y el del otro, el filósofo del siglo XVI de igual nombre. Considerado esto y el generoso espaciado que hay entre preguntas y respuestas, las conversaciones propiamente tal suman con esfuerzo 50 páginas. Que bastan y sobran para que el artista, perfectamente inquirido y oído por Maubert, piense y exprese, casi se podría decir que aforísticamente, cuestiones tan variadas como su distanciamiento con Lucien Freud y el arte “clínico” que le interesa trabajar, o la candidez de ciertos especialistas en arte, o las veces en que coincidió en Tánger con Tennessee Williams: “Tenía una mirada tan triste. Se pasaba el tiempo con jovencitos marroquíes y no podía, no quería entender por qué no estaban enamorados de él.

Eran prostitutos; uno puede enamorarse de ellos, pero ¡hay que aceptar que te engañan!”. Así, en escasas líneas, pinta un retrato, elocuente por amplificación y distorsión como pasa en sus pinturas, del escritor norteamericano, al tiempo que explicita, para facilidad del entrevistado y mayor interés del lector, abiertamente su propia homosexualidad, a propósito de la cual páginas más adelante contará una escena iniciática que incluye a su padre, a quien dice haber odiado siempre (a la madre también): “Un día mi padre se enteró de mis preferencias sexuales, y luego, en otra ocasión, me descubrió probándome la ropa interior de mi madre. Yo debía tener quince o dieciséis años. Se quedó tan asqueado que me puso de patitas en la calle. Y confió mi educación a un amigo”. Por último, cuando Maubert le comenta a Bacon que “se dice que le gustan los chicos malos”, este le responde: “Y los padres de familia. Pero, ¿sabe?, también he hecho el amor con una mujer”.

Ya sea al hablar de la fe, del descubrimiento de técnicas propias, de la fotografía en relación con el trabajo pictórico o al sugerir una ética de derroche del dinero, lo que vemos en estas conversaciones es el despliegue de una inteligencia agudísima nutrida por una curiosidad selectiva y conducida en todo momento por una libertad incondicional, tan proclive al exceso y a la “excitación” como cercana a la sensatez, a la rotundidad sin aspavientos.

LAS MEJORES LÍNEAS
(Habla Francis Bacon)

“Cuando voy a la carnicería siempre me parece sorprendente no estar allí, en el sitio de los trozos de carne”.

“Allen Ginsberg, William Burroughs, Brion Gysin, Peter Orlovsky… todos llevaban siempre mucho dinero encima”.

“Sí, bebo; en cada botella hay tanta sutileza. Bebo demasiado”.

“No es bueno ahogar a los artistas con ayudas. Eso conduce a lo convencional, al academicismo y, en cierto modo, a una normalización del arte”.

“Los cineastas son unos grandes inventores de imágenes, pero a menudo se pierden un poco por culpa de los problemas del dinero”.

“Pago impuestos, que aquí en Inglaterra son enormes. Me quitan más de la mitad de lo que gano. No me parece escandaloso”.

“La pintura es una lengua en sí misma, es un idioma aparte. Nadie es capaz de hablar de ella. ¿Y para qué hablar de ella? Mirémosla”.

“Todo me divierte. Es mejor reírse de todo. Si no, la vida sería de lo más siniestra”.

“A Margaret Thatcher le importaban un bledo el arte y las ciencias”.

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