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Opinión

16 de Febrero de 2013

San Valentín y los amoro-tipos de Facebook

Facebook se ha transformado en una peligrosa y doméstica máquina espía. En este afán morboso puedes caer infectado por  una emoción incluso si no la estás viviendo. Simplemente te levantas, enciendes la pantalla y basta una frase de dudosa referencia, una melodía, alguien que olvidaste que estaba de cumpleaños o una noticia y tu día […]

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Facebook se ha transformado en una peligrosa y doméstica máquina espía. En este afán morboso puedes caer infectado por  una emoción incluso si no la estás viviendo. Simplemente te levantas, enciendes la pantalla y basta una frase de dudosa referencia, una melodía, alguien que olvidaste que estaba de cumpleaños o una noticia y tu día puede cambiar a veces inoportunamente. Usando una expresión de  moda en las redes sociales, hoy incluso los sentimientos son capaces de dispersarse “de forma viral”.

A riesgo de ser “inoculado”, este San Valentín recién pasado me dediqué a recorrer los posteos de mis amigos en sus perfiles acerca del día del amor. Mi idea original era simplemente no argumentar, ni en contra ni a favor de Cupido, ni maldiciendo a San Valentín por su falta de generosidad, ni tampoco esperando que nadie me saludara. Simplemente esperé y espié.

Arribé a la conclusión que, al menos entre mis amigos en Facebook, existen cinco amoro-tipos que se expresan de distinta forma en este día tan perturbador. En un primer grupo —abundante por cierto— están los que yo llamaría los “Entusiastas”, aquellos marcados por la estructura heterosexual, monógama y muchas veces cristiana, que se intercambian una avalancha de ositos, cupidos y dedicatorias que superan la barrera de mis escrúpulos. Estaríamos hablando de un nivel que perfectamente llamaríamos “pornografía-rosada”.

En un segundo nivel están los que yo calificaría como los “Sediciosos”, aquellos que se encargan de destrozar al pobre santo con panegíricos anticapitalistas destacando que el “día del amor” no es otra treta más del mercado para hacerlos aún más esclavos y consumidores. Como si tuvieran un arsenal nuclear, lanzan misiles antiamorosos durante todo el día en forma de canciones como: “Me cago en el amor” de Tonino Carotone.  Muy probablemente, las ojivas sobrantes las usarán el día de las madres, de la amistad y del niño; y en algunos pocos casos para el día de fiestas patrias, la Teletón o navidad. En cualquiera de estos dos grupos —opuestos por definición— poco importa si tienen o no pareja, su adscripción a una u otra es fanática, ideológica e insobornable.

En un tercer caso se hayan los “Visionarios”, aquellos que por su dificultad o quizá exceso de amor aparentemente han alcanzado un estado de Nirvana como para no situarse  en ninguno de los dos bandos. Este grupo es amplio y heterogéneo, comprende fumadores de marihuana,  profesoras divorciadas, instructores de yoga y esotéricos que sienten la necesidad de pronunciarse con alguna sabia palabra que dé al día del amor aquél consuelo disfrazado de calma.

En un cuarto lugar he reconocido a los  “Piensa en mí”, sin duda los que me producen más morbo. Aquellos que por angas o por mangas envían mensajes en clave a quienes fueron sus ex parejas y que, bajo el comprensible bombardeo mediático, han caído a la tentación de abrir paso a la nostalgia. Ya sea para recorrer aquellos momentos bellos vividos en pareja, o simplemente para hacerse un harakiri en público, los “Piensa en mí” son una especie particular. Más bien diría yo comprende una estación, un círculo en el infierno dantesco recorrido por casi todos los que alguna vez nos hemos emborrachado en el carro del amor.

Finalmente existe un particular grupo que me impresiona, no tanto por lo novedoso de sus palabras sino por sus conclusiones a ratos sospechosas y contradictorias respecto a este sentimiento tan incomprensible como inabarcable llamado amor. Los bauticé como los “Hegemónicos”. Suelen confundirse entre los sediciosos, más bien se comportan como buenos primos. Yo los describo como aquellos que, luego de haber realizado un diplomado en pensamiento contemporáneo o de género, ven todo bajo la lupa sospechosa de la escuela de Frankfurt y su Teoría Crítica. Así entonces este grupo se dedica a denunciar la función social del amor romántico como instrumento de dominación y de sumisión entre dos personas. Argumentan que nuestro concepto contemporáneo del amor es  una herramienta de control social, de poder patriarcal para influir y construir las emociones y los sentimientos de la población, especialmente la femenina.

A mi parecer, este grupo elaborado de “Facebookeros” puede llegar a ser tan fascinante como aburrido. Mucha alabanza a la teoría feminista, a la teoría queer y a la filosofía de género inspiradas muchas veces en excitadas lecturas de la “Historia de la Sexualidad” de Michel Foucault o el “Manifiesto Contra-Sexual” de Beatriz Preciado,  resultan notables para criticar, atacar a los hetero-aburridos y humillar a los arrogantes,  pero a mí particularmente sólo me sirve para recordar que vivimos en un mundo que fácilmente puede resultarnos desalentador. Yo prefiero en días como este, el de San Valentín o el de los enamorados, pensar en función de que a pesar de lo insoportable que se nos pueda parecer este mundo —el único que tenemos por cierto— es abundante en gente fascinante y hechos alentadores.

No quiero parecer un optimista, creo que este último año he sido sólo voluntarioso. El 28 de diciembre de 2011 mi pareja de muchos años decidió cerrar capítulo regresándose a Chile el día de los inocentes. Recuerdo aquella tarde nevada y oscura en Montreal como lo más cercano a la muerte. Llegué a mi departamento envuelto en tristeza, con ganas de refugiarme en los brazos  de ese amor al que siempre recurrí cuando tenía algún mal día. Sentía ganas incontenibles de contarle que mi novio, aquél mismo de años compartidos había terminado conmigo y que me sentía muy mal. Fue en ese instante que descubrí la gran paradoja cuando el amor acaba, y es que sólo el consuelo de aquél que se acaba de marcharse te podría hacer sentir bien, y no tienes como decírselo, ya que ambas personas convergen en el mismo ser.

Desde esa fecha he pasado por las cinco etapas del duelo que los psicólogos sueles describir, comenzando por la negación hasta la negociación. Muchas veces me sentí como en aquél viejo desafío matemático en donde un sapo avanza tres metros de días y retrocede dos de noche mientras duerme. No cabe duda que mi inconsciente hizo mucho menos esfuerzos que yo por superar los reflejos del apego. Sin embargo este poco más de un año en soledad me ha servido para recuperar mi propia definición del amor al margen de estos “amoro-tipos” ya descritos. No cabe duda que estas clasificaciones son muy similares a los estados por los que yo pasé en este largo camino que significa deshacer los lazos incluso biológicos que te ligan a otra vida.

Es cierto que días como estos nos ofrecen una forma engañosa y adictiva del amor que enmascara el profundo miedo que sentimos ante la soledad, ante el sentimiento oceánico del que habla Freud en “El malestar en la Cultura”. En ese océano que somos nosotros y nuestras fatalidades nos batimos en la disyuntiva de qué es mejor: si el egoísmo individual o el egoísmo a dúo llamado pareja. Llámese capricho, neurosis, obsesión, dependencia, inseguridad, ausencia de libertad, celos, rutina, adscripción irreflexiva a las convenciones sociales, enclaustramiento mutuo, lo cierto es que sólo para muy pocas personas estos conflictos que encierra el amor a la vieja usanza de nuestros abuelos logran pasar por alto.

En mi caso, la noche del 13 de febrero caminaba por la calle Saint Catherine para encontrarme con Daniel, un gringo que vive en Boston y con el que hemos establecido un acuerdo a-sistémico de encuentros, en donde él escapa de la mitología de su matrimonio y yo de mi obligación de escribir. Pasamos la noche juntos haciendo uno para el otro un buen refugio. Al otro día me acerqué al ventanal desde donde pude apreciar Montreal cubierto por un manto blanco de nieve. Proyecté la mirada hasta el horizonte, donde pude distinguir el Viejo Puerto. La vista desde el piso catorce me pareció espléndida, y ver a Daniel aun durmiendo me hizo sentir acaso una sutil caricia de aquello que creí haber perdido hace dos años atrás. El pasado siempre regresa, quizá no con el mismo envoltorio pero casi siempre con las mismas estrategias.

Me desprendí de ese momento mitológico, prendí la computadora y empecé a revisar los posteos abundantes sobre el día de los enamorados. La mayoría en español, algunos en inglés. Algunos de amistad y otros cruzados severamente por las flechas de Cupido. Por largo rato me pregunté qué podría decir yo sobre el amor, hasta que Daniel despertó, preparó dos tazas de café, me preguntó si quería azúcar o edulcorante. En secreta rebelión contra mis principios de cuidar mi dieta ante la herencia fantasmal de la diabetes de mi padre le respondí que lo quería con azúcar. Se sentó a mi lado con dos tazas de café caliente. Bebimos, reímos y charlamos. Fue ahí en donde recordé que para el día de muertos en México una vez alguien me regaló una colorida calavera de proporciones reales elaborada en azúcar. Busqué en Google una imagen similar de una calavera de azúcar y la postée en Facebook con una frase que alguna vez leí de Alejandro Jodorowsky: “El amor transforma la muerte en dulzura”.

Me despedí de Daniel pocas horas después, él debía regresar a Boston y yo a mi trabajo. Me dije: ¡A la mierda! si el amor es una mitología destinada a conjurar el miedo a la soledad, en días como hoy prefiero creer a contracorriente que a pesar de todo lo despreciable que me pueda parecer el día de San Valentín aún hay un dios que está en su cielo.

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