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Mundo

22 de Marzo de 2013

El Rey Negro, el líder de los afros bolivianos

El Rey Negro regresa de trabajar cuando anochece. Su silueta aparece en la pequeña plaza del pueblo ante la mirada de su mujer, Angélica Larrea, que le espera para prepararle un té. Viste una gorra, una camisa desabrochada y el sudor todavía le recorre el rostro, contraído por el esfuerzo. Julio Pinedo se ha levantado […]

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El Rey Negro regresa de trabajar cuando anochece. Su silueta aparece en la pequeña plaza del pueblo ante la mirada de su mujer, Angélica Larrea, que le espera para prepararle un té. Viste una gorra, una camisa desabrochada y el sudor todavía le recorre el rostro, contraído por el esfuerzo. Julio Pinedo se ha levantado a las cuatro de la mañana y ha caminado una hora hasta su chacra, donde seis días a la semana se afana en cultivar hoja de coca. El monarca de los afros bolivianos no tiene privilegios. Igual que la mayoría de sus vecinos esa ha sido su rutina desde que era un niño y Mururata, una comunidad afro de poco más de mil habitantes situada a cien kilómetros de La Paz, era una gran finca de un señor español en el que los afros trabajaban en régimen de semiesclavitud. El último Rey Negro tiene corona pero no la utiliza. Es un rey sin palacio.

La audiencia tiene lugar en el bajo de su casa, una pequeña tienda de ultramarinos que regenta su esposa. Estamos rodeados de cajas de cerveza caliente y de verduras en mal estado. Sobre las estanterías se amontonan productos de primera necesidad como botellas de aceite y latas de conserva. Después de pensárselo unos segundos, con una mirada pétrea, accede a conversar en una modesta mesa de madera, a pesar de que está cansado y preferiría que la visita fuese un domingo, su único día de descanso.

—¿Cómo llegó a ser Rey?

—Mi abuelo era Rey en época de las haciendas. Mi padre murió en un accidente cuando yo tenía 12 años. Pensé que se quedaría así nomás. Pero los más ancianos me convencieron, me dijeron que me tocaba.

El tono de Julio no denota ninguna emoción, aunque dice sentirse orgulloso del cargo. Las palabras le salen a cuentagotas:

—Yo no tengo obligaciones, ahora hay muchas autoridades: sindicatos, centrales agrarias…, pero sí tengo que dar consejo a la comunidad. Es una cuestión moral.

En tiempos de su abuelo, Bonifacio, ser monarca era diferente. Uno de los pocos recuerdos del heredero es ver a su antecesor vestido de gala, con corona y capa, saliendo de la iglesia en las fiestas del pueblo para repartir caramelos y monedas entre la comunidad. Julio y los demás niños se peleaban para conseguir tan preciado premio. En aquella época los afros todavía eran peones, semiesclavos.

Hasta 1952, año en que se impulsó la reforma agraria en Bolivia, la comunidad afro trabajaba tres días a la semana para el patrón, dueño de la hacienda. De sol a sol se rompían el espinazo en los cultivos bajo la mirada atenta de mayordomos y capitanes, que castigaban a los trabajadores con azotes de látigo y se propasaban con las mujeres.

El rey era un privilegiado. Algunos de los ancianos que vivieron bajo el yugo de los patrones, recuerdan a Bonifacio como un tipo elegante, listo, que supo ganarse el favor de los jefes. De vez en cuando varios peones iban a trabajar la pequeña parcela del Rey, el antepenúltimo representante de una estirpe de monarcas africanos mercadeados como esclavos en tiempos de la Conquista.

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