Secciones

Más en The Clinic

The Clinic Newsletters
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Opinión

14 de Mayo de 2013

Marcela, el SIDA, el cáncer y la muerte

Tiene 37 años y un cáncer cervicouterino avanzado. Además, SIDA. Pero no se rinde. Esta es la historia de Marcela Silva y su pelea por vivir.

Enzo Fuentes
Enzo Fuentes
Por

Foto: Alejandro Olivares

Llevaba días con fiebre y sudando mucho; estaba más delgado. A Cristián le pasaba algo y le hacía el quite al doctor. Pero Marcela, su esposa, estaba aterrada y de tanto insistirle consiguió que fuera al Hospital Clínico de la Universidad de Chile. Le diagnosticaron cáncer. Fueron al Instituto Nacional del Cáncer. Ahí lo dejaron interno: tuberculosis pulmonar, explicaron. Al tiempo, le dieron el alta y quedó con controles en un consultorio en Renca.

Pero a los tres meses, Cristián empeoró.

Marcela lo internó en el Hospital Félix Bulnes. La enfermedad, dijeron los doctores, estaba avanzada.

Fue recién entonces que él le contó la verdad a Marcela:
-Tengo SIDA –le dijo.

Era 1997 y en esos años, el departamento de Epidemiología del Ministerio de Salud advertía que el 94% de las mujeres con VIH lo contraían a través de su pareja heterosexual. Marcela pasaba a ser parte de la lista.

Ella quedó destrozada. Sólo atinó a decirle a Cristián “vuelvo mañana” y salió de la pieza del hospital. En el pasillo la atajó un doctor que le dijo que tenía que presentarse al día siguiente para hacerse exámenes. Ella y su hija, de seis años. Marcela dice que apenas lo escuchó, que siguió caminando, aterrada.

El examen se lo hicieron en el mismo Félix Bulnes. Los resultados de su hija concluyeron que no estaba infectada. Su examen, cuenta Marcela, se perdió y a ella no le importó mucho: sabía que estaba infectada. Asegura que no quiso reclamar por la negligencia. Tenía vergüenza. Hoy reconoce:
-No estaba dispuesta a asumirme como mujer con VIH.

Se volcó sobre Cristián. Con tal de visitarlo en el hospital, se colaba a deshoras y peleaba con las enfermeras. Un día habló con el director del Félix Bulnes para pedirle que le dieran el alta y la dejaran llevárselo a casa.

Le dijeron que sí. Pero la doctora a cargo le confesó que no creía que Cristián pasara el fin de semana. No fue tal: en el tiempo que lo tuvo en casa, aprovecharon de salir, de disfrutar lo poco que quedaba. Ella agarraba la silla de ruedas y se lo llevaba a una plaza cercana. Si tenía antojos de comer algo, lo hacían.

Fue la última etapa parecida a la felicidad que recuerda haber vivido con él.

Despedida

Un día Marcela venció el terror y decidió volver a hacerse el examen.

Esta vez el examen no se perdió y un viernes, de madrugada, la jefa del programa de VIH del San Juan de Dios la llamó y le dijo que el resultado estaba. No entró en detalles, pero Marcela entendió.

Dejó acostado a Cristián en la cama y partió al hospital.

Regresó demolida a casa. Con rabia.
-Me cagaste la vida –le gritó a Cristián en la pieza.

Cristián no respondió nada. A esas alturas no podía, con el más que severo daño neurológico que tenía. Pero su cuerpo sí habló: Marcela dice que se le pusieron las uñas moradas y se puso rígido, como una tabla. El paro cardíaco se lo llevó ahí mismo, en la pieza. Tenía 22 años.
-No tuve tiempo de reclamarle a nadie -se queja Marcela.

Aunque lo odiaba, seguía queriéndolo. Marcela, confundida y destrozada, se acostó al lado de Cristian en la cama.
-Me quedé con el cuerpo por un par de horas. Fue como una despedida.

Doble vida

Marcela conoció a Cristián cuando tenía diez años. A él, dice, le gustaba ser mino. Eran amigos de infancia, crecieron juntos, se enamoraron. A los 15 años ya estaban casados y con una hija.

Marcela estudió cosmetología. A los 21 años, se repartía entre sus estudios y la casa. Cristian trabajaba de ayudante de cocina en un restaurante hindú, en El Golf. Era un buen hombre, dice. No tomaba, no le pegaba. Comprensivo y detallista.

Al día siguiente del entierro de Cristián, su cuñada se acercó a Marcela y le dijo que tenía que decirle algo importante, la verdad sobre su marido. La enfermedad, le contó, era un secreto familiar que no habían querido compartir con ella. Marcela dice que terminó de caérsele el mundo ahí. La hermana de Cristián le contó más: le dijo que lo atendían a escondidas en el Hospital San José desde hacía años.

Marcela partió al hospital. Allí, pidió hablar con la matrona que controlaba a Cristián. Le contó que su marido estaba muerto. La profesional sacó la ficha de paciente de Cristián y se la mostró.

Ahí decía que su esposo era bisexual y que se prostituía. Los controles habían partido en 1993, cuatro años antes de su muerte.
-Quedé aterrada – recuerda Marcela, que en ese momento entendió por qué cada vez que le hacían un examen aparecía una enfermedad distinta.

Nadie nunca le dijo nada a ella. “A mí me condenaron no más”, alega Marcela hoy.

No pensó en buscar a los responsables. Al comienzo, se reunió con un abogado pero quedó en nada. el camino de una demanda era largo. Una pérdida de tiempo.
-Tendría que demandar a la Chile, al Hospital del Cáncer, al Félix Bulnes. Es mucha gente. No tengo energía para desgastarla en ellos.

El embarazo

La depresión le duró dos años a Marcela. Quería borrarse. Ni siquiera se preocupaba de su hija. Giraba alrededor del dolor y de lo que Cristián le había hecho. El resentimiento la comía por dentro.

A veces se encontraba en la calle con su ex cuñada, que en esa época se embarazó. Marcela se dolía porque ella no podía tener más hijos. Le parecía una injusticia. “Como que estaba muerta en vida”.

Trató de matarse. Un día se tomó 80 pastillas para el dolor y se fue a la línea del tren. Se acostó en los rieles y se quedó dormida. Pero alguien la rescató.
-Pena tenía caleta, pero loca no estaba. No me permití caer tan hondo -cuenta Marcela.

Pidió una segunda oportunidad. Se la dieron: podía volver a casa, con su madre y hermanas. Ellos la cuidaron: le compraron revistas de manualidades y Marcela se metió con gustó a ese mundo. La primera noche hizo un muñeco de algodón y le gustó. Desde entonces no paró. Se amanecía haciéndolos. Su mamá los llevaba al trabajo y los vendía.

La doctora se enteró del cambio y la invitó a participar en un grupo de mujeres con VIH. Marcela organizó con ellas un taller en que les enseñaba a fabricar muñecos.

Ahí cambió.
-Me di cuenta que era posible proyectarme.

Sus compañeras eran mayores. Si ellas habían podido vivir con VIH, pensó Marcela, por qué no podría hacerlo ella.

Marcela quería vivir. Tanto, que se enamoró. El nuevo pololo es Eduardo, un amigo de su hermano que a veces iba a la casa. Su familia no estuvo de acuerdo. Pero la persona que importaba, Eduardo, se decidió a comprometerse con ella. Aunque tuviera VIH.

Sin pensarlo mucho, Marcela decidió quedarse embarazada. “Quería sentirme viva de nuevo”, dice.

Con una carga viral baja y el C4 alto -las defensas- el riesgo de Marcela de transmitir el VIH era menor. Y el embarazo, además, podía ser bueno.
-Fueron los motivos suficientes para que me arriesgara, no la pensé más y le di nomás.

Un viernes por la tarde, Marcela dio a luz. Fue una cesárea programada.

Belona

La primera vez que contó su historia fue delante de 15 mujeres. Cada una se presentaba y contaba lo que le había pasado. Cuando le tocó a Marcela, no le salía el habla.

Ingresó a Frena Sida, una ONG que trabajaba el tema en Chile. Marcela le enseñó a sus compañeras a hacer muñecos y luego pasó a trabajar en la convocatoria de grupos.

El 2007, con sus dos hijos y sus tres perros, Marcela se mudó a la casa de Frena Sida, en San Miguel. La casa, donde estaba destinada a reuniones y terapias y había sido entregada en comodato por cinco años por el Ministerio de Bienes Nacionales. Pero entre tanto, Frena Sida quebró. Las mujeres que se atendían ahí no podían quedar abandonadas. Frena Sida dejó una carta, certificando que en el lugar continuarían las actividades y que la cuidadora sería Marcela Silva.

Entonces fue que nació Belona-ICW, que hoy cuenta con más de cien mujeres como miembros en todo el país. Su nombre está inspirado en la diosa romana de la guerra.

Marcela y las mujeres postularon a un nuevo comodato y se les aprobó, hasta el 2014. Pero les faltaron algunos detalles y no las volvieron a llamar. La burocracia las dejó en espera y así, el 2010, la casa figuraba en los registros oficiales como casa Okupa.
-Se desconoció nuestra trayectoria. Hasta dijeron que no teníamos trabajo organizacional –alega Marcela.

Ahora, con una orden de desalojo pendiente –porque Bienes Nacionales determinó que el predio es herencia vacante y debe ser rematado porque no hay familiares que lo reclamen-, Marcela sigue viviendo en la casa, que además de oficina funciona como albergue para mujeres de regiones.

La seremi de Bienes Nacionales, Romina Zuloaga, les ha presentado dos lugares como alternativa futura. Uno, en San Bernardo, en el cuarto piso de un edificio. El otro, en la calle Concha y Toro, de Puente Alto. Ambos lugares quedan lejos de hospitales.
-Nos están botando al fondo del patio de Santiago, nos ocultan y eso nos hace sentirnos discriminadas –se queja Marcela.

En paralelo, han estado conversando con un laboratorio. La idea es crear una casa de acogida transitoria para mujeres con VIH. El laboratorio, dice Marcela, la puede construir pero mientras no les entreguen un espacio en comodato, no va a pasar nada.

Belona no puede morir, dice Marcela. Ella quiere evitar que a otras mujeres les pase lo mismo que a ella, que se hundan por desinformación o, peor, por miedo. Quiere ayudarle a alguien. Ser útil.
-Que nos den el comodato; sin él muchas mujeres quedarán a la deriva y nuestro trabajo se irá al carajo.

Cáncer

Hay veces que el pasado vuelve. Cada vez que le viene una crisis de salud, Marcela se pregunta por qué tiene que pasar por todo esto. El año pasado, en Sao Paulo, Brasil, durante una conferencia sobre el SIDA, Marcela tuvo una hemorragia. Pero no le dio importancia: pensó que era el principio de la menopausia; después le echó la culpa al estrés.

El dolor siguió. Visitó a un doctor, que le dijo que no tenía buena cara el asunto, que apenas regresara a Chile se atendiera con un oncólogo.

Recién en octubre pasado Marcela se hizo los exámenes. La hemorragia era atroz, cuenta ella. La biopsia que le hicieron reveló que tenía un cáncer avanzado en el cuello uterino, casi terminal, producto del virus papiloma humano, contagiado por Cristian. La aterradora noticia la derrumbó. Era partir de cero.

Le dieron un año de vida si no trata; cinco, si se medica y tiene suerte. Así y todo, ella viajó a Nicaragua, a otra conferencia. Pero en el avión, antes del despegue, tuvo otra hemorragia. La sangre, dice Marcela, le corría. La reanimaron en la clínica del aeropuerto.

Hoy Marcela está en terapia con radiación y químicos. Trata de resistir. Pero hay veces que se derrumba. En esas ocasiones, le dan ganas que Cristián esté vivo. “Para volverlo a matar”, dice.

La tumba

Marcela quiere hoy deshacerse de los restos de su marido, que están en la bóveda familiar de su familia. No quiere estar enterrada a su lado. Hace poco, los padres de Cristián la visitaron. Querían saber cómo estaba del cáncer. “Les debe pesar la conciencia”, piensa ella.

Esa vez les pidió que se llevaran los restos de Cristián de la sepultura. Ella cuenta que les explicó por qué. Les dijo:
-No quiero estar sepultada donde están los restos de mi asesino.

Notas relacionadas