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Opinión

31 de Enero de 2014

Editorial: La Haya

Desde hace un par de meses que, al menos en la prensa y los noticieros, La Haya es un tema obligado. Los taxistas, sin embargo, me cuentan que no son muchos los pasajeros que comentan el asunto. Al último que le pregunté, poco después de conocerse el fallo en que perdíamos un pedazo de alta […]

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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Desde hace un par de meses que, al menos en la prensa y los noticieros, La Haya es un tema obligado. Los taxistas, sin embargo, me cuentan que no son muchos los pasajeros que comentan el asunto. Al último que le pregunté, poco después de conocerse el fallo en que perdíamos un pedazo de alta mar, estaba indignado. Me dijo: “Este gobierno no sirve para nada. Va a ver usted, ahora quién sabe qué le darán a los bolivianos”.

Es de esas cuestiones de las que se supone que debemos saber y estar preocupados, pero salvo los políticos, los fanáticos nacionalistas y los pescadores ariqueños, dificulto que haya muchos más a los que el problema limítrofe les quite de verdad el sueño. Como sea, la lectura del fallo se vivió con la intensidad de un partido de la selección nacional de fútbol. Yo mismo he salido a las calles para participar de fenómenos colectivos cuya causa, en el fondo, me importaba un bledo.

Eso de lo que todos hablan suele esconder un interés superior al asunto puntual en torno al que da vueltas. Es parecido a lo que ocurre con las chimuchinas de familia: participamos como una manera de pertenecer. ¿Qué le puede importar a una vendedora de calzones de La Pincoya de quién sean esas honduras del océano, si afuera de su casa ya nada es suyo? Precisamente con eso juegan los discursos nacionalistas. Se trata de crear la fantasía de que la patria es el hogar del pueblo, y los vecinos sus agresores, cuando sabemos que el patrón de la esquina es harto más impío que el poblador del otro lado de la frontera.

Para los ricos del mundo, los límites territoriales existen cada vez menos. Las grandes empresas se llaman “trasnacionales”. Para ellas el problema no son las fronteras, sino las aduanas. Las goletas de Angelini, de considerarlo rentable, seguirán pescando más allá de las ochenta millas territoriales que el tribunal holandés le concedió a Chile, aunque me cuentan que por esos mares profundísimos, con casi siete kilómetros de noche mojada, sólo pasan cada tanto los peces viajeros, las ballenas que motivaron el tratado de 1952, y las palometas y los atunes de carne colorada que atraviesan los océanos como las aves migratorias sobrevuelan los desiertos.

He leído decenas de artículos que analizan el fallo de La Haya, y es claro que no se impuso la lógica jurídica. El tribunal no decidió solamente en consideración a las leyes existentes. De seguro tomó en cuenta la realidad de los pescadores de esa costa chilena (todavía me pregunto por qué eligió 80 millas para quebrar la línea y no 105, que es la distancia a la que se produjo la última controversia), y también el orgullo herido de los peruanos que, para volver a conversar sobre amistad, necesitaban un cariño en la espalda. Al menos eso me dijo una amiga limeña con la que almorcé el día del famoso fallo: “la herida es grande y los peruanos necesitan sentir que no siempre ganan los chilenos”. Las tropelías del general Lynch todavía rondaban por su cabeza, varias generaciones más tarde.

¿Alcanzará este triángulo de mar para suavizar algo de ese orgullo herido? Porque de ser así, en buena hora las perdimos. Todos los tratados nos daban la razón, pero no siempre los que tienen la razón conquistan el afecto. “La razón es, y sólo debe ser, esclava de las pasiones”, afirma Hume. Acá nos cuesta mucho ponernos en el lugar del otro. Si este triángulo de agua nos sirve para quitar el hipo y pasar de los atoros a las frases, lo que fue una demanda infundada habrá encontrado su razón de ser. Y el precio pagado por la amistad de un vecino, no habrá sido nada.

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