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Cultura

18 de Diciembre de 2014

Especial Cuba: Historias de Balseros

En 1994 más de 32 mil cubanos se lanzaron en busca de las costas norteamericanas en lo que fue la mayor crisis de balseros de la década. La oleada se originó en el criminal hundimiento del barco “13 de marzo”, donde murieron cerca de 41 personas, 10 de ellos niños. Aquí hablan una sobreviviente de ese barco y dos balseros que lograron llegar a Miami después de una increíble odisea.

Por

balseros

Una camioneta anda rápido por las calles de La Habana. En su interior, trece personas se muerden las uñas. A las tres de la mañana, van a embarcarse en un remolcador que los sacará de Cuba. La maniobra es peligrosa: si no resulta podrían quedar fichados como contrarrevolucionarios y ser encarcelados. María Victoria García viaja en ese auto junto a su esposo, su hijo y otros familiares. Ella es la encargada de asomar la cabeza por la ventanilla y avisar si la policía los sigue. En la vereda sólo ve a una puta sin dientes parada debajo de una palmera. Victoria se calma y abraza a su hijo que está dormido. Justo entonces, el conductor divisa por el espejo retrovisor a una patrulla. Apaga el motor. Los policías pasan por el lado sin decirles nada. Es de noche y el calendario fija la fecha: 13 de julio de 1994.

El remolcador es de madera, un poco más grande que una lancha, y en el costado tiene escrito ‘13 de marzo’. Victoria sube con el niño en brazos. Otras mujeres hacen lo mismo. Deben afirmarse bien, el piso está mojado y pueden resbalar. Los hombres cargan una caja de madera donde llevan algo de carne. Todos guardan silencio, a excepción de un tipo que les indica que deben ubicarse como puedan en el cuarto de máquinas. El espacio es reducido y hay 71 personas buscando asiento. Victoria se acomoda en una esquina junto a su familia. La posición es codiciada: todos saben que para evitar los mareos es mejor ir pegados a la pared.

Hace media hora, el capitán navega sin dificultades ni atisbos de tormenta. Victoria, en cambio, ha tenido que lidiar todo el tiempo con su hijo de 10 años que está aburrido y que a cada rato pregunta hacia dónde van. Ella le dice que a pasear, pero él la increpa con un ‘¡shisss, dígame a dónde!’. Su madre lo reta: ‘Joanmi, no me venga usted a freír huevos’. El esposo de Victoria solidariza con el niño y le dice a ella que se relaje; que todo va estar bien y que en tres días van a estar en Miami. Que van a tener una casa linda y que podrán tener más hijos. Victoria sonríe de sólo pensar en todo eso. Voltea hacia él y le toma la mano.

Siete millas mar adentro, el capitán divisa a un barco grande, de hierro, uno de esos que está hecho para apagar incendios en el agua. En el cuarto de máquinas, los pasajeros no saben lo que ocurre hasta que el remolcador gira. Victoria se cae encima de su esposo. Un tipo baja las escalinatas desencajado y grita lo del barco. La mayoría se pone pálida del susto. Nadie sabe qué diablos hacer. En medio de la desesperación, alguien tiene una idea: quizás si las mujeres y los niños suben a cubierta se pueda evitar un eventual ataque. El esposo de Victoria la sujeta del brazo. El riesgo es grande. Los otros pueden estar armados. En eso, un grupo de mujeres la empuja. Victoria toma a Joanmi y le grita a su esposo ‘¡Sígueme!’, pero él se queda atrás. Nunca más volverán a estar juntos.

El barco grande azota de frente al remolcador. Los golpes son tan fuertes que los vidrios se rompen y la madera se comienza a romper. Victoria se ubica con su hijo en la parte trasera de la cubierta. Los ataques no se detienen: es la policía que ajusta cuentas en nombre de Fidel y la revolución. De pronto, Joanmi levanta su cabeza y le pregunta: ¿Mamá, que es esa luz?. Victoria mira hacia atrás y se da cuenta que otro barco de iguales proporciones viene directo hacia ellos. El impacto del choque es feroz. La gente grita. El capitán apaga el motor pidiendo una tregua, pero ahora los dos barcos golpean al remolcador por detrás y por delante. Los policías no cargan armas, pero apuntan a la gente con unas mangueras enormes que sirven para apagar el fuego y les lanzan agua de mar. Cada chorro de esos tiene la potencia de tres guanacos. Victoria siente caer el agua en su espalda como si fueran miles de clavos filosos.

-La fuerza del agua nos tumbó a todos, nos arrebataba a los niños de las manos. Era horrible. Incluso, el agua nos desnudó. Estaba muy preocupada por mi hijo, entonces, traté de moverme de un lado a otro para servirle de escudo y que no le llegaran esos chorros malditos. El pobre estaba mojado y abrazado a mi pecho mientras me decía bajito: ‘ay mamita, ¡qué es esto!’. Yo traté de calmarlo y le dije que ya iba a pasar lo malo, pero los chorros y los golpes seguían. La gente que estaba cerca de mí fue lanzada contra los hierros y las maderas. Quedé sola con mi hijo aguantada de un palo para no ser tumbada. De pronto, Joanmi me advierte que un tercer barco viene por detrás. Aquello parecía un tiburón que venía a tragarnos. Llegó arriba de nosotros y partió el remolcador por la mitad. Joanmi gritó temblando y lloroso: ¡Nos rendimos, nos rendimos!, recuerda Victoria.

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El agua se cuela por todos lados. El remolcador se hunde y la gente del cuarto de máquinas está atrapada. Ellos son los primeros en morir ahogados. Las personas de la cubierta se lanzan al mar desesperadas. Entonces, los tres barcos se alejan un poco y comienzan a dar vueltas en círculo para formar un remolino alrededor de ellos. Un hombre que apenas se mantiene a flote le ruega a los policías que se detengan, pero uno le responde: ‘¿No querías escapar? Vamos a ver lo que vas a hacer ahora, hijo de puta’. Victoria escucha al tipo y llora. Está aterrada: no sabe nadar.

-Le dije a mi hijo que se sujetará de mi cuello y que me apretara fuerte. Sus últimas palabras fueron ‘sí, mamá’. Salté de la cubierta, pero el mar nos tragaba completos. No sé cuántas veces bajé ni cómo volví a subir. El niño seguía abrazado de mí, pero noté que estaba dormido. Le empecé a gritar: ¡Joanmi, Joanmi! Pero él no respondía. Me puse histérica. De pronto, vi un bulto que parecía una balsa, pero era una mujer muerta. Me agarré de ella para flotar porque aquellos barcos seguían dando vueltas. Entonces, divisé una caja de madera donde flotaba un grupo de personas. Traté de alcanzarlos con el niño a cuestas y empujando el cadáver, pero al subir la gente se me cayó encima. Me hundí con el niño otra vez. Tragué mucha agua. Algunas personas se agarraron de mis piernas para salvarse. Entonces, sentí que el niño se caía por mi espalda. Grité desesperada: ¡Cójanme al niño, auxilio, se me ahoga! Pero nadie hizo nada y el niño se perdió ante mis ojos.

Victoria se quedó abrazada a la caja de madera con la vista perdida durante tres horas. Recién a las once de la mañana una lancha del guardafronteras llegó con unos salvavidas para rescatar a los sobrevivientes. Al volver a La Habana, todos fueron encarcelados en el cuartel de Villa Maristas, donde la policía ubicaba a los disidentes del gobierno. El periódico oficial del partido ‘Granma’ tituló ese día: ‘Zozobró remolcador robado por elementos antisociales’.

El mismo día que la soltaron Victoria se dedicó a denunciar el hecho y a desmentir la información entregada por el gobierno en la prensa extranjera. Ella decía que era un asesinato y que los policías podrían haberlos detenido sin provocar tantas muertes. Ese día fallecieron 41 personas, doce de las cuales eran los familiares de Victoria. El gobierno reaccionó ante sus denuncias y la internó en un psiquiátrico. Tiempo después, Juan Pablo II visitó Cuba e intercedió para que se fuera como refugiada política a Miami.

El hundimiento del ‘13 de marzo’ desencadenó una ola de protestas y dio paso a ‘La Crisis de los Balseros’ de 1994. Fidel Castro decidió deshacerse de los gusanos -como le dice a los opositores a su régimen- y quitó a sus guardias de la costa. Ahora todo dependía de ellos. Ese año, más de 32 mil cubanos se lanzaron al mar y abandonaron el país.

NOCHE SIN LUNA

Uvén Lauzan aprovechó el éxodo masivo y reunió a un grupo de personas para salir de Cuba. Trabajaba como obrero en una fábrica militar y por las noches escuchaba las radios clandestinas que transmitían desde Miami. Así fue como descubrió, que al otro lado del mar, la gente tomaba Coca- Cola, tenía más de un auto y una linda casa con césped verde.

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-Lo primero que hicimos fue tratar de comprarle a un pescador su botecito. Le ofrecimos 3 mil dólares, pero él creía que el dinero era falso. Así que tuvimos que llevarlo a las tiendas para que comprobara que los dólares eran verídicos. Al final se puso feliz. Y las personas que iban conmigo también. “Ellos creían que el viaje era un pic- nic, por eso, le compraron al pescador un puerco asado y pusieron las alitas en una bolsa”, cuenta Uvén.
En las calles, las escenas de despedida se repiten: personas caminando con balsas al hombro, camiones llenos de gente rumbo a la playa, mujeres que les lanzaban besos a sus hombres; hombres prometiendo dinero y fidelidad; madres llorando, niños colgados del cuello de sus padres.

Uvén tenía una hija de su primer matrimonio, una madre y una nueva esposa. El día de su partida su mami le preparó un filete de res con papas doradas y le consiguió una cerveza. Entonces, le pidió que la llevara en el viaje. Pero él le dijo que la travesía era peligrosa y que las mujeres no podían ir. Uvén le dio un beso en la frente y se fue en la moto con el corazón apretado. En el trayecto, un policía le puso una multa por exceso de velocidad. Uvén guardó el papel como una reliquia. Si todo salía bien, lo mandaría a enmarcar cuando llegara a Miami.
Un año antes, Roberto Morales ya casi tenía lista la balsa para irse de Cuba. Llevaba dos años planeando la huida con su hermano y tres amigos. Ellos sabían que arrancar en balsa era un suicidio: de cada cinco personas que salían juntas sólo dos llegaban a tierra firme. Por eso, decidieron cuidar hasta el más mínimo detalle. Se consiguieron cuatro neumáticos de auto, la rueda de un tractor, unas tablas de madera, tela para hacer la vela y comenzaron a construir la balsa en el ático de una casa. La segunda parte del plan era hacer un entrenamiento completo para poder navegar en el mar.

-Hicimos ejercicios para sacar músculos en la espalda y así poder remar. También trabajamos la resistencia a los mareos: agarrábamos un palo, lo poníamos en el suelo, tratábamos de tocarlo con la frente y después caminábamos. Un amigo siempre vomitaba. Me acuerdo que había una represa cerca de mi casa y pensamos pasar la noche ahí, arriba de un neumático. Pero por miedo a la policía y a dañar el neumático, cancelamos el plan. Luego, les contamos a nuestros familiares que nos íbamos y los tuvimos que convencer para que no nos delataran. En Cuba, las madres eligen ver a sus hijos presos, en tierra, antes de verlos lanzados a la aventura, o muertos- explica Roberto.
Roberto y sus amigos le pusieron a la balsa ‘Esperanza’, para que la gente creyera que hablaban de una mulata. La semana que iban a partir arrendaron una casa en la playa para definir el día de la huida. Pensaron que era mejor escoger una noche sin luna para evitar que el reflejo plateado del mar los delatara. En esa época, a las diez de la noche pasaban en la tele una novela brasileña llamada ‘Vale Todo’, que contaba la historia de una campesina que quería ser modelo. La telenovela era un boom y nadie se la perdía. Incluso, los guardacostas dejaban la ronda habitual para colarse en alguna casa a ver tele. Roberto creyó que esa sería una buena hora para que la noche del 24 de mayo de 1993, ellos se lanzaran al agua.

-Le pedimos a unos parientes que salieran a mirar si los guardias estaban viendo la novela mientras nosotros esperábamos en la casa. Teníamos mucho nervio. De pronto, apareció un primo y dijo: ¡Ahora, salgan!. Comenzamos a sacar la balsa de costado por la puerta. Lo hicimos con cuidado para no dañar la goma de los neumáticos. Luego, levantamos la balsa entre los cinco y la sujetamos por encima de nuestras cabezas. Los brazos apenas resistían el peso. Corrimos todo lo que pudimos para llegar a la orilla. Estábamos cansados. Un compañero se cayó en la arena a solo pasos de llegar al mar. Luego dejamos caer la balsa. Recobramos el aliento y empujamos con fuerza. Cuando nuestros pies tocaron el agua fue tanto el nerviosismo que nos orinamos. Estábamos entrando a la boca del lobo y no sabíamos qué podía pasar.

AGUA TURBIA

La primera noche de Uvén en el mar fue horrible. Justo a la salida de Cuba el motor del bote se les echó a perder y el capitán ordenó que cada uno tomara un remo. Como estaba oscuro era mejor arreglar el motor durante la mañana. Uvén no creía su mala suerte: por más que remaba no avanzaba ni media milla. Le dolía el brazo y apenas distinguía sus manos. Lo único que tenía claro era que estaba en medio del océano con cinco personas a las cuales no conocía.
Pasaron las horas. A todos les empezó a bajar el sueño, pero una violenta marejada los despertó. Las olas medían dos metros y venían una detrás de otra. El oleaje suspendía el bote en el aire y luego lo azotaba contra el mar. Uvén estaba muy mareado.

-Todos sabíamos que si dejábamos de remar, el bote podía darse vuelta. Pero al parecer los otros cinco creían que íbamos en un trasatlántico porque se echaron a dormir. El primero que lo hizo fue el capitán. Yo estaba desesperado: ¡No me quería morir! Así que cogí dos remos y estuve no sé cuantos minutos peleando para mantener la dirección del bote. Era terrible: avanzaba hacia un lado y las olas me daban vuelta. Más encima el agua entraba a cada rato. Me puse a sacar agua con un jarro y a remar al mismo tiempo, pero estaba tan cansado que al rato me rendí. Tres veces me desperté en la madrugada con el agua a la cintura. Entonces, tuve que volver al ruedo. Al otro día fue descarado. Los tipos se despertaron y dijeron ‘¡vaya, al botecito no le pasó nada!’, cuenta Uvén.

La balsa de Roberto era una superficie plana, de madera, que por debajo tenía cinco neumáticos que la hacían flotar. Estar sentado allí era como ir arriba de una alfombra. Caerse al mar era muy fácil y entre todos se cuidaban las espaldas. A ratos el movimiento les provocaba mareos y querían vomitar. Entonces, se exprimían limones en la boca. Ya les habían advertido que arriba de la balsa no podían comer. Por eso, sólo llevaban unas botellas de agua, azúcar y unas barritas de maní. Estaban débiles, mojados y con la piel hinchada por el sol. Pero aún así se daban ánimos. Les gustaba cantar para no aburrirse. En esa época, John Secada y su canción ‘Otro día más sin verte’ era el hit. A las mujeres les encantaba porque en el video de la canción, John aparecía vestido de blanco, mostrando sus pectorales, y cantando con sus labios carnosos arriba de una roca. Roberto se imaginaba a sí mismo como esa clase de náufrago.

Roberto era el encargado de dirigir la balsa. Él llevaba la brújula y manejaba la vela. Tenía que estar atento para que la corriente no los desviara hacia el Golfo de México. Allá era sabido que a los cubanos los devolvían a la isla. El oleaje comenzó a aumentar. Roberto ya no veía la línea plana del horizonte sino que ahora las olas le daban la forma de un serrucho con los dientes hacia arriba. Habían perdido el control de la balsa.

-Recogimos la vela por miedo a que se rompiera el mástil que era igual a perder el motor. Tratamos de seguir la dirección con los remos, pero fue imposible. Las olas eran gigantes y decidimos sujetarnos al borde de la balsa como si fuéramos arañas. Cada vez que veíamos la ola venir por la izquierda nosotros echábamos el cuerpo hacia la derecha para contrarrestar el peso. En eso, cuando quedábamos en la cresta de la ola un amigo vio un bulto. Luego volvimos a bajar y al subir de nuevo otro compañero dijo que se trataba de un hombre boca abajo. Quisimos ayudar, pero dijimos ‘si está ahí tiene que ser un cadáver y ellos atraen a los tiburones’. Así que sólo nos quedamos resistiendo, cuenta Roberto.

Estuvieron toda la noche así. No podían dormir por el oleaje. Habían tragado mucha agua y estaban aterrados. Alrededor de ellos sólo había mar. Comenzaron a tener alucinaciones. Uno de ellos miró el horizonte y vio un tendido eléctrico. Otro imaginó árboles y cruceros. Roberto, por su parte, se acordó de haber leído que el estrecho de La Florida era pantanoso. Ellos viajaban hacia esa dirección y las ganas de llegar pronto lo hicieron ver el agua turbia, barrosa. Roberto se puso en la orilla de la balsa para meter el pie en el fondo del supuesto pantano. Pero al hacerlo cayó al mar y se asustó tanto que reaccionó. De inmediato, trató de nadar para subir de nuevo a la balsa. Una vez arriba se dio dos cachetadas bien fuertes y se dijo a sí mismo: ‘Roberto, aún es muy pronto para llegar a EEUU’.

Uvén ya había pasado 48 horas con sus compañeros de viaje. Y desde la noche que lo dejaron tirado en medio del oleaje, no los soportaba. El tercer día tuvieron suerte y un grupo de ayuda les lanzó comida desde un helicóptero y unas cuantas bengalas para que las encendieran si veían a un barco. Pero el capitán- que tenía fama de cero a la izquierda- se puso a jugar con las bengalas. Las tiraba una tras otra sin importar lo que veía. Uvén lo miraba y pensaba que era un idiota. De pronto, justo cuando les quedaba la última apareció un yate que logró verlos. A Uvén le volvió el alma al cuerpo sobre todo cuando el piloto del yate les dijo que habían llegado a Norteamérica. Lo único malo era que Clinton le tenía prohibido a los gringos recoger balseros cubanos. Pero el piloto les dijo que sí podía llamar a los guardacostas y hacer que vinieran a buscarlos. Mientras esperaban les dio unos sándwiches y una botella de Coca- cola. Uvén recuerda los últimos momentos en la balsa:

-Estábamos ahí cuando apareció una tonga de yates llenos de periodistas que venían a entrevistarnos. Uno de los del grupo se puso muy contento porque su mamá trabajaba en Telemundo aquí en Miami. El muchacho le dijo a una reportera de ese canal si conocía a fulana de tal y ella respondió que sí. Entonces, él le contó que era su madre. Yo quedé impresionado porque la mujer se echó a llorar y sollozando le decía: ‘tú sabes que no te puedo recoger’. El muchacho respondió: ‘Yo sé, ya nos explicaron, pero eso no importa. Lo único que quiero es que le diga a mi mamá que estoy vivo’.

ARROZ CON FRIJOLES NEGROS

Al grupo de Roberto Morales lo encontró un avión de ‘Hermanos al Rescate’, una organización de cubanos exiliados que piloteaba las costas de Miami para ayudar a los balseros. Llevaban tres días en el mar cuando el avión los sobrevoló. Les arrojaron comida y una botella plástica con un mensaje adentro que decía: ‘Bienvenidos a la tierra de la libertad. Los guardacostas vienen en camino. Dios está con ustedes’. Los balseros se abrazaron. Luego se pusieron a reír y después a llorar. Sacaron la cámara fotográfica que andaban trayendo y gastaron el rollo registrando sus caras felices.

Cuando llegó el barco de los guardacostas, unos enfermeros les tomaron la presión y les dieron los primeros auxilios. Justo entonces, Roberto sintió unos disparos. Salió a la cubierta y empezó a buscar la balsa. No la encontró. Los guardacostas la habían hundido.

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– Sentimos que habíamos perdido a alguien del grupo. Fue un momento triste. Luego, nos llevaron a la oficina de inmigración de Cayo Hueso. Nos pidieron nuestros antecedentes porque ellos se cuidan mucho de no entrar a criminales. Pero nosotros éramos gente de pueblo, sencilla. De los cinco, tres estudiábamos en la escuela de deportes. Al día siguiente nos fuimos a Miami con unos familiares que nos acogieron. Enseguida empezamos a estudiar inglés y a trabajar. Me casé con una nicaragüense y tengo una familia acá. Ahora soy cartero, pero escribo un libro con mi experiencia, cuenta Roberto.

Para Uvén, en cambio, entrar a Estados Unidos fue mucho más difícil. Los guardacostas lo llevaron a la Bahía de Guantánamo en Cuba donde los americanos habían improvisado un campamento de refugiados. Allí, más de 30 mil balseros esperaban conocer si los regresarían, o los dejarían entrar a Norteamérica.

Las condiciones del campamento eran mínimas. No había agua potable, los baños eran químicos y la gente estaba hacinada en unas carpas. Uvén sólo quería tirarse en una cama y descansar. Tenía las nalgas ensangrentadas por haber estado 65 horas en el agua. Pero no era el único que sufría. En las literas del frente, dos mulatas tenían la piel llena de costras y quemaduras.

-Parecían monstruos las pobrecitas. Ellas me contaron que habían salido con su familia en una balsa y que a los tres días de estar en el mar, todos empezaron a entrar en shock. Ellas decían que uno de sus familiares dijo ‘espérenme aquí un momentico, que voy al café de la esquina a comprar cigarros’ y se tiró al mar. Así comenzaron a desaparecer todos hasta que al final sólo quedaron las dos y la suegra de una de ellas. Pero la suegra les dijo: ‘tengo tanta hambre, que no puedo aguantar más, voy a buscar croquetas’… Las mulaticas se desesperaron y le decían ‘fulana no te vayas, regresa’. Pero también desapareció. Ahí me di cuenta que lo mío había sido un pic-nic, reflexiona Uvén.

Uvén estuvo en Guantánamo 13 meses. Durante todo ese tiempo, tuvo que convivir con criminales y esquizofrénicos. A ellos también los había arrastrado el éxodo masivo. Los primeros meses era clásico escuchar a los niños llorando en masa. Ninguno de ellos entendía por qué habían dejado de jugar y ahora estaban rodeados de alambres de púa. Por otro lado, los guardias les decían a los adultos que jamás entrarían a Estados Unidos. Por suerte, apenas les dijeron que los dejarían entrar las condiciones de vida mejoraron. Ahora, las carpas eran casas de madera con ventiladores y los baños tenían agua caliente. También podían salir del campamento a una playa que quedaba en la frontera con Cuba. Desde ahí, veían las garitas de los policías cubanos mientras ellos esperaban rehacer su vida.
-Hicieron una lotería con testigos para ver quién salía primero. El segundo campamento fue el de nosotros. Después hacían otra lotería porque en el campamento éramos 1.800 hombres y eran sólo tres vuelos semanales. A mí me tocó el número 700. Desde entonces, vivo en la costa oeste de Florida y al fin me siento persona. No soy rico, soy un simple obrero, pero tengo libertad. Estoy muy agradecido de este país al extremo que el día 15 de este mes voy a hacer el examen para ser ciudadano americano. Eso sí, nunca voy a dejar de ser cubano. Porque mientras los americanos comen pavo en el día de Acción de Gracias, yo sigo comiendo arroz con frijoles negros y puerco asado.

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