Secciones

Más en The Clinic

The Clinic Newsletters
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

LA CALLE

16 de Febrero de 2016

El chileno patiperro que mandó 12 mil chalecos reflectantes desde China

Felipe Arancibia se fue de Chile detrás de una española, pero a los pocos días una decepción amorosa lo dejó a la deriva en Europa. Estuvo viajando por España, Francia, Alemania, Dinamarca y Noruega, antes de recalar en China. Allá se convirtió en un pujante exportador. Partió enviando decodificadores piratas a Sudamérica, pero al poco tiempo amplió el giro: relojes smart, lentes, scooter de dos ruedas, botellas de agua, e incluso las muñecas sexuales que están de moda en Japón. Hace dos semanas, se sumó a la fiebre de los chalecos reflectantes. Un negocio que si bien le generó ganacias para pagar el arriendo de la casa en la que vive, estuvo lejos de los millones que la especulación en el precio de la prenda generó en Chile.

Por

El-chileno-patiperro-que-mandó-12-mil-chalecos-reflectantes-desde-China-foto7

Llegué a China de casualidad. Salí de Santiago a comienzos de 2011, detrás de una española con la que había pololeado seis meses y que se había devuelto a Europa. Vendí todo lo que tenía y el 8 de febrero de ese año me fui de sorpresa a España, pero ella se había ido a Francia. Planeé, entonces, visitarla en Marsella para el día de los enamorados. Me junté con ella afuera de una iglesia, pero luego de un abrazo me dijo que tenía otro novio. Me pasé dos semanas llorando en París y decidí no volver a Chile.

Entonces, se me ocurrió la idea de entrar a la Legión Extranjera, una unidad de elite del ejército francés que te permite obtener la nacionalidad a cambio de combatir en el extranjero. Como las estadísticas dicen que cinco de cada diez soldados fallecen en el campo de batalla, me fui a viajar por Europa durante un tiempo, a conocer algo más del mundo antes de partir a Afganistán. Estuve haciendo couchsurfing como cinco meses. Dormí dos semanas en el suelo en Alemania, tres más en un sofá en Dinamarca, y dos en Noruega, donde una tía, que me dijo que la única forma de quedarme en Europa era casándome con la primera mujer borracha que me pescara en un bar. Obviamente, no le hice caso, y regresé a Dinamarca. Hasta ese momento, había tenido trabajos esporádicos y ya casi no me quedaba nada de los dos millones y medio que había traído de Chile.

Estaba bastante aproblemado de dinero cuando me reencontré con una pareja de amigos coreanos que había conocido en Machu Picchu el año anterior. Me insistieron en que fuera a probar suerte a Asia, que me iría mejor, y una semana después estaba en Busan, la segunda ciudad más grande de Corea. Mis amigos me hospedaron allá y comencé a vivir como un coreano más: comía arroz, dormía en el suelo, y me pasaba horas frente al computador en una sala de juego, donde apretabas un botón y un asiático te llevaba un café, una cerveza, unas galletas, o lo que quisieras con tal de que no te levantaras de tu asiento. Durante ese tiempo, no gasté ni un peso. Mis amigos me invitaron a fiestas y hasta me compraron cigarrillos, pero luego me empecé a sentir mal de tanto pegar en la pera, así que partí a Seúl y volví nuevamente al couchsurfing.

Los recuerdos que tengo de Seúl son dos. Estuve dos semanas en el hostal buscando pega y otras dos sacando rábanos en una isla repleta de granjas, donde tuve una de las peores experiencias de mi vida: me levantaba a las 4:30 de la mañana, trabajaba 12 horas al día, tenía cinco minutos para desayunar, diez para comer, y al final de la jornada –que era donde comenzaba el tiempo libre-, lo único que quería era dormir. Ahí venía otra cosa peor: dormía en el suelo con doce coreanos, un checo, y unos chinos en una pequeña pieza, uno pegado al otro, un olor a pata internacional. Aguanté allí siete días y luego regresé a Seúl, donde conocí a una chinita. Le conté mi historia de amor frustrado con la española y le di tanta pena, que me invitó a China. Me dijo que tenía algunos contactos que me podían dar trabajo y a la semana siguiente partí.

Llegué a Hefei luego de viajar más de 24 horas en un tren de mierda, lento y con asientos duros, y donde los chinos escupían en el suelo, tiraban maravillas en el pasillo, y me preguntaban mil hueás que no entendía. Lo único bueno era que entre los vagones estaba permitido fumar y que el recorrido atravesaba China por los lugares más espectaculares del país. Tal como me había dicho, mi nueva amiga me estaba esperando con trabajo y casa, pero fue una tortura vivir con ella. No sé qué le dio, pero apenas pudo comenzó a tratarme como si fuera su tamagotchi: me decía qué comer, a qué hora dormir, cuando levantarme, y hasta qué ver en la televisión.

Una semana después, por suerte, encontré un trabajo en la ciudad de Anyang, que está en la provincia de Henan, uno de los lugares con más polución. Allá, un americano me contrató para trabajar en una empresa de importaciones y fue como ganar la lotería: se hicieron cargo de mi alojamiento, de la comida, de mis papeles para la visa y me ofrecieron 500 lucas mensuales. Estuve un año, hasta que en el 2012 me fui. Mi siguiente trabajo fue un restaurante de hamburguesas que pusimos con el americano que me había contratado y un argelino. El negocio dio por seis meses, hasta que con el gringo nos fuimos a Shenzhen, uno de los polos comerciales más grandes de China. Allá me convertí en un pujante exportador: vendí decodificadores piratas en Sudamérica, luces led en Norteamérica, y botellas y tapas plásticas en Europa. Con este último producto, estuve a punto de hacerme rico, cuando un contrato por un millón de dólares se cayó porque la fábrica que vendía las botellitas no era dueña de la licencia. Es decir, los chinos le habían copiado la tecnología a Nike. Ahí me aburrí de las patrañas.

En febrero de 2015 comencé a vender de forma independiente. Creé Felipe’s Consultores y me especialicé en un amplio catálogo de productos. He vendido juegos playgroup, relojes smart, lentes, scooter eléctricos, y hasta unas muñecas sexuales que en Japón están causando furor. Según dicen, allá hasta se abrieron burdeles donde tú puedes arrendar una y pasar un rato con ella. En eso estaba cuando apareció el negocio de los chalecos reflectantes. Tres días después de que entrara en vigencia la ley, comenzaron a llegar los primeros correos con pedidos desde Chile. Me decían que se habían agotado y que la gente estaba pagando hasta 15 lucas por cada prenda. En China, sin embargo, también estaban agotados y los talleres no estaban fabricando. Luego de varias conversaciones encontré una fábrica en Hefei, una ciudad pequeña donde habían unos talleres, edificios repletos de orientales cociendo a máquina, verdaderos ejércitos de la costura.

Los chinos son impresionantes. Si hay algo que hacen con rapidez, eso es la ropa. Se demoraron tres días en fabricar 12 mil chalecos reflectantes. Contrario a lo que ustedes imaginan, estuve lejos de pegarle el palo al gato. Cada chaleco costó 1.7 dólares, entre la mano de obra y el pago por el envío en avión. Según entiendo, en Chile los especuladores se hicieron el año vendiendo las prendas a un valor ridículo, que alcanzó a más de un 500% respecto al valor de compra. Por este negocio, en cambio, yo marginé una mínima parte: el 5% del valor de la producción, que por ahora ha dado para pagar el arriendo de la casa y las cuentas del mes.

Hace pocos días, la empresa de los chalecos me volvió a contactar para pasarme en concesión 800 prendas más para mandarlas a Chile. La verdad es que no sé si se irán a vender. Según me cuentan, la especulación ya no existe y los precios ya bajaron. Tal vez, ya no sea buen negocio. Lo que la lleva ahora, me dicen, son los útiles escolares y unas luces de bajo consumo que tienen un parlante incluido, por lo que uno puede iluminar y poner musica al mismo tiempo vía bluetooth. Quizás allí me vaya mejor.

Notas relacionadas