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8 de Marzo de 2016

El cómico café Tavelli

“No puedes estar todo el día en el Tavelli, parece obsesión sexual”, le decía su madre a Benjamín Galemiri. Y tenía razón en más de un sentido. Sentado todo el día en el café al que transformó en su oficina, el dramaturgo descargó sus obsesiones sobre el papel de sus mejores obras, les sacó la foto a los chilenos observando a la clientela y, como lo cuenta acá sin omitir detalles, recibió la visita de bellas y jóvenes mujeres que supieron llevarlo al borde del priapismo.

Por

Tavelli
He estado yendo 25 años al cómico Tavelli de Manuel Montt. Al inicio como un cliente tímido que tomaba su cortado, miraba un poco a las mujeres y me iba. Pero comencé a apegarme cada vez más a ese lugar porque encontraba un refugio a mi grandioso ermitañismo.

Los gratos mozos y buenas mozas atendedoras –no conozco lugar que atiendan mejor– advirtieron en mí a un cliente solitario que se protege de los embates de la vida con mucho sentido del humor, el puente por el cual atravieso de la soledad al contacto humano. Mis consumos eran muy austeros, pero nadie me decía nada y podía estar, los días en que no hacía clases, desde la 10 de la mañana hasta las 20 horas, escribiendo. Primero llevé tímidamente mis croqueras, sin dejarme importunar por ese ruido de fondo de post-yuppies falsos que hablaban en voz alta con sus celulares: “Viejito, inviérteme cien millones”, y después pedían plata a sus amigos para pagar el almuerzo. Eran los primeros tiempos de la transición y en ese entonces las peleas entre los pinochetistas y los de la Concertación podían llegar hasta las manos. Venían los mozos, los separaban y ellos como niños chicos volvían a sorbetear sus cortados, sentados juntos como si aquello hubiera sido una toma de una mala película chilena.

Mucho tiempo después la televisión me hizo un reportaje de la oficina Galemiri, y me preguntaban cómo podía concentrarme con tanto ruido, celebraciones de cumpleaños, farsantes post-yuppies con sus camisas blancas arremangadas rodeados de “colaboradores” vestidos igual que ellos. Recuerdo haberles dicho que ese ruido era para mí “como el oleaje del mar”. Muchos amigos que vieron el reportaje me llamaban para decirme que iban a comenzar a ir al café, aunque yo con mi ermitañismo les aconsejaba ir a otros. Algunos me hicieron caso, y los que no, durante un tiempo tuve que soportar que se me sentaran en mi mesa, condenado a escucharlos con sus historias mil veces dichas mil veces inventadas.

Entonces mi bendita soledad se interrumpe un poco con esas visitas no deseadas, salvo si son lindas amigas o exnovias, que me refuerzan la idea de que no soy un ser humano tan misántropo como en la obra del magnificente Molière.

También están las visitas de los famosos y famosillos que se van a pavonear. He visto varias veces a Don Francisco consumiendo un express, pero nadie se sorprende demasiado y los mozos lo atienden por orden de llegada. Una excepción es la querida entrada de Carlos Caszely, que camina por el corredor rumbo al baño con sus arqueadas piernas tipo cowboy que va a enfrentar su último duelo en un western del inaudito Sergio Leone, recibiendo los saludos de todos. Yo nunca me atreví a saludarlo, hasta que hace poco, rompiendo mi a veces falsa timidez, le di un apretón de manos y no sé por qué le dije una expresión que detesto: “Grande Caszely”, cosa a la que está acostumbrado pero que siempre le causa un cariño a su ya canoso y bien manejado ego.

Poco a poco comencé a llevar mi computador, señal de que no tienes oficina y pérdida de estatus social, pero ganancia porque se encuentra una concentración máxima en el mundo literario. Luego llegaron las citas de trabajo y sociales, que fijaba para un mismo día a diferentes horarios, recibiendo a gente con la que desarrollaba proyectos que pocas veces resultaban y a chicas que son verdaderas pócimas de felicidad. Yo trataba de disimular mi deseo por ellas, la mayoría eran lindas y jóvenes, y como dice el inmenso Jean-Luc Godard, una Mujer es una Mujer.

Una vez, después de haberme separado de una ex con la que estuve casado 25 años, vino a visitarme una hermosísima exalumna y exayudante de una escuela de cine, Vicky, a la que estaba asesorando en un guion. Al llegar me besaba siempre en los labios (no éramos pareja), me tomaba las manos de una manera muy erótica (imposible describirlo, se vive) y un rato después me decía, susurrándome con mucha excitación: “Ven, ven”, una palabra que, salida de la boca de una joven y bella mujer, removía mis hormonas y me electrizaba. Era inevitable recordar la canción soft porno del genial Serge Gainsbourg, “Je t´aime Moi Non Plus”. Gainsbourg la grabó primero con mi amada Brigitte Bardot, pareja suya para mi envidia, aunque se lo merecía sobradamente. Era muy talentoso y un gran orador, sus entrevistas son célebres. Hay una en un talk show a la francesa y estaba invitada la Whitney Houston, en su mejor época erótica y de belleza. Y Gainsbourg, muy borracho y jalado, le dice en vivo y en directo: “I want to fuck you”. La bella Houston, en lugar de enfurecerse, se rió. El conductor, un cobarde, trataba de explicarle que Gainsbourg quiso decir otra cosa. Volviendo a la canción, los padres de Brigitte Bardot, unos beatos multimillonarios, le pidieron a Gainsbourg sacarla de circulación. Así que él volvió a grabarla con la muy sexy actriz Jane Birkin, naturalmente su nueva pareja, y fue un éxito mundial. Bueno, en medio de ese orgasmo musical, la Brigitte y luego la Jane Birkin dicen “Viens, viens” (Ven, Ven) y me acordé que se lo había comentado a mi secreta novia cineasta.

Luego salíamos del cómico Tavelli en mi auto y ella se me pegaba al hombro mientras me hacía una suave pero poderosa fellattio. Cuando ya estábamos en su casa post hippie, esta inmensa belleza, parecida a la protagonista del filme “In the Mood for Love” pero más bonita aún, practicaba con un arte divino todas las posiciones sexuales inventadas por los chinos, variantes que me empujaban a una pasión sin límites. Por ejemplo, “Los pájaros revolotean en el agua”, la irresistible “El portal de Jade” o “El león rodea y penetra a la pantera”, que ella ejecutaba como una maestra. Pero la que más me hacía arder era la simple pero charmant posición del neo-misionero. Mientras la penetraba la miraba a los ojos y me hacía perder el control y yo seguía mis embates y ella susurraba: “Mátame, Mátame”. Qué mierda significaba eso, no lo sabía, pero intentaba complacerla y ella recibía mis desesperados embates de “Mátame, Mátame” con mucho agradecimiento.

Apenas podía controlar mi orgasmo, mientras ella era de las mujeres muy jóvenes que llegan a las sagradas catorce mesetas orgásmicas, una tras otra. Y nuevamente, después estar haciendo el amor durante cinco horas, en susurros me dijo: “Mátame, mátame”, y ahí sí que yo me desparramaba como un adolescente frente a una prostituta fellinesca buscando muy dentro la esquiva zona G de las chicas. Tuve un orgasmo de casi cinco minutos. ¡Quedé con un dolor al falo que me duró una semana! Llegué a pensar que tenía priapismo. Como me dolía tanto, ella lo acariciaba con amor mientras me hacía una rigurosa y nueva fellattio Premio Último Tango en París. De pronto la vi atentamente, y volví a comprobar que esta veinteañera era una belleza semichina, semichilena, semifrancesa.

Vicky me iba a ver al Tavelli una vez a la semana para seguir trabajando su guion. Intentaba no mostrarme tan interesado, y nuevamente llegaba el momento de la frase mágica: “Ven”. Y partíamos otra vez a su templo erótico con sus malabares tipo películas del mejor cineasta porno Russ Meyer. Aprendía de ella con su lenguaje corporal, que yo le devolvía con mi ridículo histrionismo cultural. Y otra vez, “Mátame, Mátame”.

En un momento desapareció. Me invitó al estreno de su película –en la que le había ayudado tanto que me la dedicó–, comenzó el inservible deambular de los cineastas chilenos por todos los festivales y desapareció por un largo tiempo. Yo pude volver a mi escritura: el sexo me vaciaba, la dramaturgia me llenaba. Al principio estaba aliviado de este torbellino lascivo llamado Vicky, pero luego comencé a echarla de menos. Corría al Tavelli y ella no aparecía. Traté de olvidarla sumido en mi nueva obra teatral, que más potente se volvía por cada minuto que pasaba y ella no me venía a ver. Me llega un infamante email un día: “Mi muy amado Benjamín: me voy por un año a Europa. Estoy con una pareja, pero ya sabes, te amo por todo lo que me diste” (o sea, el guión que finalmente se lo escribí yo solo). Al año apareció e hicimos por última vez la posición del misionero. No la volví a ver sino luego de cinco años, con hijos y marido. Mujeres son Mujeres, como dice el gran e inaudito Godard.

Así que yo volvía a mi refugio más seguro, la escritura sin parar ni un minuto. En las mañanas corría para encontrar enchufes, que en el Tavelli son pocos. Cuando conseguía una mesa con corriente mi ansiedad se calmaba, pero cuando no encontraba era la catástrofe. Las baterías duran con suerte dos horas y media, ¿y después qué? El vacío. También conversaba con los mozos de muchos temas, sexuales incluidos. Había varias señales del grado de amistad con ellos: saludo de mano, golpecitos en la espalda, abrazos y luego abrazos con besos en la mejilla. Cuando ya era recibido como un hermano y aceptado por el administrador, a quien recurría por caídas de Internet, se me ocurrió una especie de salvación dramática: llevar alargador. Era todo un quilombo pasar por detrás de los clientes para enchufar y llevar el cable a mi mesa. A veces recibía la llamada de mi madre, que con su sentido del humor me decía: “No puedes estar todo el día en el Tavelli, parece obsesión sexual”. Sí, era una obsesión sexual. Ponía en marcha mis neuronas y dejaba escapar la serotonina. Como andar en bicicleta.

En estos últimos tiempos, en que vendí mi auto, ya no puedo ir tan seguido al Tavelli y he encontrado nuevos cafés-oficina. Por ejemplo, el Just People, un café lleno de mesas con enchufe, el paraíso del escritor, pero lleno también de post-yuppies que para mí son una peste y representan la hecatombe hipster de nuestro amado y horrible Chile. Se aprende mucho del país en los cafés, la gente habla estruendosamente y pavoneando de plata en voz muy alta, esos son los más perdedores. También se habla de política. Politólogos de pacotilla augurando la renuncia de la presidenta Bachelet –todos unos fascistas, por supuesto– y espantados por la clase política de Chile aunque más de algún corrupto debe haber entre ellos. Recuerdo una memorable escena de mi tío Woody Allen en “Annie Hall”. Están Allen y Diane Keaton haciendo fila en un cine, y hay un hombre atrás hablando con mucha altanería contra Fellini (cosa que irrita a Woody) y contra el magnífico Marshall McLuhan, gran filósofo canadiense. Woody se para frente a la cámara, como en un rompimiento brechtiano de la cuarta pared, y dice: “Este tipo no sabe nada”. Luego lo encara: “Usted no sabe nada de McLuhan”. “Cómo que no, hago clases en la universidad sobre él”, dice el arrogante. Y Woody hace entrar al mismísimo McLuhan, que estaba escondido detrás de uno de esos grandes afiches de cine y le dice al tipo: “Deje de hablar de mí, usted no sabe nada de mi obra”. Y mi tío Woody mira nuevamente a la cámara rompiendo a pedazos la cuarta pared brechtiana, para decirnos: “Si tan solo la vida fuera así, todo sería mejor”.

También he ido al Tavelli del Drugstore, todo bien, hasta que un par de meses atrás me robaron plata de mi billetera. Tenía 50 mil pesos que eran para comprar películas piratas, mi obsesión. Cuando llegó el dealer, me las pasó igual y acordamos que le pagara la próxima semana. Lo llamé, le envié emails y él no me respondía, o me decía “tranqui Galemiri, ya te voy a pedir un canje”. Y el día del canje llegó. Estaba escribiendo un guion y quería que se lo corrigiera, mientras siguen llegándome películas como compensación. Arreglar un guion es tarea de titanes, más difícil que escribir uno.

El día que me compre un auto, que será un Escarabajo igual que mi primer auto, volveré al cómico Café Tavelli de Manuel Montt. Echo de menos lo mejor que puede tener un café, saludarse con un abrazo y un beso en la mejilla con los mozos. Además era un lugar de libertad absoluta, al que le debo mis mejores obras teatrales –con las que, humildemente lo digo, he dado la vuelta por el mundo– y las más bellas mujeres. Amén.

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