Opinión
30 de Junio de 2016Editorial: Brexit
Es el mayor logro político y cultural de los nacionalistas de la extrema derecha europea en 70 años. Más de un egocéntrico lo aplaude desde la heroica vereda de la revolución (mientras las FARC entregan las armas), porque para ellos lo bueno es enemigo de lo perfecto. Entonces argumentan que todo es culpa del abuso y la traición. Muerto el socialismo, la izquierda de hoy prefiere las quejas a las soluciones alcanzables o alcanzadas. La responsabilidad principal, sin embargo, la tiene la ignorancia. No todos los ingleses son Shakespeare.
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El triunfo del Brexit a algunos nos da pena. Implica la victoria de las razones locales por sobre las humanistas, el fin de un ciclo ideológico que buscó la integración y no sólo la rentabilidad. Es el mayor logro político y cultural de los nacionalistas de la extrema derecha europea en 70 años. Más de un egocéntrico lo aplaude desde la heroica vereda de la revolución (mientras las FARC entregan las armas), porque para ellos lo bueno es enemigo de lo perfecto. Entonces argumentan que todo es culpa del abuso y la traición. Muerto el socialismo, la izquierda de hoy prefiere las quejas a las soluciones alcanzables o alcanzadas. La responsabilidad principal, sin embargo, la tiene la ignorancia. No todos los ingleses son Shakespeare. Dicen que al día siguiente de votarse su abandono, los británicos recurrieron en masa a Google preguntando qué era la Comunidad Económica Europea. A comienzos de los 90, los líderes del viejo continente – previamente cosido por los rieles del ferrocarril– ajustaron los últimos detalles de una unión transnacional motivada por intereses más caros que el dinero. Los escépticos dirán que se trató simplemente de otra estrategia de poder, pero los que recordamos el ánimo que la movía sabemos que no era sólo eso.
Países que habían estado en guerra decidieron derribar las fronteras, o al menos sus puertas, al interior de un continente que, es cierto, las mantuvo cerradas por fuera… hasta que cedieron. Como sea, la idea era un reino democrático con cientos de millones de habitantes, herederos de Grecia, Roma, el Cristianismo, el Renacimiento y la Ilustración, donde la pobreza no existiera y la marginalidad fuera combatida en todas sus formas. Se trató de un esfuerzo civilizatorio ambicioso, pero realista. Los años contaminaron de dificultades ese gran proyecto socialdemócrata. Fraudes financieros, corrientes migratorias, revoluciones tecnológicas. Las seguridades sociales se complicaron con el envejecimiento interminable de la población y la llegada de los “bárbaros”, pero en lugar de ajustar el aparato, los demagogos, es decir, aquellos que prometen lo que su público quiere oír, culparon a la Comunidad. En el caso británico, apenas se supo el resultado de la votación, los mercados desmintieron esas monsergas. Pero al menos para mí, eso no es lo fundamental. Si hubieran subido las bolsas en lugar de bajar, me hubiera dado más pena todavía. Casi no se escucharon argumentos valóricos, prevalecieron los pragmáticos. “Los temas reales de la gente”, esos que restan todo valor a la ética, la inteligencia y la belleza. Son muchos los asuntos que el Brexit pone sobre la mesa, y que van más allá del carácter isleño de los ingleses. ¿Será que “la política de los acuerdos” está retrocediendo no sólo en Chile? Por donde se mire, cunde la dispersión. Los españoles ni siquiera consiguen armar gobierno. No se descarta que terminen aliados el PSOE y el PP, como si acá gobernaran juntos la Alianza y la Concertación. Los ciudadanos están tomando decisiones al margen de los partidos. No hemos conocido antes tal nivel de deliberación pública, que no es lo mismo que una explosión de sabiduría. Muchos culpan hoy a Cameron, el ex premier, por haber cedido al plebiscito. “Estos problemas –dicen– se resuelven mejor entre estadistas”, y quizás tengan razón, pero el tema de la participación ciudadana llegó para quedarse por un buen rato. De nada sirve llorar sobre la leche derramada. La pregunta es cómo se cuidará a sí misma esta democracia en expansión. Algunos gritarán “¡escuchando la voz del pueblo!” a la espera de un aplauso cerrado y como si con ello estuviera todo resuelto, pero sabemos que no es así, porque a veces las multitudes se convierten en jaurías, y la imagen de un bistec proyectada por un demagogo les despierta el entusiasmo que no encuentran en una buena idea. La información circula tan rápido hoy por hoy, de manera tan luminosa y efímera, que hasta los propios deseos que detona pueden ser una ilusión. Me lo pregunto una y otra vez: ¿cómo se cuidará hoy esta democracia en expansión, cuando, como dice Byung-Chul Han, “la gente está en guerra consigo misma”?