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Opinión

5 de Octubre de 2016

Colombia: Episodios de una paz que no cuaja

El domingo 2, el NO a los acuerdos de paz conseguidos entre el gobierno de Manuel Santos y las FARC le ganó por 50.000 votos al SI. Este es un diario escrito entre la firma de la paz en Cartagena de Indias y Bogotá el día de la votación. El relato, en tiempo real, de una pequeña gran historia, en la que se juegan parte de los sueños y las pesadillas de la guerra más larga de América Latina. Puro realismo mágico, cuando la magia bordea la maldición.

Patricio Fernández
Patricio Fernández
Por

colombia

Según Luis Maira, representante del estado de Chile como país acompañante en las negociaciones de paz entre el gobierno colombiano y la guerrilla de las Farc, durante las sesiones en que comenzaban a establecerse los antecedentes y el contexto en que este conflicto se había originado, los historiadores Daniel Pécault y Eduardo Pizarro León Gómez se trenzaron en una larga y ardua discusión sobre si las guerras civiles acontecidas entre 1830 y 1886, cuando se firmó la primera constitución confiable y duradera de ese país, habían sido 38 o 52. Años más tarde, ya viejo y abrumado por las decepciones, el coronel Aureliano Buendía llegó a la conclusión de que había promovido treinta y dos levantamientos armados y los había perdido todos. Diecisiete hijos varones, “de diecisiete mujeres distintas”, “fueron exterminados uno tras otro en una sola noche, antes de que el mayor cumpliera treinta y cinco años”. El comandante general de las fuerzas revolucionarias, contó García Márquez, “cuando recibía noticias de nuevos triunfos las proclamaba con bandos de júbilo, pero él medía en los mapas el verdadero alcance, y comprendía que sus huestes estaban penetrando en la selva, avanzando en sentido contrario al de la realidad”.

En la década que sucedió al asesinato del candidato a la presidencia por el partido liberal Jorge Eliecer Gaitán (1948), período conocido como La Violencia, los enfrentamientos entre grupos liberales y conservadores cobraron 200.000 vidas, sin que jamás se reconociera la existencia oficial de una guerra civil.

Ya en los años 60, América Latina se fascinó con la idea de la Revolución. No es necesario contar una vez más en qué consistió ese encantamiento: la fe y la política se confundieron. La idea de que la historia podía comenzar de nuevo estaba apoyada por un imperio socialista más grande y poderoso que aquel que defendía el orden heredado. La URSS controlaba más de la mitad del planeta. Es decir, no sólo los ingenuos participaban de estos proyectos maravillosos, sino también políticos cínicos y avezados. Los pobres de nuestro continente saborearon la posibilidad de una redención, y los espíritus generosos los acompañaron con poemas, pinturas, canciones y tratados que hablaban de una sociedad sin clases, sin miseria, sin explotación. En la escena menos “poética” y más lúcida de la película Neruda recién estrenada, una mujer borracha, representada por la actriz Amparo Noguera, le pregunta al vate mientras encabeza un banquete: “cuando triunfe la revolución, poeta, seremos iguales a quién, ¿a usted o a mí?”.

En Colombia nacieron el MOEC (Movimiento Obrero Estudiantil Campesino), el FUAR (Frente Unido de Acción Revolucionaria), el ELN (Ejército de Liberación Nacional), el EPL (Ejército Popular de Liberación), el M-19 (Movimiento 19 de Abril), y las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia). Uno tras otro, a medida que el sueño socialista se derrumbaba dejando tras de sí esa estela de abuso propia de toda fe que se convierte en iglesia, fueron desapareciendo. Se pueden esgrimir todo tipo de razones políticas y militares para el final de una guerra, pero tiendo a pensar que la única en verdad definitiva es cuando se revela el sinsentido del triunfo. Durante las últimas décadas, las Farc continuaron su combate “avanzando en sentido contrario al de la realidad.” Su guerra había perdido la razón de ser, para convertirse simplemente en un modo de vida, en un modo de muerte.

Las negociaciones de paz se llevaron a cabo en La Habana, la catedral de la convicción revolucionaria, en el mismo momento en que sus cardenales se sacaban las sotanas y empezaban a reconocer, con lenguaje y diplomacia vaticana, la inexistencia de su dios.

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CEREMONIA 01

“Nuestra única arma serán las palabras”, fue lo primero que dijo Rodrigo Londoño -quien hasta minutos antes de ese lunes 26 de octubre, ejerció de comandante en jefe de las FARC-EP, bajo la chapa de Timoleón Jiménez “Timochenko”-, después de firmar el documento de casi trescientas páginas que consignaba las condiciones bajo las cuales la guerrilla y el estado colombiano acordaban la paz. Cerca de 4000 personas vestidas de blanco y una decena de presidentes latinoamericanos estaban ahí para testimoniar el compromiso. También estaban el rey Juan Carlos, Christine Lagarde, Kofi Annan, Baltazar Garzón y otra zarta de ilustres personalidades internacionales.

Apenas dejaron ambos rastros sobre esa página que prometía entrar con letras doradas en la historia colombiana, el Presidente de la República y el comandante en jefe de la guerrilla más antigua de América Latina se dieron la mano. La multitud pidió más. “¡Abrazo!”, “¡Abrazo!”, gritaron, pero cerca de 240.000 muertos separaban a ambos bandos, y si bien no llegaron a colgarse el uno del cuello del otro, Timochenko apoyó su mano con el brazo estirado en el hombro del presidente Santos y lo miró sonriente, mientras el mandatario, calculando el costo de cada movimiento, prefirió volverse hacia la multitud y regalarle a ella su mueca de satisfacción. Acto seguido, Santos regresó a su silla, ubicada entre el presidente de Cuba, Raúl Castro, y el surcoreano Ban Ki Moon, director general de Naciones Unidas, que abrió la ronda de discursos con un inglés incomprensible. Londoño se ubicó en la misma línea, pero hacia el costado en que se hallaba el resto de los comandantes de la guerrilla: Iván Marquez, el más político y categórico de todos, segundo en la jerarquía del mando después de Timochenko y jefe del equipo negociador por parte de las Farc; Pablo Catatumbo, el intelectual del secretariado que días antes se reunió con familiares de parlamentarios asesinados, entre los que se hallaba Sebastián Arismendi -hijo del diputado Héctor Fabio Arismendi, últimado por orden del mismísimo Catatumbo-, y a quien luego de orar tomados de las manos, pidió perdón, confesándole que aquella había sido la acción más reprochable y vergonzosa de su vida. El hijo del diputado no sólo aceptó sus disculpas, sino que las agradeció: “Hoy siento una tranquilidad que nunca en mi vida había sentido, siento una paz interior que necesitaba desde hace mucho tiempo, hoy puedo decir que por fin mi padre se puede ir a descansar en paz”, escribió en su Facebook. Estaba Mauricio Jaramillo, comandante del bloque Oriental que una noche, en el campamento José María Carbonel, en los Llanos del Yarí, me mostró las fotos que había juntado durante años deambulando por la Amazonía, y en las que aparecían animales de trompa y orejas largas, leopardos y caídas de agua sobre lagunas fluorescentes.

No era fácil dar crédito a la escena que teníamos delante: los “terroristas” (así les llaman los uribistas) más buscados de Colombia sentados en un mismo escenario con las máximas autoridades del estado al que durante medio siglo habían combatido, a plena luz del día, frente a una multitud en la que muchos de sus integrantes murmuraban: “nunca creí vivir para ver esto”. Conviene recordar que el hoy presidente Juan Manuel Santos fue ministro de defensa en el gobierno de Alvaro Uribe, es decir, el jefe máximo de las Fuerzas Armadas durante los años en que le cayeron encima con más tenacidad y eficacia a las tropas de las FARC. Fue en esos años, el 26 de marzo de 2008, cuando en las selvas del Meta, acosado por bombardeos y persecusiones terrestres, murió “Tirofijo”, fundador y máximo jefe de esta guerrilla.

Ahí estaba también Pastor Alape, con quien me atrevería a decir que tenemos una pequeña amistad. Hemos pasado más de una tarde en rincones poco expuestos de La Habana conversando sobre ese mundo que están dejando atrás y el nuevo que se les viene. Cuesta decirlo sin despertar la furia de quienes ven en él a un criminal por quien los EEUU llegó a ofrecer U$5.000.000, vivo o muerto, pero yo juraría que Pastor es un buen tipo. Algo en él recuerda a los curas de las poblaciones marginales, hijos de la teología de la liberación. No repite consignas. Apenas terminó la educación escolar, pero es un buen lector: durante nuestro último encuentro acababa de terminar La Broma de Milan Kundera y estaba comenzando a leer La Herencia de Ester, de Sandor Marai. Cuando le comenté que ese era un autor eminentemente burgués, uno de los grandes defensores del refinamiento perdido del imperio austro húngaro, me contestó sin complicaciones que lo tenía fascinado. A Pastor le tiembla un brazo. Disfruta cada uno de los cigarrillos que se fuma mientras toma whisky. (A todos los colombianos les gusta el whisky). Tiene una hija a la que no conoce y otra a la que no ve hace muchísimo tiempo. Actualmente está emparejado con una guerrillera algo más joven que él: “al buey viejo, pasto tierno”, me dijo riendo. Y cuando le pregunté qué respondía a las acusaciones de violación que hacía Human Righ Watch en contra de los comandantes, me dijo lo siguiente: “para ellos si alguien mayor de edad tiene relaciones con una menor de 18, es violación, pero las cosas no funcionan así en el monte. Muchas guerrilleras no tienen 18 años y nosotros no les podemos prohibir el sexo. Tampoco nos interesa. Ellos obvían las circunstancias en que vivimos”.

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En el minuto 26 de su discurso del día 26, Timochenko tomó aire y subió la voz: “En nombre de las FAR-EP, ofrezco sinceramente perdón a todas las víctimas del conflicto (de inmediato estallaron los aplausos) por todo el dolor que hallamos podido causar en esta guerra (“¡sí se pudo!, ¡Sí se pudo!”, gritaban los presentes mientras agitaban emocionados sus pañuelos en alto, porque esa era la frase que muchos esperaban) ¡Que Dios bendiga a Colombia! ¡Se acabó la guerra!” gritó Timochenko.

Pero justo entonces, cuando quienes estábamos ahí sentíamos que el largo –y aburrido- discurso de Londoño se llenaba de sentido y la convicción de que una vida civilizada se apoderaba de este país ensangrentado, mientras los pañuelos seguían girando en el aire y no pocos lloraban de emoción, atravesaron la explanada del Centro de Convenciones tres bombarderos Kfir, a bajísima altura, de los mismos que han diezmado a la guerrilla durante la última década, causando un ruido estremecedor, difícil de narrar, un estruendo que únicamente se consigue al romper la barrera del sonido y que no sólo entra por los oidos, sino también por los poros, hasta dejar temblando el cuerpo de adentro hacia fuera. No es fácil recuperar la calma después de sentirlos. Y hasta mucho rato después nadie volvió a experimentar paz en esa ceremonia en que la Paz debía afirmarse.

El paso de esos Kfir se apoderó de los comentarios posteriores. ¿Qué había significado ese anticlímax? ¿Habría autorizado el presidente Santos la aparición de esos bombarderos que tomaron a todos los presentes por sorpresa como una manera de congraciarse con quienes dudaban de su autoridad, o habría sido el gesto arbitrario de un sector del ejército que no estaba dispuesto a bajar la guardia frente sus enemigos históricos? Hubo medios colombianos, sin embargo, que haciendo gala de su desprecio por las Farc, prefirieron poner el acento en la cara de miedo que puso Timochenko al verlos pasar.

Como sea, cuando Santos tomó el micrófono, declaró: “Nunca estaremos de acuerdo en el modelo político o económico mejor para nuestros ciudadanos, pero siempre, ¡siempre!, defenderé que todos puedan expresar el que prefieran, porque así es la democracia”. Antes de terminar, ya con los ojos llenos de lágrimas y adivinandose dueño de un sitial de honor en la historia de su país, exclamó: “¡Cesó la horrible noche! ¡Saludo el amanecer de la paz, el amanecer de la vida!”, mientras el sol comenzaba a caer en el mar de Cartagena de Indias, también conocida como La Ciudad Heróica.

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(Interludio)

Debe haber pocos pueblos tan simpáticos, tan acogedores, y tan dispuestos a celebrar la vida como éste que habita en Colombia, donde el crimen es pan de cada día. Durante el último medio siglo, la violencia de los guerrilleros ha convivido con la de los paramilitares que se daban el gusto de jugar fútbol con las cabezas de sus víctimas, de un ejército que estudió métodos de tortura en la Escuela de las Américas y de narcotraficantes que anestesiados por la cocaína hicieron del terror su principal argumento. Los negocios y la política también formaron parte de esta fiesta macabra. A un cierto punto, el parlamento se llenó de criminales. En el mundo del poder, los que no cargan con la culpa de unos cuantos muertos, tendrían al menos que reconocer la vergüenza de haber girado la vista con frecuencia para no encarar el espanto. Entre 1977 y 2016, fueron 152 los periodistas asesinados por transmitir la verdad de lo que acontecía, y en la inmensa mayoría de sus casos, los tribunales no han hecho justicia. Mientras unos asesinaban, los otros se cuidaban el pellejo. Dependiendo de las circunstancias, estas bandas criminales se han aliado o enfrentado. Familiares del ex presidente Uribe trabajaron para Pablo Escobar, que antes de aliarse con los paras simpatizó con los guerrilleros; los hermanos Castaño (fundadores del paramilitarismo nacido para luchar contra la guerrilla) se aliaron con el cartel de Cali para enfrentar al de Medellín; y es por todos conocido el trabajo criminal mancomunado que realizó el ejército y el paramilitarismo, mientras las Farc vivía del dinero obtenido por raptos, impuestos cobrados a los cultivadores de coca y derechos de paso a los traficantes de droga. En Cundinamarca, Antioquía o el Caquetá, abundan los hijos de campesinos que debieron elegir (o simplemente sucumbir, porque eran muchos los reclutamientos forzados) a alguno de estos grupos armados para sobrevivir, o morir. Las Farc no era peor que los demás. Ahí donde los argumentos fueron reemplazados por las balas, el discurso de sus armas al menos hablaba en nombre de ellos.

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¿Estará de verdad terminando esta historia de violencia, o estamos viendo su transformación, su acomodo a los tiempos? Según el ex presidente Uribe el negocio de la droga está en aumento, para otros su administración se trasladó a México y si bien quedan las factorías, ya no roncan los sicarios. Según el presidente Juan Manuel Santos, ya no existe el paramilitarismo; según las Farc, simplemente cambió de nombre, pero continúa activo, y ahora que los guerrilleros comunistas ingresarán a la vida civil, intentarán asesinarlos del mismo modo en que hicieron con los del M19 cuando se desarmaron, y aunque la primera frase del discurso de Timochenko luego de firmar la paz fue: “Nuestra única arma serán las palabras”, no son pocos los que temen a esos grupos desprendidos que, especializados en la violencia, se nieguen a entregar sus arsenales. Ya ocurrió con el Frente Primero “Armando Ríos” del Guaviare, que proclamó: “Morir sí, traición no. Luchamos para vencer no para ser vencidos”, bravata que fue rápidamente condenada por el secretariado de las FARC. En declaración oficial, el comandante del bloque Oriental Mauricio Jaramillo aseguró que todo quien no obedeciera los acuerdos tomados por la organización quedaba entregado a su suerte. Yo estaba con él en los Llanos del Yarí cuando recibió la noticia, y me dijo: “esos se vendieron a los narco”. El presidente Santos les respondió:  “Esta será la última oportunidad”, y subrayó que si no se acogen a los acuerdos de La Habana “terminarán en una cárcel o en una tumba”. No se han conocido, sin embargo, nuevas deserciones. Lo cierto es que tras 52 años de existencia, las FARC funcionan como un ejército profesional y altamente disciplinado.

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La esperanza y la desconfianza recorren Colombia de la mano por estos días. Conversando con el ex presidente Belisario Betancur, me dijo con esa ironía tenue que lo caracteriza: “Yo tengo el conflicto en la cama. Ella es del No”, e indicó con el codo a su esposa, la venezolana Helena Yepes. “En la cama, le dije yo, es mejor la guerra que la paz”, y ella, pasando de la risa a las explicaciones, respondió: “Mire, es que yo fui casada con guerrillero (fue pareja de Teodoro Petkoff, miembro fundador del partido Movimiento al Socialismo MAS), y sé cómo terminan estas cosas. Ahí tiene Venezuela, pues”. Para ella, nada garantizaba que Colombia no siguiera los mismos pasos, aunque parecía con ganas de dejarse convencer de lo contrario, y murmuró “ojalá usted tenga razón”, cuando le insistí que esos cuentos estaban más bien de capa caída.

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Domingo 2 de octubre

Ha transcurrido una semana y estoy en Bogotá. Son las 5 en punto de la tarde. Acaban de conocerse los resultados finales del plebiscito llamado a ratificar el acuerdo. Votó un 37% de quienes podían hacerlo, y un 50.22% de ellos lo hizo por el NO, en contra del tratado de paz firmado seis días atrás en La Ciudad Heróica. A mi lado, María Jimena Duzán, periodista colombiana que le ha dedicado los últimos 4 años a este largo proceso de negociaciones, llora. Su hija también. Ella, que tiene 22, dice que le da vergüenza. María Jimena asegura que no puede comprender a su país. “País de mierda!, como decía Gabo”, exclama de pronto. Con Jon Lee Anderson (New Yorker) y Andrés Schipiani (Financial Times), los otros dos amigos con que hemos seguido esta historia el último año, terminamos el día escuchando la radio, viendo la televisión y compartiendo llamados por teléfono, sólo para concluir una y otra vez que esto es una locura buena para nadie y de la que todavía es muy difícil decir qué camino tomará. Como titula The New York Times en su sitio web, América Latina ha recibido un shock.

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¿Qué significa el triunfo del No en el plebiscito? En primer lugar, la victoria de Álvaro Uribe, un político de extrema derecha que, con tal de imponer su liderazgo por sobre el de su ex aliado y compañero de filas, el actual presidente Juan Manuel Santos, devenido su archirival, ha sido capaz de mentir y jugar con el miedo y el odio de una población traumatizada.

Mientras el Sí invitaba a la confianza, al reencuentro, a la tolerancia y el camino común, el No –encarnación del discurso uribista- despertaba la sospecha, el desdén, la revancha, el temor. Nada muy distinto a las energías que motivaron el Brexit en Inglaterra y que hoy inspiran a Donald Trump en los EE.UU. Fuerzas de ésas que apelan a lo menos virtuoso de una cultura donde los proyectos colectivos están siendo reemplazados por los cálculos y las pasiones individuales; donde la democracia está cayendo presa de manipulaciones impunes a través de redes sociales que la confunden y alientan con datos falsos e interesados, y donde la política ha ido reemplazando, progresivamente, su deseo de ordenar a la comunidad en torno a causas que la enaltezcan por disputas de egos inescrupulosos.

Uribe aterrorizó a su país con la idea de que este acuerdo de paz llevaría a la guerrilla al poder, y de que Santos, un hombre eminentemente conservador, era un aliado de la ideología castro-chavista. Algo parecido a la amenaza que echó a correr Pinochet cuando fue plebiscitada su permanencia en el poder e intentó convencer a los chilenos de que si no estaba él, llegarían los comunistas al gobierno.

Uribe logró convertir a las Farc en el chivo expiatorio de la violencia colombiana, olvidando que la mayor parte de las 240.000 muertes acontecidas en las últimas décadas son responsabilidad del paramilitarismo que él mismo avaló. No quiero decir con esto que las Farc sea una bandada de palomas, pero pretender que es la única responsable de los horrores acontecidos en Colombia, es simplemente una mentira. Quien quiera verificar este dato, basta que acuda al Informe Nacional de Memoria Histórica que antecedió las negociaciones de paz. Ahí figuran con datos exhaustivos los porcentajes de estos crímenes adjudicados a la Fuerza Pública, a la alianza entre la ultra derecha armada y los cuerpos de seguridad del Estado, a los paramilitares y a la guerrilla.

Nadie en Colombia (ni en el mundo entero) esperaba el triunfo del No. Ninguna encuesta lo había anticipado, y hasta el mismísimo Uribe, según reconoció hace una semana, daba por sentado que ganaría el Sí. Lo mismo me había dicho José Miguel Vivanco, de Human Rigth Watch, que desde los comienzos se opuso a la solución de la justicia transicional. El único que, al parecer, conservaba la duda, era el comandante Timochenko, quien antes de conocerse los resultados escribió en dos papelitos diferentes lo que serían sus declaraciones para cada uno de los posibles resultados.

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Es cierto que desde el impacto inicial a hoy, 48 horas después, mientras escribo esta nota, las aguas se han calmado en parte. El presidente Santos llamó a dialogar a todos los sectores para salvar el acuerdo de paz. Álvaro Uribe, que carga con la responsabilidad de superar este impasse, ha puesto a sus representantes en la mesa de conversaciones recién instalada. Él es el protagonista absoluto de este momento. Para su mísera satisfacción personal, impidió que Santos inscribiera su nombre con letras doradas en los libros de historia colombiana.

Desde La Habana, Timochenko ha insistido en dos mensajes grabados que la insurgencia mantiene en pie su voluntad de cese al fuego y de continuar buscando la paz. Ellos saben que esta guerra ya no merece ser peleada. Entienden perfectamente que el mundo tomó otro rumbo. Quienes los miran desde las grandes ciudades sólo alcanzan a distinguir las nefastas consecuencias externas de sus actos, pero no el sueño extraviado que los motiva. Entre la guerrillerada, cunde aún la convicción revolucionaria. Repiten eslóganes que sólo al interior de la selva y lejos de la civilización triunfante pueden sobrevivir. Sus creyentes ingresaron a las Farc entre los 13 y los 15 años. Eran en su mayoría niños campesinos miserables. Hijos de familias que apenas podían mantenerlos, algunos raspadores de coca, analfabetos, obligados a elegir el mal menor. Todos los comandantes hoy bordean los 60 años, y partieron al monte cuando tenían 18, los más atrasados a los 20. Estudiaron, crecieron y maduraron en campamentos itinerantes, levantándose y acostándose para guerrear, generando una comunidad entremedio, con leyes y tribunales propios, y ceremonias, y oraciones.

Movidos por la negociación de paz, los comandantes salieron de ahí. Volvieron a interlocutar con el mundo sin mediar ráfagas de balas ni explosiones. Se adentraron en las tierras de la política. Y resultaron ser hábiles, mucho menos brutos de lo que cualquiera hubiera imaginado. Hoy no reclaman imposibles. Ellos no quieren volver a la guerra, y adivino que en estos momentos le deben temer tanto a la rudeza de Uribe como al extravío de alguna de sus tropas.

Saben, eso sí, que las Farc no pueden salir del monte como una simple banda de delincuentes. Arrastran una culpa que se han encargado de reconocer cara a cara con quien les ha pedido explicaciones. Aunque algunos prefieran pensar que son monstruos, han llorado ya varias veces en frente de las víctimas de su extravío. Son conscientes del odio que les espera en las ciudades, y ahora que en el plebiscito ganó el NO -no a darles la mano para cambiar juntos el devenir de su país-, lo deben estar padeciendo triplemente.

Uribe necesita humillarlos para asomar la cabeza del barro. Pararse sobre sus hombros y no hundirse en el pantano de las propias responsabilidades. Ellos sabrán hasta dónde están dispuestos a soportar. “Si las elites no aceptan este tratado de paz en que lo hemos entregado todo, nosotros terminaremos por tomar el poder, así sea en 10 o 20 años”, comentó en privado, días antes del plebiscito. el comandante Carlos Antonio Losada, a quién muchos suponen el sucesor de Timochenko.

La difícil negociación de paz que ahora comienza, será entre Álvaro Uribe y las Farc. El país quedó dividido “en dos mitades de fragancia”, como decía el poeta Gonzalo Rojas, pero este cuento no huele nada bien. Ojalá me equivoque.

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Santos-EFE (1)
El presidente Santos acaba de anunciar que el cese al fuego bilateral y definitivo pactado con las FARC culminará el 31 de octubre. Timochenko, desde su cuenta de twitter, respondió con una pregunta: “¿De ahí para adelante, continúa la guerra?”. Y el comandante Pastor Alape, por este mismo medio, ordenó: “Todas nuestras unidades deben empezar a moverse a posiciones seguras para evitar provocaciones”. (Redoble de tambores)

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