Secciones

Más en The Clinic

The Clinic Newsletters
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Cultura

28 de Julio de 2017

Prohibido hablar con el conductor

“Delitos de poca envergadura”, del escritor y editor Simón Ergas (“De una rara belleza”, “Tierra de aves acuáticas”), reúne relatos breves, cada uno ilustrado por Rafael Edwards, que retratan el absurdo, lo insólito o el sinsentido de algunas normas que hay que cumplir para mantener el orden público. No fumar en restoranes, no usar el baño para personas con discapacidad cuando no lo eres, no hablarle al chofer de la micro mientras va manejando, son algunas de estas normas, o pequeñas reglas, que vienen ilustradas en este libro. Acá, uno de los relatos llamado “La radio del vehículo puede funcionar con volumen moderado y siempre que ningún pasajero se oponga”.

Por

Cuando el chofer bajó de la micro para ayudarme con el coche de la guagua, me fijé por primera vez en sus aceitosos dedos. Eran asquerosos. Eran gruesos. Y esas gordas salchichas tomaron a mi hijita y alzaron su coche los dos peldaños que tenía la máquina. Monté detrasito, justo para pagar mi pasaje en el momento en que el chofer volvía a colocar una de sus manotas en el volante y la otra, envolvente como un saco de tripas, alrededor de la pelota que hace de palanca de cambio. Mientras tomaba asiento en el fondo y le metía el seguro al coche de la guagua, tomé conciencia de que los conductores hoy en día viajan enjaulados. Sin embargo, este hombre trabaja con la puerta de su celda destrabada. Quizás su trayecto no sea peligroso, quizás se sienta seguro con sus gigantescos puños de agua o protegido por los stickers que anuncian reglas del tránsito. Desde donde voy sentada en este instante puedo ver su mano derecha. Puedo, de reojo porque él me mira a través del espejo retrovisor, escudriñar los pliegues en esa especie de globo encinchado que dirige la micro humedeciendo el volante. A ratos la levanta para ajustar el espejo o recibir el pago de un pasaje y exhibe la huella pegajosa que tiene gastada la goma del manubrio. Se nota. Se siente. Sabe que está mojando todo. No puede dejar quieta la mano conduciendo. La mueve. La usa. La agita hinchada en el aire. No puede evitar que el exceso de agua escape por la malla de su piel. El calor tiene convertidas sus manos en vísceras que en cualquier momento reventarán empapándolo y dejando reptar su contenido por los pisos de latón. No sé cómo pretende hacerlo: ahora esa misma mano juguetea con las perillas de la radio del vehículo para oír algo o para entretener sus inútiles herramientas exageradas. La manera en la que aplasta la yema doblando el dedo índice es repugnante. Sus manos parecen completamente inútiles. Ufa, la radio se enciende a demasiado volumen. Ese orangután no va a poder controlarla si apenas, me imagino, es capaz de hacer click para quitarse el cinturón de seguridad. Cercioro el seguro del coche de mi guagua. Me paro y me desplazo colgando como un mono de las barandas superiores. Señor, suplico, baje la música a un volumen moderado. Él lo intenta. De verdad parece querer hacerlo pero sus gestos trogloditas no pueden contra el mundo de microcircuitos y pitutitos hasta que, sumado su esfuerzo al trabajo desinteresado de pavimentación, se produce un caos dentro de la máquina: un bamboleo producido por el zigzag para evitar un bache termina en un manotazo del chofer que deja una cumbia chillando al máximo volumen. Me sujeto de donde puedo. Veo a mi guagua al fondo del pasillo que está bien. Pero va a despertar. ¡Señor, la música va a despertar a la guagua! ¿No me oye? ¡¿No me oye?! ¡¿Tendrá llenas de agua las orejas también?! Es pura mala voluntad. Cruzo el umbral de su jaula y apago la radio. ¡Me opongo! Sus dedos enrojecidos de ira se alzan en busca de mi cuello para estrujar hasta que las marejadas de agua contenidas en sus membranas aplasten el tubito de aire que alimenta mis pulmones. ¡Me opongo!, lo enfrento. ¡No se le ocurra volver a poner la radio! ¡Es contra la ley! ¡No se le ocurra, ¿me oyó?! El conductor parece contener sus instintos y, más tranquilo, vuelto hacia el camino, firme el volante, tuerce increíblemente uno de sus brazos en el codo y otras articulaciones generadas por la grasa para cerrar la puerta de su celda y ponerse a salvo, a la vez que, con sus dedos horribles, golpetea chorreando una de las calcomanías allí pegadas: “Prohibido hablar con el conductor”.

DELITOS DE POCA ENVERGADURA
Simón Ergas
La Pollera Ediciones, 2017, 184 páginas.

Temas relevantes

#cuentos

Notas relacionadas

Deja tu comentario