Secciones

Más en The Clinic

The Clinic Newsletters
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Opinión

28 de Marzo de 2019

Respuesta de Roberto Bruna a la columna sobre perros asilvestrados de la Fundación Animal Chile

El periodista y escritor Roberto Bruna nos escribe la siguiente columna: Nunca he sido de intervenir en debates a través de los medios. Básicamente porque he aprendido, como periodista y conocedor de estos temas por cuestiones de reporteo, a mantener distancia de estas discusiones. Pero el tenor de la columna animalista escrita por Daniela Echeverría, […]

Roberto Bruna
Roberto Bruna
Por

El periodista y escritor Roberto Bruna nos escribe la siguiente columna:

Nunca he sido de intervenir en debates a través de los medios. Básicamente porque he aprendido, como periodista y conocedor de estos temas por cuestiones de reporteo, a mantener distancia de estas discusiones. Pero el tenor de la columna animalista escrita por Daniela Echeverría, directora de la Fundación Animal Chile, denominada “La ética asilvestrada del Estado”, me animó a romper esta norma personal no escrita, dada la aproximación que la autora tiene sobre este tema y la capitulación que trasuntan sus palabras frente a uno de los principales riesgos a la salud y seguridad públicas que enfrenta la sociedad chilena. No exagero cuando digo que la prudencia sugiere intervenir, tomar partido y responder a ideas que, por descabelladas e irrealizables, tienden a confundir a las personas y a empeorar una problemática que no sólo afecta a la fauna nativa y los semovientes que posibilitan la subsistencia de grupos familiares que pertenecen al mundo campesino, sino que también a las mismas comunidades de seres humanos, cuya pervivencia depende de los equilibrios ecosistémicos que hemos puesto en peligro ya sea por negligencia, ignorancia, falta de educación o simple codicia. Y el animalismo militante de tipo “mascotista”, hoy distante del ambientalismo, ha jugado un rol clave en profundizar algunas de estas causas.

Parto, en primer término, por saludar la defensa fervorosa que hace la autora de sus convicciones ideológicas. Siempre ha de ser loable la vinculación de una persona con temas que van más allá de su metro cuadrado, pero no puedo permitir que propague -sin cortapisas- un discurso que luce muy sensato en la forma, pero que es absolutamente descabellado y engañoso en el fondo, y que revela los niveles de fanatismo que alcanzan quienes hoy se autodefinen como “animalistas” frente a la grave crisis producida por los “perros vagos” o, mejor dicho, los “perros de vida libre” (o para ser más rigurosos aún: el problema de los perros de vida libre ocasionado por los humanos que los dejan en tal condición). Y hablo de fanatismo toda vez que la postura de estos grupos (a los cuales se les denomina “mascotistas” o “perristas”) renuncia a la racionalidad que debemos imprimir respecto de un problema que precisa de una política pública urgente, seria y responsable, una que ya no aguanta más demagogia ni sentimentalismos derivados de una prolongada exposición a la cultura Disney que tanto impregna a Occidente.

Ciertamente que el fenómeno es producto de la irresponsabilidad del ser humano, ya lo decía. Del ser humano, en consecuencia, tendrá que venir la solución, aunque discrepo con la directora de la fundación en cuanto a los procedimientos, ritmos y alcances. Lo que parece curioso es que la autora de la columna en comento insista en que la solución pasa por capturar a dos millones de perros (nada menos), “rehabilitarlos” (no sé qué quiere decir eso) y “adiestrarlos”. Sí, tal cual: adiestrarlos. No dice para qué, pero creo advertir que tal cosa serviría para reducir los niveles de agresividad de estos animales, de tal modo que dejen de comerse a corderos y pudúes. No quiso explicarnos si tal cosa se lograría matriculando a esos dos millones de perros en cursos de 40 alumnos correctamente sentados en sus pupitres y en doble jornada a objeto de cumplir con los plazos (la solución exige premura); no sabemos si debemos emplear la infraestructura de escuelas públicas o de particulares subvencionados para semejantes clases de reeducación que se me antojan masivas, ni bien intuimos qué tipos de metodologías pedagógicas pudieran resultar efectivas con perros que seguramente son un tanto inquietos y presentan bajos niveles de escolaridad; nada dice sobre la posibilidad de utilizar material audiovisual, o si es conveniente organizar talleres los sábado por la mañana, o si se contempla la posibilidad de echar mano a los didácticos powerpoint de Sergio Melnick, material especialmente confeccionado por un chanta para seres con un rasante nivel de comprensión.

¿O los someteremos a una especie de “Método Ludovico” perruno, como vimos en un capítulo de Los Simpsons? Ruego al lector que perdone la ironía, pero mientras no escuche ideas respecto de cómo y dónde conseguir los recursos necesarios para tan titánica empresa (repito: pillar, “rehabilitar” y “adiestrar” a dos millones de perros), la idea se continuará prestando para la chacota. ¿Cuántos adiestradores necesitaríamos para evitar que dos millones de perros dejen de causar estragos en zonas rurales, asentamientos humanos y zonas protegidas? ¿Hay conciencia sobre este número? Terminado el curso de rehabilitación y adiestramiento, ¿esos dos millones de perros serán entregados en adopción? ¿Dónde encontramos a dos millones de personas dispuestas a adoptar a un can? ¿Los retornaremos a su nuevo “hábitat” silvestre, confiando en que el proceso reeducativo rendirá sus frutos? ¿Le haremos exigible a los perros una carta de compromiso que haga posible una coexistencia pacífica con zorros y pumas? ¿Haremos que los perros re-educados se comprometan en un acto solemne, una especie de ceremonia de graduación para perros bien portados?

La locura de una era marcada por la soledad y la pesadumbre

Esta absurda suposición se enmarca en el delirio posmoderno que marca a las atribuladas sociedades de Occidente, cuyo vaciamiento ético y estético ha dado pábulo a la emergencia de movimientos “pro-vida” o “antivacuna” que han hecho de su creencia un acto de fe, uno que busca legitimidad en el campo de las emociones (se procesa en el pecho, no en la cabeza) para desafiar impúdicamente a la ciencia en el terreno de la razón.

El imperio posmoderno de la subjetividad, tan antihumanista como atomizador -en tanto plantea, y con éxito, una renuncia a los grandes relatos comunes y sacrifica proyectos de transformación social en pos de cautelar las “microrrealidades”- viene a explicar este empecinamiento del mundo animalista por ensalzar la nobleza de los animales por la vía de conferirles rasgos humanos (la personificación del animal se advierte en frases como “los animales tienen mejores sentimientos que los humanos” o “mi perro me acompañó y me comprendió como no lo hizo ninguna persona”), lo que constituye un arresto de especismo tan arrogante como contradictorio toda vez que pone al ser humano en el centro de su irreflexivo plan moralizador, que es todo lo que el movimiento dice combatir. Dicho de otro modo: el animal se ennoblece porque parece humano. Huelga recordar que el comportamiento animal se ciñe a un diseño genético, en ningún caso a un razonamiento de tipo moral. Esta amoralidad explica que un perro que muerde a una persona jamás pueda responder ante un tribunal por la gravedad del acto cometido. Por más que debemos procurar un buen trato hacia los animales (el maltrato rebaja la dignidad humana y la indiferencia a su dolor puede revelar un claro indicio de psicopatía), el sacrificio de los mismos en ningún caso supone un genocidio equivalente al sufrido por judíos y gitanos a manos del imperio nazi. He escuchado tal analogía en mis labores de reporteo.

Ni sentido tiene a estas alturas insistir en que la eutanasia está plenamente vigente en el resto del mundo y que es un método de control poblacional defendido, con mayor o menor agrado, incluso por organismos intergubernamentales reconocidos por Naciones Unidas (lo dice con claridad la Organización Mundial de Sanidad Animal) y por las más reconocidas organizaciones veterinarias y científicas del mundo dedicadas a esta materia (tenemos a la Sociedad Mundial para la Protección Animal, actual WAP y ex WSPA; la Sociedad Humanitaria de EE UU (HSUS); y en Chile la Red de Investigación en Zoonosis Emergentes y Re-emergentes). Pero parece que nada de esto tiene sentido para el perrista chilensis, pues el discurso científico hoy día tiene el mismo valor que cualquier otra superchería posmoderna y new age.

Del mismo modo, tampoco me queda muy clara la conveniencia de insistir en campañas masivas de adopción, hasta ahora la única fórmula (poco realista, por lo demás, aun cuando se le combine con un plan masivo de esterilización) que ofrecen los defensores del perro libre a fin de salir de este embrollo. Hasta aquí han sido inútiles, y seguirán siéndolo en la medida que no eduquemos a niños y adultos respecto de los enormes costos, sacrificios y compromisos que exige la tenencia responsable. Cuanto antes podamos crear conciencia sobre este aspecto, cuando antes les hagamos entender a tantos ciudadanos que los perros crecen, comen, engordan, mean, cagan, ladran, sufren, enferman y necesitan espacio; cuando las personas, digo, dejen de utilizar a un ser vivo sólo para reafirmar su autoestima o bien para reforzar su singular sistema de creencias que le permite comprender el mundo, sólo entonces tendremos a chilenas y chilenos que dejen de considerar a los animales como a juguetes que pueden abandonar una vez que haya pasado en ellos el encanto y la ternura que estos seres despiertan siendo cachorros. No todas las personas son aptas para tener animales, del mismo modo que no todas las personas son aptas para tener hijos ni convertirse en padres. Digámoslo con franqueza. Insistir en la universalidad del don es voluntarista.

¿Es que cuesta tanto entender que no podemos exponer a las personas a la posibilidad de sufrir un ataque, por más mínima o remota que ésta sea? ¿Por qué un transeúnte debe cambiar su ruta por temor a un ataque de estos ejemplares “comunitarios”, de cuyas acciones nadie se hace responsable? Resulta hasta chistoso escuchar a doglovers descartando con tanta seguridad un ataque por parte de sus perros cuando los echan a correr libres por calles y plazas. ¿Cómo alcanzan ese nivel de seguridad? ¿Se tomaron un café con el animal y éste se comprometió a portarse bien? Nuevamente observamos aquí la misma personificación de la mascota, al atribuirle la previsibilidad del pensamiento lógico. Este es otro rasgo de la era en curso: la necesidad que muchos de explicarse la vida apelando a su propia experiencia personal, tentación en la que caen incluso las personas más inteligentes que intervienen en las redes sobre infinidad de temas (el “es así porque a mí me pasó” es frase en boca de médicos, abogados internacionales, etc.). Y esta tendencia resiste pese a la certeza que podemos tener sobre un punto: que vuestro perro te acompañe y te comprenda mejor que un humano no convierte a todos los perros en potenciales psicólogos, amigos entrañables o émulos de Pilar Sordo. Que sea manso y bien portado, lo mismo.

So pena de parecer majadero, quisiera compartir aquí una reflexión postrera sobre la psiquis animalista-perrista como consecuencia de la sobredosis de pensamiento neoliberal observado en las últimas décadas, pensamiento que echa raíces en el desprecio por lo público (en este caso, el desprecio por el espacio público, toda vez que el perrista dispone de él como si fuera el patio de su casa) y que se fortalece gracias a la misantropía que sobreviene al clima de competencia brutal y permanente al que hemos obligado a vivir a tantos millones de seres humanos, favoreciendo así conductas anómicas, egoístas y caníbales, y que lleva, en último término, a profundizar la desconfianza –si no el más franco menosprecio- hacia la especie humana en su conjunto, que es el último paso antes de suponer que los animales son los únicos seres vivos que merecen respirar sobre la faz de la Tierra. (Perdón: donde digo “animales”, cambiar por “perros”). A ellos sumemos la soledad en que vivimos y entenderemos que el cóctel antropofóbico está completo y servido.

Sumemos otro atributo de la cultura neoliberal tan manifiesto en estos grupos, y del que seguro son inconscientes: el desinterés por el impacto que las acciones humanas generan en la vida comunitaria y nuestro entorno, indiferencia que vemos replicada incluso en nuestros políticos que, imbuidos por la demagogia y el temor a la funa perrista, aceptaron legalizar la figura del “perro comunitario” en la desternillante “Ley Cholito”, acaso uno de los grandes mamarrachos jurídicos de nuestra era.

Legisladores, autoridades y funcionarios públicos han justificado su inacción ante este fenómeno debido al enraizamiento del perro en la cultura popular, convirtiendo así a esta “entidad” en una construcción folclórica defendida por nuestra industria cultural y líderes de opinión; es también una figura clave dentro de ese universo de clichés que forma parte de la iconografía publicitaria, y en una expresión costumbrista que merece ser preservada aun a riesgo de poner en jaque la seguridad de personas y especies protegidas, cosa que no se tolera en ningún país serio del mundo. Consentirá la autora de la columna en cuestión que el argumento culturalista carece de calidad, pues el piropo callejero hacia las mujeres también es una práctica cultural, pero no por eso debemos renunciar a extirparla de nuestra convivencia.

Por último, resulta sorprendente el empecinamiento de los chilenos en mantener a nuestro país como una anomalía estadística, una caso aberrante, una rareza que se repite, a modo de ejemplo, con la mantención de un sistema de capitalización individual que ha fracasado como eje central del sistema de pensiones, un sistema que ningún país está dispuesto a importar desde Chile, ni siquiera los países ricos donde las tasas de retorno pueden ser mejores en virtud de los sueldos que perciben los trabajadores, como así tampoco en los países más envejecidos del orbe, donde (según los más mentirosos) el sistema de reparto ya no sería sostenible. Con los perros de vida libre ocurre lo mismo: ¿hay otro país en el mundo donde esta fijación casi enfermiza llegue al extremo de poner en riesgo la seguridad de animales que son mucho más importantes para el equilibrio ecológico y tanto más valiosos para el patrimonio natural? ¿Hay algún país en el mundo donde la población de “perros de vida libre” supere el 10% de la población de humanos y sus políticos opten por lavarse las manos por temor al denuesto mascotista y al linchamento por redes sociales? ¿El mundo enloqueció y nosotros estamos en lo correcto? ¿Alemanes y japoneses cachan menos que nosotros respecto a, por ejemplo, la tenencia de los animales y los sistemas de pensiones?

No sé. A mí me resulta muy difícil de creer algo así.

Culminando esta invocación a la cordura, se despide muy atentamente

Roberto Bruna
Periodista y escritor

Notas relacionadas