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Reportajes

7 de Septiembre de 2019

Las Condenadas: Una dulce historia de reinserción

Se llaman Las Condenadas y son unas galletas y panes de pascua de lujo hechos por mujeres que estuvieron privadas de libertad y que ya cumplieron su condena. Esta es la historia de cómo la idea de dos amigos que querían hacer algo que tuviera un impacto social, terminó convirtiéndose en una dulce alternativa de inserción.

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Independencia profunda. Casas bajas de cemento, tiendas de género y talleres mecánicos. En la esquina de una calle pequeña, un galpón que tiene un mural colorido con los grandes ojos de una mujer. Tocas el timbre, entras por una puerta metálica, subes hasta el segundo piso y ahí, detrás de una puerta de plásticos colgantes, hay varias estaciones de cocina: hornos industriales, congeladores y mesones plateados de aluminio. 

Frente a uno de ellos, cinco mujeres con el cabello cubierto por una mallita: dos, empacan unas pequeñas galletas de mantequillas en cajas. Las otras tres, están frente a una gran olla llena de una masa con nueces, almendras, frutas confitadas, pasas. Una de ellas amasa la mezcla con las manos. Las otras forran con papel unas pequeñas fuentes para queques antes de verter la mezcla en cada una de ellas. En una de sus manos, un tatuaje: dos elefantes abrazados que sostienen un globo en forma de corazón. Hasta hace poco cada una de las cocineras estuvo privada de libertad. Dice la dueña del tatuaje de elefantes: “Yo estuve diez años adentro. Igual te acostumbras. Pero lo más difícil fue que mientras estaba en la cárcel, perdí a mi mamá”. “A mí me daba miedo que mi hija se olvidara de mí. Entré cuando ella tenía un año y cuando salí, ya había cumplido los cinco. Pero me fue a buscar y ahora está feliz conmigo”, dice otra, mientras amasa la mezcla del pan de pascua. Ambas ya cumplieron su condena y ahora trabajan aquí, haciendo estas deliciosas galletas de sésamo, almendra, mantequilla y coco y panes de pascua de infarto, de lunes a viernes, en un emprendimiento del comunicador audiovisual Rodrigo Agliati y el ingeniero agrónomo Paolo Garbarini que busca darles una posibilidad de trabajo real, concreta y de calidad a mujeres que estuvieron privadas de libertad. El nombre de la marca: Las Condenadas

Rodrigo Agliati y Paolo Garbarini.

Rodrigo y Paolo fueron compañeros de colegio en el Sagrados Corazones de Manquehue. Cuando egresaron, siguieron siendo amigos y luego, se convirtieron en vecinos. A pesar de que ambos habían seguido caminos distintos – Rodrigo tiene una productora audiovisual y Paolo trabaja en la Viña Ventisquero como agrónomo – siempre se decían lo mismo: qué ganas de hacer algo juntos que genere un cambio. Algo que tenga un impacto social. Se involucraban en causas: fueron a colaborar en la reconstrucción de casas después del terremoto del 2010 a Boyeruca, después asistieron a algunas familias para el incendio de Valparaíso el 2014, estuvieron presentes en la ayuda luego del tsunami de Tongoy. Y junto con otros compañeros del colegio, reconstruyeron el pueblo de Papalillo cuando fue el incendio en el sur: lograron poner en pie 25 casas que les dio Desafío para Chile, rearmar el pueblo y que otras empresas se sumaran de tal manera que Papalillo se convirtió en la primera villa sustentable de Chile. Hoy el pueblo tiene casas con paneles solares y material reciclado. Sin embargo, no se sentían satisfechos con eso. “Se terminaba el desastre natural y volvíamos a lo mismo”, cuenta Paolo. Hasta que un día mientras estaban en un asado, le contaron a un amigo que trabajaba en el Ministerio de Justicia de esta inquietud que tenían. “¿Y por qué no lo han hecho?”, les preguntó él. “De huevones nomás”, le respondieron ellos. Al día siguiente se pusieron a trabajar. Era fines de 2017. ¿Qué hacer? Panes de pascua, respondió Paolo. Todas las navidades, preparaba la receta de su bisabuela, abuela y madre, para regalarles a sus amigos y a la gente que le había ayudado durante el año. Le gustaba cocinar y la idea era pasarlo bien. Así es que propusieron levantar un negocio de panes de pascua y galletas en la que pudieran dar una oportunidad de empleo a las mujeres que cumplían su condena y a quienes les costaba encontrar una oportunidad de trabajo una vez que estaban en libertad. 

Se dirigieron al ministerio de Justicia y a Gendarmería. Justo había un paro por el caso de un gendarme detenido. Nadie podía entrar ni salir de la cárcel. Ahí se dieron cuenta de que no podían tener la cocina de su negocio al interior del centro penitenciario, como habían pensado. “Hay muchas personas y fundaciones ayudando adentro de la cárcel. La necesidad era más grande afuera, cuando las chicas salían en libertad. Ahí tienen poco apoyo o casi nada. La gente ve sus papeles manchados y no las contratan”, dice Rodrigo. “Por eso les pusimos Las Condenadas: porque están condenadas por el resto de la vida con sus antecedentes. Cuando salen de la cárcel después de cinco o diez años, nadie les da la opción de hacer algo y se ven obligados a delinquir nuevamente. El 47% reincide después del primer año en libertad y el 70% en el segundo. Pero hay gente que puede y quiere cambiar. Queríamos dar esa oportunidad”. 

Para la navidad de 2018 se propusieron una meta: hacer mil panes de pascua. En noviembre encontraron el espacio del Cowork en Independencia y empezaron trabajando con Gabriela, quien ya había cumplido su condena. “Díganme qué hago, pero yo no sirvo para nada”, les dijo ella apenas llegó. Era la primera vez que tenía un empleo formal y su autoconfianza estaba rota. Se pusieron a hacer las muestras con la receta familiar. Paolo empezó a darles de probar a sus amigos un poco de los panes. Luego les contaba la historia: esto está hecho por personas privadas de libertad. ¿De verdad?, le preguntaban. Al poco rato surgían otras las inquietudes: ¿Las almendras están peladas dentro de una celda? ¿Hay que pasar esto por un detector de metales? ¿Vienen con celulares adentro? Ahí Rodrigo y Paolo entendieron que tenían un estigma que derribar. Así se propusieron hacer un producto de calidad superior. “Teníamos que demostrarle a la gente que hay personas que salen de la cárcel y que pueden hacer las cosas tan bien o mejor que cualquiera. Teníamos que hacer algo tan rico y tan atractivo que ni siquiera entraran en esa discusión. Al contrario, algo que todos dijeran: está increíble”.  Hicieron los mil panes y los vendieron en cuatro días. La gente que los compró les dio las gracias por lo ricos que eran. “Fue un gran regalo de navidad”, les dijeron. Entonces validaron su nueva marca y se propusieron a contratar más mujeres para ser parte del equipo de Las Condenadas.

Ximena y Loreto llegaron temerosas en mayo de este año al Cowork de Independencia. Ximena había salido en libertad en marzo y Loreto, hacía pocos días. Ambas habían estado detenidas durante un año y medio por tráfico. Ambas, habían estado dentro de la cárcel en un programa de reinserción que les enseñaba a las internas a formar sus propios emprendimientos. Pero alguien les habló de que en Las Condenadas buscaban gente para hacer panes de pascua y galletas, que daban contrato indefinido y beneficios. “Quería demostrarles a mis hijos que no quería hacer lo mismo, que iba a cambiar para ellos”, dice Loreto. Ximena también quería darle otra impresión a su hijo de seis años. El 2012 había estado interna, pero entonces no le importó demasiado. Pero esta segunda vez fue distinto: ya era mamá y se había perdido uno de los cumpleaños de su niño y los actos del colegio. Esas cosas le pesaban. Ahora podía elegir entre formar su propio emprendimiento o entrar a trabajar con Paolo y Rodrigo. “Nos explicaron cómo era todo y me gustó. Dan hartas facilidades que en otro lugar no nos iban a dar. Como estamos recién en libertad, de repente tienes que hacer trámites y acá nos entienden. No estaba acostumbrada a recibir órdenes y a distribuir la plata, antes gastaba y gastaba nomás. Pero hemos aprendido”, cuenta Ximena. “Me gustó su manera de ser. Era la primera vez que trabajaba así con contrato. Al principio me costaba levantarme temprano porque antes me acostaba y me levantaba tarde, era otro estilo de vida”, explica Loreto. 

Luego, llegó Valeria. En octubre de 2016 había caído con una sentencia de cinco años y un día por robo después de largos años de adicción que comenzaron cuando su madre falleció el 2010. Nadie en su familia había estado presa alguna vez. Entonces Valeria se dijo a sí misma: “Tengo dos opciones: cambio y hago las cosas bien o me sigo drogando porque acá adentro hay más droga que afuera”. Aguantó firmemente los dolores de la abstinencia y dejó de consumir. Después ganó beneficios por buena conducta como salir los sábados. En la cárcel, tomó un curso de Infocap y se especializó en panadería y pastelería. Aunque aún cumple su condena – saldrá en libertad en abril de 2020 – este año llegó a Las Condenadas para hacer su práctica de tres semanas. “Cuando terminé, quedé triste. Acá quedó todo, pensé”, dice ella. Pero su desempeño había sido tan bueno que sus jefes decidieron contratarla. Hoy sale todos los días del centro penitenciario para trabajar y regresa solo a dormir. “Me gusta. Me sirve para poder ver la calle y tener un sueldo no es malo. Lo mejor es el trato que tienen con nosotras. Empatizan mucho. Eso es difícil: no cualquier empresa contrata a una persona que cometió robo con violencia, siempre van a estar como desconfiando. Acá me siento bien, no como la niña que viene de la cárcel a trabajar. Soy una persona más. Siento que mi familia ni yo nos merecemos sufrir más y me estoy dando la oportunidad”, afirma. 

Luego se sumó Paula, que había salido en libertad después de diez años presa. No sabía que al llegar ya estaba embarazada de pocas semanas. Cuando se enteró, se asustó: pensó que la iban a despedir. Pero Paolo y Rodrigo le explicaron que no, que tenía derecho a su pre y post natal y que seguiría trabajando con ellos. “Muchas personas que pasan por la cárcel son olvidadas por la sociedad, por el Estado, por todos”, explica Paolo.

“Son mujeres grandes, de 35 años, que tuvieron trabajos antes y cuando les preguntamos cuál es su AFP, nos dijeron: “¿Qué es eso?”. Están fuera del sistema. Nunca les hicieron contrato. Por eso hablamos de inserción y no se reinserción porque nunca han estado insertas”, añade Rodrigo.

Los dos también han pedido ayuda a fundaciones para brindarles apoyo psicológico y social a sus empleadas. “No solo necesitan trabajo, también otras cosas que yo llamo competencias urbanas: estuvieron mucho tiempo en un sistema que les enseñó a funcionar de cierta manera y ahora necesitan aprender a hacerlo de otro modo. Además, tienen otros requerimientos: recién están en libertad, vienen desde muy lejos y la mayoría tiene que ir a dejar a sus hijos al colegio. Por eso entran a las diez. Aquí hay un tema de equidad de género”, dice Paolo. Gracias a esta flexibilidad han logrado el compromiso de ellas con su trabajo. Ximena cuenta: “Todo es nuevo para nosotras: hasta andar en metro o micro. Yo antes andaba en mi auto o en taxi para todos lados. Ahora en metro andaba toda perdida. Pero estamos contentas con lo que estamos haciendo”.

Hasta ahora Las Condenadas llevan 1200 delitos evitados gracias a la opción de trabajo que han dado. Su meta es llegar a los 100 mil delitos evitados y este año, hacer diez mil panes de pascua. Por ahora, venden sus productos en 15 cafeterías, también por redes sociales (@lascondenadas) y a empresas, que quieren hacer regalos con historia y sentido a sus trabajadores: cada empaque lleva la historia que hay detrás de las galletas y los panes. La Navidad pasada les escribió un señor dándoles las gracias porque gracias a uno de sus panes y de la historia que contaba, había tenido por primera vez una conversación profunda con su hija. “Nos importa contar la historia. Nosotros no vamos a poder darles empleo a todas las mujeres que salgan en libertad que son diez mil, pero sí podemos transmitir el mensaje y que otros empresarios también se sumen a la causa y empiecen a dar una oportunidad”, dicen sus creadores quienes aún subsidian el emprendimiento, aunque esperan que este año ya puedan generar ganancias para que sea solvente y próspero. 

A sus trabajadoras ambos les dicen “princesas”. La idea es que las princesas estén un máximo de dos años con ellos para que después puedan optar a mejores ofertas de trabajo y ellos puedan ir recibiendo siempre a otras que recién se enfrentan a la vida después de la cárcel.  “Fijamos tres pilares: reinserción, risa – lo tenemos que pasar bien haciendo esto – y responsabilidad: en el producto que estamos haciendo, de no pagarles menos, de no alargarles los tiempos de producción. Nos respetamos mucho. Ellas nunca se han llevado ni una galleta para su casa sin pedirla”, cuenta Rodrigo. 

En la cocina del segundo piso del galpón en Independencia, Ximena y Valeria guardan las galletas de mantequilla en cajas de distintos tamaños. Mientras Loreto, Gabriela y Paula pesan las fuentes de panes de pascua para que queden exactamente en un kilo. Paolo, también con una mallita que le cubre el pelo, conversa con ellas animadamente.

“Antes dormía saltando. Ahora vivo más tranquila y disfruto las pequeñas cosas. Antes si tenía plata, iba con mi hijo al mall, ahora no encuentro que eso sea paseo. Ahora lo llevo al parque. Tengo más tiempo para él. A veces piensas que lo material es todo, pero no es así”, cuenta Ximena. “Yo era impulsiva, contestaba mal, me daba la vuelta y me iba. Ahora me relaciono con más gente, estoy valorando estar con mis hijos. Mi familia ha visto el cambio que he hecho. El trabajo me está sirviendo para recuperar la custodia de mis hijos que ahora están con mi cuñada”, dice Loreto. 

Luego, llevan los panes de pascua al horno que se turnan para ocupar con las otras cocinas del lugar. Las princesas limpian el mesón de aluminio y lavan la gran olla en la que mezclaron el pan de pascua. Salen de la cocina y bajan al primer piso. Buscan su almuerzo. Se abre la puerta metálica y salen, contentas, al exterior.

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