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12 de Marzo de 2020

Michaël Foessel, filósofo francés: ¿Qué tipo de racionalidad debe ser puesta en obra para resistir a las potencias del fanatismo?

Michaël Foessel es profesor de Filosofía en Francia (Ecole Polytechnique de París) y acaba de publicar en Chile el libro La noche. Vivir sin testigo, donde se plantea que pensar la noche es pensar la manera en que la oscuridad cambia nuestra percepción, transforma nuestra relación con los otros y abre nuevas perspectivas políticas. Autor de Recaídas. 1938 (2019), El tiempo del consuelo (2015), Después del fin del mundo: crítica de la razón apocalíptica (2013), Estado de vigilancia: crítica de la razón securitaria (2011), entre otros, está en Chile. Estudioso de las promesas incumplidas por la modernidad, por el problema del Estado de vigilancia, la despolitización de las políticas, los milenarismos y por los pensamientos apocalípticos que asedian nuestro siglo y el uso político que se hace de ellos, el martes 10 de marzo, ofreció la conferencia inaugural del año académico del Instituto de Filosofía UDP, titulada “Potencias de la infancia”. El domingo 16 de marzo a las 12:00, el profesor Michaël Foessel participará en el coloquio de Perros, frente al MAC, donde ahondará en el tema de la infancia.”El niño es una figura de la fragilidad que guarda un potencial: el del asombro, la contemplación, la actividad no instrumental. Todas cosas que espantan a las sociedades autoritarias, pues las potencias frágiles de la infancia son intraducibles a la lógica vertical del poder. El niño no deja de cuestionar, vuelve a poner en juego el desacuerdo cada vez que una respuesta no le satisface. Se obstina contra los objetos aunque sean más grandes que él. Se vuelve exasperante a fuerza de no someterse a la retórica de lo imposible que es la de los poderes políticos y económicos. En este sentido, es una magnífica figura de la perseverancia democrática”, afirma.

Por

Acabas de publicar en Chile un libro sobre el tema de la noche. Es un libro que trata la cuestión de la soledad (“Vivir sin testigo” es el subtítulo), pero también la de la política, un libro en el que no buscas solo pensar las condiciones de la percepción y el encuentro en la oscuridad, sino también la cualidad de la luz. Paradójicamente, afirmas allí que la noche no determina un cese de la mirada y del saber sino, por el contrario, que en la noche vemos más lejos y de otro modo. ¿Cómo lo haces para volver al día? ¿Hay dos sujetos de la filosofía o solo uno? ¿La relación entre la noche y el día es del orden del antagonismo, o bien algo de la noche (¿de la soledad?) pertenece también al día?

Efectivamente, abordé la noche más como un elemento que como un objeto. Más allá de las definiciones privativas de la noche (en las que sería la ausencia de día), me pareció que lo nocturno constituye un espacio de experiencia que altera y, ciertamente, modifica nuestras subjetividades. De allí viene la dificultad de volver al día: lo oscuro, en esto similar al exceso de luz, implica una reaclimatamiento de la mirada. Según el modelo que nos legó la filosofía platónica, el sujeto de la razón debe primero hacer un esfuerzo por salir de la caverna, aprender a mirar la luz (es decir, la verdad) de frente y para ello debe evitar el mundo de las ilusiones. Encontramos esta misma escena metafórica en cierta filosofía de las Luces que parece privilegiar sistemáticamente la transparencia del día, la claridad y la distinción de las ideas por sobre el oscurantismo. Por el contrario, un cierto romanticismo nocturno reacciona a esa promoción racionalista del día poniendo en juego la noche contra la evidencia diurna, el pasado contra el presente, etc. Mi libro es un intento de salir de esa dicotomía que fija de manera especulativa la oposición entre el día y la noche.

Se trataría de dos sujetos, entonces…

En este sentido, no opondría dos sujeto, uno perteneciendo al día y el otro a la noche. Es más bien lo que está entre los dos, el claroscuro o incluso el alba o el crepúsculo lo que me interesa. Por supuesto, el sujeto diurno es alterado por la noche. La imagen del búho lo muestra bien: devenir un animal nocturno es acostumbrarse a ver de otro modo, es decir, de acuerdo a criterios que no son los de la claridad y la distinción. Es también aprender a cambiar un sentido por otro: dada la ausencia de luz, sobre todo el tacto o el oído sustituyen a la visión. Pero esta modificación de la mirada y el desorden de los sentidos son posibilidades fundamentales, le pertenecen al humano. No estamos asignados ni al día ni a la noche, sean cuales sean nuestras preferencias subjetivas en esta materia. Es, por lo demás, una dimensión constante de los poderes autoritarios: transformar la noche en una especie de desierto de la experiencia o en espacio al que son relegadas las formas de vida hechas minoritarias.

¿Cómo?

He intentado restituir esta dimensión política insistiendo en la liberación de las miradas que permite la noche. No ver bien es también aceptar no escrutar todo, ejercer una cierta indulgencia de la mirada. En este sentido, las luces blancas del capitalismo técnico, los neones que inundan los espacios abiertos las 24 horas y se acoplan tan bien a la vigilancia son técnicas horribles y autoritarias que nos instalan en un régimen único de la percepción. Ahora bien, debiera seguir siendo posible experimentar la noche, aunque solo sea para convocarla a plena luz del día. Se dice de alguien que actúa de manera indulgente que “cierra los ojos” sobre tal o cual acción reprehensible. Se trata aquí de algo de la noche (el hecho de no ver claramente, de renunciar a juzgar) que le pertenece también al día. La noche ya no es entonces la parte del tiempo cósmico que la humanidad laboriosa habría destinado al sueño. Se vuelve una capacidad que puede usarse a toda hora para hacer variar nuestras percepciones y neutralizar nuestros juicios.

Me parece que tus dos últimos libros, Récidive. 1938, y La noche.Vivir sin testigo, describen perspectivas políticas diferentes entre sí. Enuno hablas de la sorpresa y de una relación con la belleza vivida de un modo igualitario, democrático.En el segundo, planteas en el que la cuestión no es el fascismo sino lo que lo vuelve posible. Este niño, dices tú, también somos nosotros, “herederos del nazismo”. ¿La fragilidad de nuestros sistemas democráticos solo encierra peligros? ? ¿Por qué pensar la política a partir de la infancia?

Récidive es más un libro de intervención que una investigación filosófica, incluso si hay cuestiones más teóricas implicadas. En cierto sentido, es a la cara tenebrosa de la historia a lo que me quise abocar, mientras que La noche busca distinguir lo nocturno de lo tenebroso. Pero es cierto que el año 1938, que fue el de una radicalización derechista de la sociedad francesa y de sus elites, me hizo salir brutalmente de la temática de la inocencia. A menudo las democracias son presentadas como débiles por esencia: en ella se discute, se parlotea o se hace huelga, mientras que los regímenes autoritarios deciden y valorizan el trabajo.

Siempre, de fondo, está la fragilidad de la democracia…

En periodos de crisis generalizada (hoy como en 1938), estos discursos sobre la debilidad de la democracia están de vuelta, como si nos prepararan mentalmente para el abandono de la democracia. Ahora bien, he intentado mostrar que la Francia de 1938 no era débil porque era democrática, sino que era débilmente democrática, lo que justamente la expuso a la ruptura fascista del régimen de Vichy. Puede decirse aquí que no se pasa del día a la noche sin mediación, sino que hay una especie de aculturación a las soluciones autoritarias.

¿Qué es es lo que reivindicas?

Frente a esos falsos discursos sobre la debilidad de las democracias, reivindico por el contrario la fragilidad de las sociedades democráticas. Esta fragilidad está hecha de la ausencia de un punto de vista superior desde el que pueda decirse lo justo y lo injusto. Es lo que Lefort llama el conflicto o Rancière el desacuerdo, algo que es a la vez el origen y el horizonte de la democracia. Esta fragilidad no debe ser combatida sino, por el contrario, reivindicada como aquello que puede acoger reivindicaciones y formas de vida alternativas. En este sentido, efectivamente existe un vínculo entre la democracia y la infancia. Lo comprobamos negativamente en el hecho de que los regímenes totalitarios hayan buscado siempre militarizar la infancia, conducirla al regimiento para que ya solo sea un anuncio de la figura del amo o del soldado. El odio a la fragilidad coincide aquí con el odio a la inocencia, es la razón por la cual he sido tan sensible a la difamación fascista de la infancia en la prensa de 1938. El niño es una figura de la fragilidad que guarda un potencial: el del asombro, la contemplación, la actividad no instrumental. Todas cosas que espantan a las sociedades autoritarias, pues las potencias frágiles de la infancia son intraducibles a la lógica vertical del poder. El niño no deja de cuestionar, vuelve a poner en juego el desacuerdo cada vez que una respuesta no le satisface. Se obstina contra los objetos aunque sean más grandes que él. Se vuelve exasperante a fuerza de no someterse a la retórica de lo imposible que es la de los poderes políticos y económicos. En este sentido, es una magnífica figura de la perseverancia democrática.

Has publicado un libro sobre el tema del consuelo y has trabajado sobre la aflicción pero también sobre el miedo. ¿Piensas que la filosofía no ha pensado tanto las emociones y que debe darle un nuevo tratamiento?

Sería muy exagerado decir que la filosofía no ha pensado las emociones. Puede ser, en cambio, que haya intentado interpretarlas desde un saber racional “frío” o moral. Incluso sobre ese punto habría que matizar: Platón le da un gran lugar a la cólera (thymos) como potencia de movilización del alma, así como Aristóteles hace de las emociones el aspecto central de su ética. Lo que es cierto es que la filosofía moderna se interesó más por las pasiones que por las emociones (lo sensible como aquello que nos mueve). Me parece que eso es consecuencia de la importancia del dualismo entre el alma y el cuerpo legado por Descartes. El problema se vuelve entonces el de la explicación de las pasiones, de su manejo por parte de la razón y de su dimensión antropológica. Puede decirse que esta secuencia sobre las pasiones del alma se detiene a fines del siglo XVIII, en provecho de nuevos acercamientos a lo sensible, más inclinados hacia el sentimiento.

¿Por qué?

Lo que yo he hecho es trabajar más sobre los sentimientos que sobre las pasiones, en particular sobre su articulación con la democracia definida como forma de sociedad. La aflicción, lo íntimo, el miedo me interesan en tanto dimensiones del hombre democrático, pues cada uno de esos sentimientos plantea con nuevas bríos la cuestión de la igualdad. Eso es claro en cuanto al miedo que, ya en Hobbes, es una potencia de igualación (todos son iguales ante el miedo a la muerte violenta). Eso es verdad también respecto a lo íntimo: he intentado mostrar que su democratización constituye una conquista moderna (pensemos en la causa feminista u homosexual, en los dos casos puede hablarse de “derecho a lo íntimo”). Me parece que existe un régimen igualitario del sentimiento que permite abordar la democracia a partir de lo que Rancière llama el “reparto de lo sensible”. Me pareció interesante explorar lo que la democracia le ha hecho a la esfera de los sentimientos, eso con la idea de que la libertad y la igualdad se encarnan también en modos del “sentir” y relacionado con el hecho de que los procesos de desdemocratización puedan volverse legibles a la luz de la degradación de lo íntimo, o de una cierta negación de la aflicción.

¿Cómo?

De todo modo, claro, los sentimiento pueden tener un sentido político positivo. Es sin duda el caso del miedo, en la medida en que no se lo transforme en pulsión de hostilidad o en angustia securitaria. No se trata sin embargo de caer en el sentimentalismo o en las políticas de lo compasional: desde este punto de vista, sigo siendo kantiano. Es más bien del lado del juicio estético, de lo que Kant llama “modo de pensar extensivo”, posibilitado por el sentimiento de lo bello como algo compartible, que se puede intentar encontrar dimensiones políticas. Me parece que la gran pregunta sigue siendo: ¿desde qué experiencia sensible auténtica puede juzgarse su desvalorización comercial o autoritaria? El problema, bastante complejo, es tanto el de las normas del sentimiento como el del sentimiento como norma: ¿cómo es que “sentir” permite dirigir una mirada crítica a lo real político?

En tu trabajo sobre la banalidad securitaria, muestras que el derecho a la protección (sûreté) que supuestamente garantiza las libertades individuales se ha transformado en un derecho a la seguridad (sécurité) que, a la inversa, le deja cada vez más poder al Estado. ¿Piensas que se trata de una despolitización que sería algo así como una fatalidad de la época (ligada al leitmotiv del fin: de la historia, del mundo…) o crees, por el contrario, que esa deformación está ligada a dispositivos políticos precisos frente a los cuales es posible una acción?

En el último tiempo en Francia se acostumbra decir que la “seguridad es la primera de las libertades”. Supongo que con eso se refieren a la idea de que la seguridad es del rango de los derechos humanos, y que en realidad no tendría sentido ser libre si se está muerto o amenazado de muerte… Pero más allá de esas falsas evidencias, creo que habría que recordar que, en efecto, los pensadores de la Ilustración (por ejemplo Montesquieu) hablaban de la protección (sûreté) como un derecho fundamental, y no de la seguridad (sécurité) en general. Ahora bien, la protección es el derecho de los individuos a no ser hostigados, vigilados o perseguidos por el Estado. No se trata solamente de la seguridad en el sentido en que se la entiende en general, la que opone el ciudadano honesto al delincuente o al terrorista, sino a la seguridad de ese mismo ciudadano frente a lo que lo expone al poder gubernamental o administrativo. La paradoja es que estamos en vías de sacrificar la protección en aras de la seguridad, creando condiciones para una solidaridad total entre los ciudadanos y los Estados, como si estos últimos estuvieran, por principio, por encima de toda sospecha (pienso, por ejemplo, en los recientes escándalos de la NSA).

¿Por qué esa insitencia contemporánea en la seguridad?

La insistencia securitaria contemporánea es ante todo coyuntural. Yo diría que en este caso se trata de un mal consuelo: habiendo renunciado los Estados a ofrecer garantías u horizontes en materia de justicia social, se legitiman con una oferta securitaria sin límites (que a menudo delegan a agencias privadas). He intentado mostrar que eso forma parte del dispositivo o (para hablar como el último Foucault) de la “gubernamentalidad” neoliberal. El liberalismo clásico desconfía del Estado y de sus tentativas de usurpación de la vida privada de los ciudadanos tanto como el neoliberalismo cree en las virtudes de la reglamentación estatal en la constitución de una sociedad del riesgo. Más que de “despolitización”, yo hablaría de una politización de los individuos a partir de la determinación económica de la existencia. Es el paradigma de la acción como inversión, como cálculo de la relación costo/beneficio la que se impone incluso en las políticas públicas. Me parece que ese paradigma, tan alejado del derecho subjetivo moderno, es totalmente permeable a las políticas securitarias: la institución de la libertad  de competencia del mercado invoca políticas del riesgo que pueden atentar contra las libertades públicas. No hay nada de azaroso en la alianza entre neoliberalismo y neoconservadurismo.

¿Por qué es coyuntural?

¿Se trata de una coyuntura o de un hecho de la época? Es difícil decirlo, pero para responder a la pregunta, se está obligado a hacer intervenir la dimensión de la técnica. El choque entre la exigencia democrática y la técnica, no simplemente como instrumento sino como principio de configuración del mundo, es característico del presente. A pesar de todo, le debemos a Heidegger el haber captado lo que no es técnico en la esencia de la técnica, es decir, lo que da cuenta de un régimen de fenomenalidad en el que todo aparece bajo la forma de la lógica de los fines y los medios. Esta fenomenalización es claramente opuesta a la fenomenalidad democrática que, como lo han visto Arendt o Merleau-Ponty, toma en cuenta la incertidumbre y el “mundo de las apariencias”. En este sentido, hay en los procesos actuales, que algunos no dudan en calificar de “posdemocráticos”, la consagración de una cierta vía de la modernidad: para decirlo rápido, la vía abierta por el triunfo de la razón instrumental. Pero me resistiría también a las condenas unívocas a los Tiempos modernos cuyo régimen de sentido es mucho más ambivalente. Es desde la exigencia abierta por la modernidad que es posible hacer una crítica de sus dimensiones menos democráticas.

Tus trabajos hablan cada vez más sobre el problema del mundo contemporáneo. Te has interesado por el problema del Estado de vigilancia, la despolitización de las políticas, los milenarismos y por los pensamientos apocalípticos que asedian nuestro siglo y el uso político que se hace de ellos. ¿Qué tipo de visión piensas que puede tener la filosofía sobre la contingencia? ¿Piensas, como Hegel quela filosofía llega siempre, necesariamente, demasiado tarde? ¿O como Nietzsche, que la potencia y novedad de un pensamiento está en su inactualidad? ¿Qué es lo que hace de Kant un pensamiento todavía actual?

Respondo primero sobre Kant, porque puede hacer puente con lo anterior. Diría que mi trabajo se inscribe en una investigación sobre lo que Habermas llama las “promesas incumplidas de la modernidad”. Y, más allá de intereses más académicos, es ahí que se origina mi interés por Kant. No solo en el sentido en que Kant habría tematizado las promesas de la modernidad en torno al ideal de autonomía, sino porque desde el principio examinó las razones por las que son frágiles y difícilmente cumplibles. Kant es un pensador de la Ilustración que no cesa de meditar sobre su potencial fracaso. La hipótesis de una crítica que no llega a conjurar la ilusión dogmática que ella misma denuncia me parece extremadamente fecunda para abordar el presente. No hay optimismo en Kant, sino una obstinada preocupación por escapar a la desesperanza por una vía racional. Pero, evidentemente, según un uso de la razón que es totalmente distinto al cálculo. El diferendo entre razón práctica y razón especulativa sigue siendo extremadamente actual, incluso si es evidente que hay que reformularlo a la luz de los desarrollos de la ciencia y de la técnica. Pero también se trata de esto: ¿Qué tipo de racionalidad debe ser puesta en obra para resistir a las potencias del fanatismo? La gran fuerza de Kant es, si puede decirse así, evaluar racionalmente las figuras de la razón. Y retener como criterio su mayor o menor porosidad al deseo de ver lo absoluto reducido a dimensiones de lo que está dado. Es en ese deseo que se encuentra la raíz de los extravíos modernos.

¿Y cómo lo aborda la filosofía?

Yo creo que el carácter inactual de la filosofía se encuentra en sus métodos más que en su relación con el presente. De nuevo, y para decirlo rápidamente, no creo en una filosofía que renuncia a todo anclaje “transcendental”, que explica el ente mediante el ente sin pasar por lo que hace posible el presente y no es histórico en el sentido convencional de la palabra. Entonces “inactual” sí, si es que se entiende por ello la necesidad de no tomar como un hecho seguro que el presente brote empíricamente del pasado. Dicho eso, la filosofía habla del presente aunque lo formalice desde el primer momento. Las figuras adversas de la racionalidad que evocaba antes van todas en ese sentido: se trata de determinar lo más precisamente posible de dónde venimos. Pero con el compromiso filosófico que consiste en mostrar que dependemos tanto de regímenes de significaciones como de acontecimientos históricos fechados.

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