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Opinión

26 de Agosto de 2021

Columna de Álvaro Bisama: Charlie Watts

Agencia Uno

La idea de un stone muerto nos resulta tan extraña como recordar (con una certeza demoledora y gélida) que los viejos dioses del siglo veinte en realidad tienen ahora una edad similar a la de nuestros padres. Mérito de la banda: cada vez que escucho de nuevo “Simpathy for the devil” o “Tumbling dice” no puedo dejar de creer que la muerte es un chiste, una broma, una amenaza descartada.

Álvaro Bisama
Álvaro Bisama
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Anoche, luego de saber la noticia de la muerte de Charlie Watts a los 80 años de edad, pasé un buen rato vagando por la internet buscando viejos videos de los Rolling Stones. Terminé mirando algunos segmentos del “Rock and Roll Circus”, una película que el grupo filmó en 1968 como un programa de televisión para la BBC que nunca se emitió y que vio la luz muchos años más tarde en DVD. Es un registro extraño, un show de que se vuelve otra cosa; una fiesta quizás fallida, un encuentro de amigos, otro mapa de la década. Aparecen por ahí John Lennon y Yoko Ono, Marianne Faithfull y los Jehtro Tull, pero lo básico es la banda de Jagger y Richards, que vemos en ese momento atrapada en su propio mito, perdida en el delirio de su época. 

Las imágenes son, en cierto modo, cercanas. En ellas está todo lo que creemos saber y hemos sabido alguna vez de la banda, todos esos arquetipos que la cultura del rock ha abrazado hasta el presente: el vocalista sexy que juega al escándalo, el guitarrista genial, pero sumergido en sus demonios y silencios; el artista secreto y sensible como un ángel perdido que paga con su vida su genialidad no reconocida; el público transformado en una marea de acólitos que son testigos de una experiencia trascendental; el baterista que no se conmueve con nada.

Crecimos con esos arquetipos sonando en la discoteca de la memoria, y ahora nos resulta doloroso verlos desaparecer y extinguirse. A veces fueron clichés, a veces fueron ciertos. A lo largo de las décadas, los vimos clonados y repetidos mil veces, parodiados, destruidos y resucitados. A veces había suerte y algún grupo nuevo nos recordaba que debajo de todo el rock corporativo, de toda esa transgresión consensuada e inofensiva, aún había sangre corriendo debajo; podíamos sospechar que latía ahí algo parecido a la vida. Confiamos ciegamente en eso y, por lo mismo, la idea de un stone muerto nos resulta tan extraña como recordar (con una certeza demoledora y gélida) que los viejos dioses del siglo veinte en realidad tienen ahora una edad similar a la de nuestros padres. Mérito de la banda: cada vez que escucho de nuevo “Sympathy For The Devil” o “Tumbling Dice” no puedo dejar de creer que la muerte es un chiste, una broma, una amenaza descartada. 

Sí, porque los Stones siempre iban a estar ahí, siempre vendría una gira más, cualquier idea de retiro era impensada para ellos. Sus vidas parecían transcurrir mientras mantenían esa promesa y envejecían. No nos iban a dejar. Su mitología infinita era una hagiografía contemporánea que evitaba ser reducida a un cuento moral por más que la desaparición temprana de Brian Jones tuviese algo de sacrificial. En esa mitología infinita, quiénes los escuchábamos escogíamos momentos, buscábamos viñetas o canciones que tuvieran sentido. Pienso en algunos: Anita Pallenberg y Keith Richards cruzando el desierto en auto, huyendo del mundo; el modo en que el rostro de Jagger convivía con el de Borges en “Performance” de Nicolas Roeg; la épica condensada de “Street Fighting Man” (y la pregunta bella y falaz de “¿Qué puede hacer un chico pobre/excepto cantar en una banda de rock’n’ roll?”); el modo en que “Wild horses” encubre el vacío (del deseo, del abandono, de la experiencia del mundo como una resaca total) protegiéndonos con un manto de melancolía; y la electricidad imposible, irrepetible, mágico del “Exile on the main street” con todas esas cañerías y baños y sótanos y cuartos atrapando y cambiando el sonido en ese château de la costa mediterránea donde se refugió la banda el 71, un lugar que podía ser un laboratorio del ruido y una casa embrujada

Crecimos con esos arquetipos sonando en la discoteca de la memoria, y ahora nos resulta doloroso verlos desaparecer y extinguirse. A veces fueron clichés, a veces fueron ciertos. A lo largo de las décadas, los vimos clonados y repetidos mil veces, parodiados, destruidos y resucitados.

Por eso anoche me quedé viendo esas imágenes del “Rock and Roll Circus“. Seguí a Jagger convertido en un sátiro gesticulando con sorna a la cámara, moviendo los labios pintados como si fuesen otro órgano sexual; vi cómo Brian Jones parecía flotar, despegarse de todo, perdido quizás entre las luces y los rostros del público, todos encerrados bajo la carpa de ese circo eléctrico que quizás prefiguraba los modales del “Rolling Thunder Revue” de Dylan; observé cómo Keith Richards lucía desencajado a ratos, como si no pudiera convencerse mucho de lo que estaba pasando, de esa fiesta que no era tal.

Pienso en algunos: Anita Pallenberg y Keith Richards cruzando el desierto en auto, huyendo del mundo; el modo en que el rostro de Jagger convivía con el de Borges en “Performance” de Nicolas Roeg; la épica condensada de “Street Fighting Man” (y la pregunta bella y falaz de “¿Qué puede hacer un chico pobre/excepto cantar en una banda de rock’n’ roll?”); el modo en que “Wild horses” encubre el vacío (del deseo, del abandono, de la experiencia del mundo como una resaca total) protegiéndonos con un manto de melancolía.

“No siempre consigues lo que quieres/No siempre consigues lo que quieres/No siempre consigues lo que quieres/Pero a veces, bueno, sólo debes encontrar/ lo que necesitas”, decía la canción, que Jagger cantaba como una lección o como una broma. Ahí, Charlie Watts aparecía casi perplejo en la batería. Impertérrito, era a la vez un bloque de hielo y el punto ciego en el descontrol o la idea del descontrol de sus amigos y hermanos, del rock como una ceremonia pagana y feliz. Vuelto otra paradoja, Watts tocaba la batería y encarnaba en cada golpe de baqueta la idea del tiempo o del recuerdo del tiempo (y con eso del futuro) ahí donde solo parecía existir el éxtasis y la pena del presente que la canción dibujaba.

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