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Opinión

8 de Febrero de 2022

Columna de Manfred Svensson: La Convención y el excepcionalismo chileno

Columna de Manfred Svensson: La Convención y el excepcionalismo chileno

Amores y odios desmesurados respecto del propio país son un fenómeno común, y pocos deben ser los lugares del planeta donde se alcance a poner los propios aciertos y los propios problemas en su justa proporción. Cosa distinta, sin embargo, es cuando una autoimagen desequilibrada nutre la discusión pública de un país en momentos críticos.

Manfred Svensson
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La noche de la primera vuelta presidencial, dos sentimientos muy distintos sobre el país parecían extenderse por los hogares chilenos y las redes sociales. Por un lado, un triunfante José Antonio Kast hablaba de un modo profundamente sentido sobre Chile como “un país extraordinario”; simultáneamente, por twitter se esparcían declaraciones de profundo desprecio por Chile, una tierra de la que muchos parecían avergonzarse con todo su ser. El “me voy de Chile”, que antes solía escucharse entre votantes de derecha ante la posible derrota, lo repetían ahora jóvenes de la nueva izquierda: tampoco en esto nuestras élites se diferencian mucho.

Tal vez esto no sea tan extraño: amores y odios desmesurados respecto del propio país son un fenómeno común, y pocos deben ser los lugares del planeta donde se alcance a poner los propios aciertos y los propios problemas en su justa proporción. Cosa distinta, sin embargo, es cuando una autoimagen desequilibrada nutre la discusión pública de un país en momentos críticos. En esos casos, esa imagen de uno mismo se convierte en una verdadera mitología oficial que puede nublar la reflexión. Y, por turnos, precisamente eso es lo que nos ha ocurrido.

No hace tanto tiempo, era un excepcionalismo optimista el que primaba. Que Chile tiene una excepcional trayectoria democrática en el continente no es del todo falso (en “La democracia en Chile”, de Joaquín Fermandois, puede encontrarse una versión matizada de ese punto). Pero en el imaginario de los noventa, esa imagen de nuestro pasado se cruzaba con un Chile convertido en Inglaterra del continente. Los sentimientos de superioridad respecto de los vecinos no sólo revelaban ignorancia sobre éstos, sino también nuestros puntos ciegos en la consideración del propio país.

Cosa distinta, sin embargo, es cuando una autoimagen desequilibrada nutre la discusión pública de un país en momentos críticos. En esos casos, esa imagen de uno mismo se convierte en una verdadera mitología oficial que puede nublar la reflexión. Y, por turnos, precisamente eso es lo que nos ha ocurrido.

Hace un buen tiempo, sin embargo, que ese excepcionalismo se cambió por el de signo inverso: Chile como el país más desigual del mundo, Chile como un inexplicable reducto conservador, Chile como un lugar que permite cosas prohibidas en todo el mundo civilizado ­– o que prohíbe las ahí permitidas, y así sucesivamente. Antes del estallido estaban quienes creían que algo así no podía ocurrir en Chile; desde el estallido en adelante, están quienes creen cosas como que “Chile será la tumba del neoliberalismo”.

Si de autocrítica se tratara, bienvenida sea; pero este tipo de discurso –sea en su versión autoindulgente o autoflagelante– suele más bien revelar un profundo provincianismo. Después de todo, apenas hay frase que sea verdadera si empieza con un “solo en Chile”… Pero es de ese tipo de frases que se ha alimentado buena parte del país durante los últimos años, y la acrítica circulación de ese discurso es una causa importante de nuestra actual debacle.

Ad portas de que la Convención inicie las votaciones en el pleno, vale la pena notar la medida en que esta tendencia ha marcado también la imagen que ésta tiene de sí misma. Porque así como el proceso surgió de gruesas generalizaciones sobre lo que estaba mal en el país, la Convención se construyó desde un comienzo sobre una mitología respecto de sus propias excepcionales características. Así pudo verse ya cuando se diseñaba las reglas para su conformación. Paritaria, con cupos reservados y listas independientes, nadie en el mundo había hecho algo semejante. Y por algo, cabría responder, no suele hacerse: hoy no son precisamente las virtudes de esta composición lo que salta a la vista.

Así como el proceso surgió de gruesas generalizaciones sobre lo que estaba mal en el país, la Convención se construyó desde un comienzo sobre una mitología respecto de sus propias excepcionales características.

Por lo demás, el excepcionalismo ha tenido aquí el efecto esperable: nublados por éste, los convencionales se blindan ante toda crítica externa, y se vuelven además incapaces de toda autocrítica. El problema queda bien ilustrado en una reciente columna de Patricia Politzer, donde la singularidad del “momento histórico” y de la composición de la Convención sirve para eliminar toda preocupación por aquellos fenómenos que la misma Politzer reconoce como presentes: “propuestas complejas, algunas esperpénticas”.

La forma más cruda del excepcionalismo de la Convención, con todo, ha sido la inaudita convicción de que esto no puede terminar mal. Es difícil imaginar una actitud más alejada de la humildad que requiere el delicado momento. Las normas ya aprobadas en las comisiones, por lo pronto, desde luego invitan a una mirada más escéptica. Esto puede no ponernos en rumbo directo a Venezuela, pero algunas propuestas de normas son de carácter palmariamente chavista (como la eventual comisión política de evaluación de jueces). Tal vez el camino tampoco conduzca a Argentina o Bolivia, aunque quién sabe. Cada país, después de todo, se corrompe a su modo. Pero si no queremos averiguar cuál es el modo chileno, lo menos que debemos procurar es una suficiente conciencia de que las cosas sí pueden terminar muy mal: si alguna mentalidad debe ser puesta en cuarentena durante los próximos meses, es esa que dice “eso no puede ocurrir acá”.

La forma más cruda del excepcionalismo de la Convención, con todo, ha sido la inaudita convicción de que esto no puede terminar mal. Es difícil imaginar una actitud más alejada de la humildad que requiere el delicado momento. Las normas ya aprobadas en las comisiones, por lo pronto, desde luego invitan a una mirada más escéptica.

Lo cierto es que muchas cosas pueden ocurrir: se puede aprobar un texto de fatales consecuencias, se puede aprobar un texto deficiente en la esperanza de mejorarlo, y puede también prevalecer el rechazo. Solo la segunda de estas alternativas (tampoco particularmente auspiciosa) parece haber empezado a entrar en la cabeza de algunos convencionales. Ya es hora de que trabajen y de que los evaluemos con el conjunto de estas posibilidades a la vista.

*Manfred Svensson es académico de la UAndes e investigador senior del IES.

Lee también: Adelanto del libro “Hacer la noche”, de Constanza Michelson


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