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Opinión

23 de Febrero de 2022

Columna de Rodrigo Mayorga: Amarillo patito

La imagen muestra a Rodrigo Mayorga frente a una serie de colores amarillos y el rostro de Warnken

Ser amarillo significa situarse como una tercera alternativa cromática, distinta y con una propuesta propia. En este y en cualquier proceso político, ello es legítimo y, si se hace bien, incluso puede ser un aporte. Pero cuando el amarillo se convierte (o es convertido por otros) en un Caballo de Troya que esconde colores menos nobles, en el peor de los casos se va tornando en un café indefinido, oscuro y peligroso.

Rodrigo Mayorga
Rodrigo Mayorga
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Recuerdo que, cuando chico, existía un color llamado “amarillo patito”. Lo complejo era distinguir exactamente a qué tonalidad de amarillo se refería: si a la de una cría de pato o al de esos patitos de hule que los dibujos animados situaban en tinas llenas de burbujas. Supongo que ese es el problema de asociar un color a un objeto – podría haber sido el amarillo casco de construcción, el amarillo Chispita o el amarillo envase de Negrita, hoy Chokita –: nos hace pensar que es el objeto el que “crea” al color y no al revés. Con el amarillo ocurre también en política: el mismo color ha sido usado para describir a actores como Sebastián Sichel, Patricio Fernández y Gabriel Boric, distintos a más no poder en bastante más que tonos y matices (a menos que usted sufra de astigmatismo político o sea el Profe Artés). A esa gama de “amarillos” se ha sumado en estos días un nuevo colectivo liderado por el literato Cristián Warnken (“Amarillos por Chile”). Su discurso, legítimo en tanto postura, entraña algunas problemáticas y peligros que es importante analizar.

Vale la pena repetirlo, sobre todo ante la indignación que la irrupción de este grupo ha causado: la propuesta de estos “Amarillos” es válida. En medio de un proceso constituyente como el que estamos viviendo, una postura que clama por mayor moderación y cambios menos radicales (o incluso reducción de estos a lo mínimo), si bien debatible, posee tanta legitimidad como voces más progresistas y rupturistas. Esa legitimidad no puede estar en discusión. Uno de los principios básicos de este proceso constituyente es que debía incluir a todas las voces de la sociedad, por lo que excluir a algunas va, sin duda, contra el espíritu que animó este camino (oferta no válida, claro está, para aquellas voces que lo único que quieren es hundir el proceso constituyente y válida solo a medias para esas que creen que están en su Facebook personal y andan tratando de estúpidos a todos los que no piensan como ellos – sí, señor Waissbluth, a usted le hablo).

Lo anterior no debe hacernos olvidar que igual legitimidad no es lo mismo que igual peso, y aquí es donde hallamos uno de los principales problemas de esta arremetida “amarilla”. Porque otro de los principios básicos de este proceso constituyente – y una de las demandas principales del estallido social de 2019 – era corregir las desigualdades políticas existentes en Chile: que la voz de unos pocos no pesara más que la voz de muchos. Todo lo contrario es lo que hemos visto con estos “Amarillos”: un grupo inicialmente menor al centenar de personas ha copado la agenda mediática, desplazando al resto de las posturas, miradas y hasta a las noticias sobre los tacos del cambio de quincena y el precio del cuchuflí-maní-barquillo en las playas del litoral central. El mismo Warnken ha planteado que los amarillos son una “mayoría silenciosa” y que “la mayoría del país es amarilla”, pero lo cierto es que esta masividad todavía no se ve evidenciada: al momento de escribir esto, una petición de Change.org para unirse a “Amarillos por Chile” no alcanza aún las 15 mil firmas, mientras que iniciativas populares de norma como “Cannabis a la Constitución”, “Banco Central Autónomo” o “Dua Lipa haz otro concierto en Chile” superaron ese número con creces, en menos tiempo y con un sistema de adhesión mucho más complejo (lo de Dua Lipa es broma, pero si quieres no es broma). Esto nos lleva a una pregunta clave: ¿por qué estos “Amarillos” no usan los canales que el resto de la población ha utilizado para incidir en este proceso? ¿Por qué no presentaron iniciativas populares de norma sobre los temas que critican? ¿Por qué no solicitan audiencias con los y las convencionales como están pidiendo hoy cientos de ONGs y organizaciones sociales? ¿Por qué no organizan cabildos y suben sus conclusiones al sitio web de la Convención como hacen chilenos y chilenas de todo el territorio? En vez de esto, Warnken incluso ha deslizado la idea de crear “comisiones con propuestas sobre las distintas presentaciones y votaciones que se hagan en el Pleno” (¿aló, Chahuán? ¿Eres tú?), algo que, siguiendo los conductos regulares del proceso, podría ser un enorme aporte, pero que, en este contexto, adquiere un tono paternalista y sin duda desigual.

En medio de un proceso constituyente como el que estamos viviendo, una postura que clama por mayor moderación y cambios menos radicales (o incluso reducción de estos a lo mínimo), si bien debatible, posee tanta legitimidad como voces más progresistas y rupturistas. Esa legitimidad no puede estar en discusión.

Hay otro problema importante, un riesgo más bien, con la propuesta de estos “Amarillos”. O, para ser más exactos, con como otros pueden instrumentalizar y hacer mal uso de esta propuesta. Me refiero específicamente a la Derecha Rechacista, que desde un inicio ha buscado hundir el proceso constituyente y que, con este nuevo movimiento, se han emocionado más que el fan de Bad Bunny al que le tocó el primer lugar en la fila virtual para comprar entradas. Mientras algunos de los firmantes de la carta inicial de Warnken se han ido descolgando o matizado su participación en ella, personajes como Sergio Melnick o Teresa Marinovic se han convertido en verdaderas cajas de resonancia de las declaraciones y entrevistas dadas por los “Amarillos”. Y si bien sigo considerando legítima la posición de estos “Amarillos”, creo que es también su responsabilidad el no actuar con ingenuidad y terminar dando espacio a sectores que no aportan al proceso constituyente sino que abiertamente lo clausuran. Ello requerirá que tomen un tono distinto, menos de oposición a “la Convención” (que, a veces olvidamos, no es un partido ni un sector político, sino un órgano compuesto por 154 representantes electos) y más de críticas constructivas a bancadas específicas de constituyentes. Requerirá también que utilicen la misma fuerza con la que cuestionan ciertas propuestas de algunos convencionales, para criticar la desinformación y los ataques infundados al proceso constituyente mismo, sin caer en ingenuidades como cuando el propio Warnken, en el texto que inició todo esto (“Carta amarilla a mis hijos”), tildó simplemente de “conservador ultramontano” a un candidato presidencial cuyo programa de gobierno incluía medidas abiertamente discriminatorias, otras autoritarias y que negaba el cambio climático (¿quizás le caía bien porque tenía el pelo amarillo?).

A pesar de que es un color que usamos a veces de forma errática, lo cierto es que ser amarillo en política no es cualquier cosa. Ser amarillo significa situarse como una tercera alternativa cromática, distinta y con una propuesta propia. En este y en cualquier proceso político, ello es legítimo y, si se hace bien, incluso puede ser un aporte. Pero cuando el amarillo se convierte (o es convertido por otros) en un Caballo de Troya que esconde colores menos nobles, en el peor de los casos se va tornando en un café indefinido, oscuro y peligroso. Y en el mejor, se desinfla, como ese deslavado amarillo patito de hule gigante que tanto prometió unos años atrás y que terminó desinflado y hundiéndose en la laguna de la Quinta Normal.

Esto nos lleva a una pregunta clave: ¿por qué estos “Amarillos” no usan los canales que el resto de la población ha utilizado para incidir en este proceso? ¿Por qué no presentaron iniciativas populares de norma sobre los temas que critican? ¿Por qué no solicitan audiencias con los y las convencionales como están pidiendo hoy cientos de ONGs y organizaciones sociales? ¿Por qué no organizan cabildos y suben sus conclusiones al sitio web de la Convención como hacen chilenos y chilenas de todo el territorio?

*Rodrigo Mayorga es profesor, historiador, antropólogo educacional, autor de “Relatos de un chileno en Nueva York” (con el seudónimo de Roberto Romero) y director de la fundación Momento Constituyente (http://www.momentoconstituyente.cl)

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