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11 de Abril de 2022

Gabriel León y un viaje al lado oscuro del mundo científico: “Es como nadar en la letrina de la ciencia”

Penguin Random House

Médicos ególatras y cerrados de mente, que experimentaron con seres humanos dejándoles secuelas catastróficas, son parte de las historias reales que el bioquímico y comunicador científico Gabriel León recoge en su último libro, “Ciencia Oscura”. Aquí, repasamos algunos de los episodios más tenebrosos del texto, mientras su autor comenta acerca de ese fenómeno, cuando los investigadores se saltan todos los límites éticos para generar nuevos conocimientos.

Por

Primun non nocere. O, traducido desde el latín, “primero, no hagas daño”.

Ese principio, cuyo verdadero origen se desconoce, pero que algunos atribuyen al médico inglés del siglo XVII Thomas Sydenham, es considerado una de las máximas de la bioética. Se refiere a que, en un contexto médico, a veces es mejor descartar ciertos procedimientos o investigaciones, para evitar correr el riesgo de causarle más mal que bien al paciente.

Pero en la práctica, y a lo largo de la historia, diversos científicos han optado por obviar el precepto, saltándose cualquier límite ético con el fin de comprobar las hipótesis más alocadas y peligrosas. Una forma de hacer las cosas que, en general, se basa en esa idea de “el fin justifica los medios”, entre la incesante búsqueda -quizás inherente al ser humano– de ampliar el conocimiento.

En septiembre de 1950, por ejemplo, la usual niebla mañanera que cubre San Francisco, en EE.UU., amaneció teñida de color rojo, y no precisamente producto de un proceso climático natural. Las fuerzas armadas estadounidenses, impulsadas por la carrera armamentística que desató la Guerra Fría, decidieron rociar cantidades monumentales de la bacteria serratia marcescens -conocida sobre todo por su capacidad de producir un brillante pigmento rojo- en la bahía de San Francisco, en un experimento para determinar la susceptibilidad de la ciudad a un eventual ataque bioquímico.

La ciudadanía no fue informada, y observó con desconcierto el extraño fenómeno. Se suponía por entonces que la bacteria era inofensiva para los seres humanos, pero en los días siguientes se reportaron once casos de personas con infecciones en el tracto urinario, que presentaron gotas rojas en la orina. Uno de estos pacientes, que se encontraba en plena recuperación de una cirugía de próstata, falleció cuando la bacteria le provocó un problema cardiaco, cuadro clínico al que los médicos no podían encontrar una explicación.

El episodio, muestra inequívoca del lado más tenebroso de la ciencia, representa la temática central del último libro de Gabriel León, bioquímico y doctor en biología celular que se ha dedicado a comunicar en simple el quehacer de la comunidad científica, sobre todo en su podcast “La Ciencia Pop”.

En las poco más de 180 páginas que componen “Ciencia Oscura” (Ediciones B, 2022), León hace un recuento atrapante de los relatos más crudos e inimaginables, que tienen como protagonistas a los investigadores que, ya sea guiados por la egolatría, el nacionalismo o el racismo, difuminaron los límites de la ética a la hora de comprobar sus planteamientos, usando a seres humanos como conejillos de indias.

Aquí, The Clinic recoge algunos de los casos presentados en el libro, mientras Gabriel León explica qué lo llevó a emprender este proyecto y cómo opera la bioética en Chile, entre otros temas.

Ediciones B es parte de Penguin Random House.

***

-¿Cómo llegaste a la idea del libro?

-Fíjate que fue caminando por la calle. De hecho, lo tengo anotado. Me mandé un mensaje por Telegram en 2019, después de haber leído una historia de esta naturaleza. Me acuerdo que venía caminando con mi señora, y le digo: “¿Sabes qué? Hay un montón de estas historias que son bien impresionantes, pero que se alejan un poco de lo que yo usualmente hago”.

-¿Qué es lo que “usualmente” haces?

-Yo camino por el lado “luminoso” de la ciencia: los grandes descubrimientos, las fotos del Hubble, la cura del cáncer y todas esas cosas bonitas. Pero entendiendo la ciencia como una actividad humana, que ha sido un eje conductor de mi trabajo como comunicador científico, ciertamente está cruzada por todo el espectro moral de la humanidad. En el fondo, los científicos no son la reserva moral del mundo. Son personas comunes y corrientes que tienen trabajos especiales. Entonces pensé que tal vez era buena idea contar también estas historias, las más oscuras, porque además tienen moralejas súper importantes.

-¿Cómo fue adentrarse en este ámbito oscuro?

-Fue un proceso difícil, porque básicamente es como nadar en la letrina de la ciencia. Son historias bien tremendas de investigar, escribir y leer. Por eso para mí era importante que uno siempre sacara una moraleja al respecto, que no fuera solamente una vitrina donde uno ve los horrores de la ciencia. Uno ve que, efectivamente, después de cada historia, hubo lecciones importantes. Porque la ciencia, una de las grandes cosas que tiene es que se va corrigiendo a sí misma. Y estas historias, por muy tremendas que sean, han contribuido a la forma en que hacemos ciencia hoy.

-Entonces, el criterio para seleccionar las historias fue que tuviesen una moraleja o enseñanza al final…

– Sí, y que en general involucraran a científicos identificables. Si bien hay una historia en particular donde hay un grupo de investigadores, trato de que uno pueda identificar a una persona en particular. Porque además uno se da cuenta en esas historias que, en general, son cosas que ocurrieron motivadas por una o dos personas. Que, para decirlo en buen chileno, se arrancaron con los tarros, por distintas razones, que también están descritas en el libro. A veces por ser egocéntricos, a veces por tener más ganas de tener la razón que acercarse a la verdad.

***

A mediados del siglo XX, el sicólogo neozelandés John Money lideraba la vanguardia en el estudio del desarrollo sicosexual de las personas. Tras años observando a pacientes intersexuales -que nacen con discrepancias entre los genitales internos y externos-, Money concluyó, a fines de la década de 1950, que la identidad de género no era determinada por una característica biológica, si no que esta se establecía puramente por la crianza. Tiempo después, su teoría de “neutralidad sicosexual” la generalizaría a todos los niños, incluso a aquellos que nacieron sin irregularidades en sus genitales.

Pasaron los años, y otros científicos estadounidenses y canadienses encontraron, mediante sus propios experimentos, que las suposiciones de Money eran erróneas o, al menos, incompletas.

El 22 de agosto de 1965, nacieron en un hospital canadiense los gemelos Bruce y Brian Reimer. A los seis meses de vida, ambos comenzaron a presentar complicaciones para orinar, por lo que los médicos recomendaron que se les circuncidara. En el caso de Brian, la operación resultó bien. Pero Bruce, por culpa de la mala praxis en el quirófano, terminó con su pene mutilado.

Diez meses más tarde, desesperados por darle una mejor vida a su hijo, los padres de Bruce -una pareja de veinteañeros- se enteraron de que un médico de la Universidad Johns Hopkins, de EE.UU., quizás podría ayudarlos.

Viajaron a la ciudad de Baltimore y se reunieron con John Money, quien confiando en su discutida teoría de la “neutralidad sicosexual”, les recomendó criar a Bruce como una niña, además de someterlo a una serie de cirugías y tratamientos hormonales. Los registros de esa primera conversación muestran que Money jamás le dio a entender a los padres que el procedimiento que proponía era puramente experimental.

“El sicólogo tampoco mencionó que Bruce sería el primer niño en la historia que sería sometido a este tipo de cirugía luego de haber nacido sin ningún desorden del desarrollo sicosexual, ni que la propuesta estaba basada enteramente en la teoría de la neutralidad sicosexual (…). Evidentemente tampoco mencionó las críticas que existían respecto a esta idea”, explica Gabriel León en el libro.

Los padres de Bruce aceptaron, y su hijo pasó a ser su hija, ahora llamada Brenda. Brenda fue castrada quirúrgicamente, y la criaron forzándola a vivir bajo todos los estereotipos atribuibles a una niña. No obstante, ella siempre mostró resistencia, y en el colegio tuvo un sinnúmero de problemas para adaptarse. Según sus profesoras, les llamaba la atención el comportamiento de Brenda, quien “caminaba, jugaba, hablaba y se comportaba como un niño”.

En paralelo, Money comunicaba a sus colegas que el experimento era un éxito total, minimizando todas las trabas que presentaba Brenda. Finalmente, sus padres decidieron contarle la verdad. Ella sintió alivio. La idea de que no encajaba no era porque estaba loca. Inmediatamente solicitó el proceso para revertir hacia su sexo de nacimiento, y se cambió el nombre a David. No obstante, las heridas fueron demasiado profundas: en 2004, David Reimer se quitó la vida.

“Es difícil creer que para John Money el caso de los hermanos Reimer haya sido otra cosa que el experimento definitivo para probar su gran idea de que la crianza y no la naturaleza determinan la identidad de género y la orientación sexual”, concluye León en el texto. “Defendió sus ideas con argumentos poco científicos y se esforzó más por tener la razón que por acercarse a la verdad. Esta actitud lo llevó a tomar un camino oscuro, arrastrando de paso a muchos hacia el abismo”, remata.

Gabriel León. Crédito: Lorena Palavecino.

***

-En el libro, dices que “la ciencia es una actividad humana y entre sus practicantes podemos encontrar todo el espectro moral de la humanidad, desde el lado más brillante al más oscuro”. ¿Te ha tocado ver de primera fuente casos de ese lado más oscuro?

-No. Yo afortunadamente tuve un pasar, cuando estuve en la academia, en un ambiente muy comprensivo de la pega que estábamos haciendo. Cuando quieres tratar de encontrar la verdad, el cómo funcionan las cosas, se entiende que es un trabajo difícil. Y, por tanto, es importante contar con guías adecuadas que te permitan aprender a navegar por ese mundo complejo.

“En mi caso, crecí en un entorno donde la rigurosidad intelectual iba de la mano con un gran nivel de humanismo; con un gran nivel de comprensión de los difícil que es esta tarea (…). He conocido historias de otra gente que estando fuera de Chile, por ejemplo, -y no estoy diciendo que en Chile no ocurra-, pero recuerdo un profesor que en clases de doctorado contó que una vez llegó al laboratorio y alguien le había sacado el experimento que él tenía de un equipo, y lo había dejado tirado afuera (…). Ese tipo actuó mal. Pero probablemente, si hubiese sido abogado, hace lo mismo. Si hubiera sido periodista, hace lo mismo. Si hubiera sido ingeniero, lo mismo. Ese tipo de personas, en cualquier profesión, son unos pelotudos (…). Es la naturaleza humana”, señala León.

-¿Cómo opera el tema de la bioética en Chile?

-Yo fui vicepresidente del comité de bioética de la Universidad Andrés Bello por siete años. Tengo una cercanía al área desde el ejercicio, desde la investigación en Chile. En nuestro país, todos los proyectos de investigación que funcionan al alero de una institución, sea una universidad, centro de investigación, o lo que sea, deben pasar por un comité de bioética cuando hay personas involucradas (…). Estoy hablando de la investigación, por supuesto, institucional. Si un tipo loco hace experimentos en su garage, no hay cómo saberlo. 

-¿Esos comités de bioética son de cada universidad?

– Sí. Son comités institucionales que están conformados por personas que entienden de experimentación animal, humana, y experimentación en general. Y además, un miembro de la comunidad. En el caso nuestro, siempre teníamos a una persona que era la asistente del departamento, que era una secretaria que no tenía formación científica, pero que aportaba con una visión desde la persona que dice: “Oye, ¿Y este experimento para qué hay que hacerlo? ¿Por qué es importante?”.

-En el caso chileno, y basándote en tu experiencia, ¿Dirías que este sistema funciona bien?

-En mi experiencia, diría que sí. Se produce una muy buena relación entre los investigadores que presentan proyectos de esta naturaleza y los comités. Porque finalmente, ambos actores quieren que la ciencia avance. Y en algunos casos, ese trabajo conjunto permite refinar los proyectos. Hacerlos mejores incluso, cumpliendo con todas las normativas que existen en Chile al respecto.

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El Dr. Albert Kligman era ampliamente reconocido como uno de los dermatólogos estadounidenses más prolíficos en materia de investigación. No obstante, poco se sabía que sus estudios tenían un trasfondo macabro.

Entre 1951 y 1974, Kligman utilizó los cuerpos de los reclusos de la cárcel de Holmesburg, en Filadelfia, EE.UU., como un verdadero campo de pruebas, donde el límite de lo ético se difumó rápidamente. El mismo médico llegó a reconocer en una entrevista, en 1966, que cuando entró a la cárcel “todo lo que vi ante mí fueron acres de piel. Era como un agricultor mirando un campo fértil por primera vez”.

A pesar de que la participación en los estudios era voluntaria, y se les pagaba generosamente a los sujetos de prueba, no se les informaba qué se les estaba haciendo, y todo en un contexto penal, donde reina la coerción y el abuso.

Asimismo, la gran mayoría de los reos eran afroamericanos, y se calcula que, en ese período, de una población penal de 1.200, entre el 80 y 90% participó en al menos uno de los experimentos de Kligman. Estos eran de diversa índole y podían ir desde la exposición a sustancias químicas peligrosas, la administración de drogas hasta diez veces más potentes que el LSD, e incluso el coser partes de cadáveres en las espaldas de los presos, para ver si estas se regeneraban en órganos funcionales.

Y cuando los colegas de Kligman lo cuestionaban por el obvio dilema moral que acompañaba sus experimentos, este se justificaba calificándolos de “inevitables”, acuñando, además, la frase “las reglas no aplican para los genios”.

“Es evidente que el conocimiento generado por el Dr. Kligman para la dermatología mundial es útil, pero los métodos utilizados necesariamente nos impulsan a reevaluar su legado y su papel como modelo a seguir”, sintetiza Gabriel León al final del capítulo, destacando que la Universidad de Pensilvania, donde Kligman hacía clases, decidió eliminar la cátedra que llevaba su nombre, y cancelar permanentemente la conferencia anual que se hacía en su honor.

***

-Gabriel, en el epílogo del libro destacas que, entre los factores comunes de las historias que recopilaste, todos los protagonistas son hombres. ¿Podrías aventurarte a una razón que explique esto?

-Eso lo mencioné bien a la pasada. Puede haber un sesgo ahí, que tiene que ver con el hecho de que muchas de estas historias son antiguas. Y las mujeres, por distintas razones, culturales todas ellas, estuvieron durante mucho tiempo excluidas de la investigación científica. Pero además cuesta encontrar mujeres que hicieran experimentos de esta naturaleza. Entonces, puede que haya algo ahí (…). El solo hecho de tratar de elaborar un poco implicaba investigar mucho al respecto. Es un detalle, que puede ser interesante o no, que puede tener una explicación cultural, psicológica, o biológica tal vez. No tengo idea. Lo dejo ahí. 

Y añade: “No encontré ninguna historia de esta naturaleza donde la protagonista fuera una mujer. Eso no quiere decir que no existan”.

-Asimismo, la mayoría de los casos son de investigadores estadounidenses…

-Le he dado hartas vueltas, porque en un momento me dije “está bien cargado a EE.UU.”. Es interesante. Cuando uno mira la historia de los Premios Nobel, los primeros 10 o 15 años no hay ningún gringo. Son puros europeos. Franceses, ingleses, alemanes, húngaros… Los gringos aparecen en un período más tardío. Porque, efectivamente, muchos de los conocimientos generados en Europa, por ejemplo, en asepsia, en cirugía, en microbiología, llegaron tarde a EE.UU.

“Esa información llegó años después a EE.UU. y les costó un montón aceptarlo. Hubo una transición lenta. Yo diría que la investigación científica se desata en EE.UU. con el comienzo del siglo XX, por ahí (…). Tal vez eso explica un poco esta relación. Como que hubo una explosión de investigación”, sostiene León.

-¿Qué otros factores podrían haber incidido en la forma de actuar de estos científicos?

– Lo otro interesante es que cuando sale el Código de Nuremberg (un documento esbozado en 1947, con diez puntos acerca de cómo debe ser la experimentación con personas), al final de los Juicios de Nuremberg, existe la sensación de que esa es una “normativa para salvajes”, como digo en el prólogo del libro. Y como que uno no se siente identificado con eso. Como “ah, esto es para los nazis. No es para mí que soy un científico civilizado en EE. UU.”. Y hay una suerte de flexibilización o relativización de las normas. O sea, mientras no estés con un montón de gente encerrada en contextos cómo ocurrió en la Segunda Guerra Mundial, como que no había problema. Se relativizó un montón.

Aunque “Ciencia Oscura” propone un viaje por algunos de los capítulos más nefastos de la investigación médica y científica, Gabriel León, en la última página del libro, cierra con un mensaje optimista: “Si bien estas historias pueden ser desalentadoras, conocerlas y tener claridad con respecto a sus causas nos ayudarán a evitar que estos momentos oscuros se repitan en el futuro”.

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