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Opinión

27 de Mayo de 2022

¿Quién le puso un palo a la estufa?

Que la pregunta por los palos de la estufa ya circule como un chiste en Twitter no sólo demuestra que "42 días en la oscuridad", la primera serie chilena de Netflix, es un fenómeno de audiencia, sino que es un ejemplo de la sagacidad de sus guionistas, Claudia Huaiquimilla y Rodrigo Fluxá, al emplear un recurso narrativo, muy a lo Hitchcock, capaz de generar la suficiente ansiedad en los espectadores para devorarse los seis capítulos de la producción en un par de días.

Yenny Cáceres
Yenny Cáceres
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Esa pregunta, tan cotidiana, tan típica de cualquier casa del sur de Chile con calefacción a leña, ¿quién le puso un palo a la estufa?, nunca más tendrá el mismo significado para quienes hayan visto 42 días en la oscuridad en estos días. La serie de Netflix, estrenada hace pocas semanas, se inspira en el asesinato de Viviana Haeger, un caso que hasta hoy genera más dudas que certezas. Su marido, Jaime Anguita, fue el principal sospechoso del crimen, ocurrido en 2010, y su cadáver fue encontrado en el entretecho de su casa en Puerto Varas, 42 días después de su desaparición. En la serie, desde un inicio el espectador sabe que el cuerpo de Verónica Montes, como se llama la mujer asesinada en la ficción, está ahí, en su propia casa. Por eso, cada vez que Mario Medina, su esposo, un tipo en extremo frío y racional, pregunta, obsesivo, por quién le puso un palo a la estufa, estamos alerta. Hasta que pierde el control y termina echando de su casa a un funcionario de la PDI. Justamente por haberle puesto un palo a la estufa.

Que la pregunta por los palos de la estufa ya circule como un chiste en Twitter no sólo demuestra que la primera serie chilena de Netflix es un fenómeno de audiencia, sino que es un ejemplo de la sagacidad de sus guionistas, Claudia Huaiquimilla y Rodrigo Fluxá, al emplear un recurso narrativo, muy a lo Hitchcock, capaz de generar la suficiente ansiedad en los espectadores para devorarse los seis capítulos de la producción en un par de días.

En la serie, desde un inicio el espectador sabe que el cuerpo de Verónica Montes, como se llama la mujer asesinada en la ficción, está ahí, en su propia casa. Por eso, cada vez que Mario Medina, su esposo, un tipo en extremo frío y racional, pregunta, obsesivo, por quién le puso un palo a la estufa, estamos alerta”.

La serie es una conjunción prodigiosa de talentos. La dirección, a cargo de Claudia Huaquimilla y Gaspar Antillo (Nadie sabe que estoy aquí), confirma que Huaquimilla es una de las mejores cineastas chilenas que han surgido en los últimos años, y que esa mirada propia que habíamos visto en sus películas Mala junta (2016) y Mis hermanos sueñan despiertos (2021) es capaz de traspasarse a un producto más comercial.

Al otro lado, como guionista está Rodrigo Fluxá, periodista que desde la revista El Sábado reivindicó la labor del reporteo y de un periodismo de cocción lenta, pero igualmente apasionado por contar historias que atraparan al lector. Fluxá entrevistó en su momento a Jaime Anguita y hasta escribió un libro sobre el caso, Usted sabe quién. Notas sobre el homicidio de Viviana Haeger (Catalonia-Periodismo UDP), en que reflejaba la compleja personalidad del viudo.

En la ficción, porque sí, no hay que olvidar que esto es una ficción, con todas las licencias que eso implica, el viudo es interpretado por un Daniel Alcaíno en estado de gracia. Irreconocible, ambiguo y, por momentos, aterrador, su Mario Medina es uno de los puntos fuertes de una serie que despliega un elenco impecable, donde no sobra nadie y hasta los secundarios tienen brillo propio. En el núcleo cercano a la familia de Verónica Montes, el destino –o más bien, la productura, Fábula, de los hermanos Larraín– reunió a tres de las actrices más destacadas del cine, el teatro y las teleseries locales: Aline Kuppenheim como Verónica; Claudia Di Girólamo en el rol de la hermana y Gloria Münchmeyer (la gran Gloria Münchmeyer, cómo se nos olvida que ganó el premio a Mejor Actriz en Venecia por La luna en el espejo a inicios de los 90, cuando nadie se acordaba del cine chileno en los festivales internacionales) es la madre y matriarca, una mujer que vive el sufrimiento de perder a una hija en silencio, contenida, con una impronta de personaje de Shakespeare que nos deja helados.

La producción se alimenta del imaginario de las series policiales nórdicas, al estilo de Trapped, donde el paisaje, con lagos y volcanes –se filmó en Villarica y Puerto Montt–, es el testigo mudo de un crimen ominoso, al igual que el clima, lluvioso a rabiar, contribuye a crear una atmósfera opresiva. Como suele suceder en este tipo de series, el hilo conductor de la historia es un personaje que se obsesiona con encontrar la verdad y que carga con varias derrotas. Aquí ese rol lo cumple Víctor Pizarro (Pablo Macaya), un abogado caído en desgracia porque en un caso anterior fue descubierto poniendo pruebas falsas.

Pizarro está separado, es un desastre como padre y los únicos que aún confían en él, pero con reparos, son sus exayudantes, interpretados por Néstor Cantillana y Amparo Noguera. Es una redundancia decir que ambos están geniales –pero no importa, se lo merecen–, y quizá el rol de Noguera, que por momentos nos recuerda a la Sarah Linden de The Killing, se merecía un mayor protagonismo.

La producción se alimenta del imaginario de las series policiales nórdicas, al estilo de Trapped, donde el paisaje, con lagos y volcanes –se filmó en Villarica y Puerto Montt–, es el testigo mudo de un crimen ominoso, al igual que el clima, lluvioso a rabiar, contribuye a crear una atmósfera opresiva”.

Es una serie, pero es problable que 42 días en la oscuridad se convierta en la película chilena más vista del año. O, si queremos ser rigurosos, la ficción local más exitosa de la temporada. Desde Los Soprano en adelante, a nadie le sorprende que cineastas de prestigio salten a la televisión. En Chile, Andrés Wood lo hizo con la extraordinaria Ecos del desierto (2013), sobre los crímenes de la Caravana de la Muerte. El punto es que en nuestro país ese salto tiene otras implicancias. Es sabido que desde hace años hay un divorcio entre el cine chileno y los espectadores. Nunca el cine nacional había sido tan premiado y, al mismo tiempo, nunca el público había sido tan esquivo.

El éxito que tuvo la plataforma Ondamedia, el Netflix del cine chileno, durante nuestros días de encierro y cuarentena, fue una prueba de fuego. Los espectadores sí quieren ver cine chileno, solo que quizá ya no en las salas de cine que, postpandemia, parecen consagradas a los blockbuster, las sagas y los superhéroes. Es duro decirlo, pero hoy es casi suicida para una película chilena estrenar en salas.

Si el streaming y la pandemia vinieron a cambiarlo todo, frente a eso, quizá, más que resignación, no quede otra que asumirlo y buscar al público en esas plataformas. Mala junta, justamente de Claudia Huaiquimilla, fue una de las películas chilenas más vistas en Ondamedia durante el primer año de pandemia. No creo que sea una coincidencia que Huaiquimilla esté también detrás del éxito de 42 días en la oscuridad. Es una directora que, como Raúl Ruiz, tiene un oído privilegiado para rescatar el habla chilena, construye sus personajes desde el cariño y no tiene miedo a abordar temas complejos, como los niños del Sename. Es una directora que conecta, que emociona, aunque lo que veamos en la pantalla, ese espejo incómodo de nuestra sociedad, sea, muchas veces, doloroso.

*Yenny Cáceres. Periodista y autora del libro Los años chilenos de Raúl Ruiz (Catalonia-Periodismo UDP), ganador del Premio Escrituras de la Memoria.

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