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Opinión

28 de Mayo de 2022

Elogio de lo propio

Agencia UNO

Este sábado 28 y domingo 29 de mayo es el Día de los Patrimonios 2022. Una instancia consolidada en el tiempo e irrepetible en su ideal: hacer salir a los chilenos de sus casas y volver a verse como ciudadanos, apropiándose del espacio público. Con un componente único, además, pues es un ejercicio que se hace no por necesidad -como casi todo lo que se hace- sino que solo por el placer de hacerlo.

Gonzalo Schmeisser
Gonzalo Schmeisser
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Resulta complicado mirarse a uno mismo sin un ojo crítico que no nos ponga más cerca de la parte baja de la escala. Por mucho amor propio que se demuestre hacia afuera, conocerse tan bien (estar todo el día y todos los días indefectiblemente con uno mismo) es sinónimo de dudar. Nos ocurre lo mismo con la ciudad en que vivimos, especialmente si es que hemos nacido, crecido, vivido y estado en ella sin algún paréntesis que haga mirar todo con perspectiva y balancear de mejor forma lo bueno y lo malo.

A menudo nos escuchamos decir a nosotros mismos que Santiago, salvo en contados sitios, es una ciudad más bien fea, desordenada, poco amable y una serie de epítetos que pueden estar mediados por la comparación natural con la imagen prístina que nos ofrecen los medios sobre otras ciudades (y a veces la propia). Pero, de alguna forma, puede también ser cierto. Santiago se ha vuelto un poco hostil de un tiempo a esta parte y los medios, las redes y el imaginario colectivo -el cuchicheo, en otras palabras- no han ayudado mucho a mejorar esa imagen.

Sin embargo, existe un día en que en que, de algún modo, esa idea se disuelve y se renueva el pacto entre ciudadano y ciudad. Esta simbiosis compleja se logra con el sencillo gesto de abrir los edificios con los que nos vinculamos habitualmente en nuestros andares citadinos, muchas veces sin fijarnos ni en sus pórticos, ni en sus fachadas; menos en sus frisos y cornisamentos; incluso a veces no nos molestamos siquiera en conocer el nombre de la institución que lo habita. Ahí está la estampa del Día de los Patrimonios, porque esas puertas cerradas, esas calles como caudales y esos parques como gimnasios, de pronto dejan entrar el aire y muestran las tripas de su propia historia, que no es más que la nuestra.

A menudo nos escuchamos decir a nosotros mismos que Santiago, salvo en contados sitios, es una ciudad más bien fea, desordenada, poco amable y una serie de epítetos que pueden estar mediados por la comparación natural con la imagen prístina que nos ofrecen los medios sobre otras ciudades (y a veces la propia).

¿Cuándo, si no, un arquitecto que ha oído hablar del edificio de la CEPAL (obra cumbre del modernismo chileno, de uno de los mayores arquitectos del siglo XX: Emilio Duhart) un sinfín de veces, desde su formación hasta el ejercicio de su oficio, puede entrar en él y deslumbrarse con el cruce perfecto entre ingeniería antisísmica, elogio del paisaje santiaguino y arquitectura de dimensiones simbólicas -Chile en la piedra y Latinoamérica en la cumbre- como ningún otro edificio de Santiago?

Y ese es sólo un ejemplo. Se abren palacios y sus jardines, se abren museos con sus colecciones, se abren universidades y colegios; se abren casas de personajes con nombres que nos suenan a historia. Y también se redescubren observatorios astronómicos abandonados, centros culturales conocidos y por conocer, fiestas urbanas, plazas y parques abiertos en su espíritu original, teatros, casonas patronales, mercados, cines, talleres, estadios, monumentos, bibliotecas, cités, calles, viñas, zapaterías, ex industrias, regimientos y todo ese paisaje urbano y rural que uno cree que está fuera de lo accesible para un ciudadano medio un día común y corriente. La historia que subyace detrás de esas fachadas por las que pasamos acelerados mirando hacia abajo, sin advertir que detrás de esas puertas se despliega un mundo.

Existe un día en que en que, de algún modo, esa idea se disuelve y se renueva el pacto entre ciudadano y ciudad. Esta simbiosis compleja se logra con el sencillo gesto de abrir los edificios con los que nos vinculamos habitualmente en nuestros andares citadinos, muchas veces sin fijarnos ni en sus pórticos, ni en sus fachadas; menos en sus frisos y cornisamentos; incluso a veces no nos molestamos siquiera en conocer el nombre de la institución que lo habita.

Patrimonio deriva de la conjunción de dos palabras en latín: patris, que refiere al padre, y onium, que refiere a lo que el padre nos deja y nosotros recibimos. Algo parecido a la herencia, pero que en estos escasos espacios se vuelve mucho más valiosa. No es solo lo material lo que nos legan quienes estuvieron antes, sino que hay implícitamente un sentido inmaterial cuya riqueza está más bien en lo que se percibe y aprehende con los otros sentidos. De esas pocas sensaciones que nos reúnen en torno a un sentir colectivo.

Y es que pocas instancias al año tienen el doble poder de convocarnos democráticamente en serio y a la vez ensanchar la siempre estrecha autoestima chilena para enorgullecernos de lo que hemos construido y hacer un elogio de lo propio. Por fin la ciudad bulle en tono amable: filas de personas esperando entrar a algún edificio no para reclamarle nada a la institución, sino que para sorprenderse con su arquitectura y el espacio que hay entre sus objetos. Un día que se parece mucho a las vacaciones, las de todos los chilenos al mismo tiempo. Un oasis -esta vez en serio- que se ha establecido como un momento tan feliz como extraño y que viene a alimentar la idea de que la ciudad puede ser un buen lugar.

*Gonzalo Schmeisser es Arquitecto UDP y Magister en Arquitectura del Paisaje UC. Ha participado en diversos proyectos editoriales y publicaciones afines al quehacer arquitectónico y a la narrativa. Es profesor en la escuela de arquitectura de la Universidad Diego Portales. Es, además, fundador de la revista online de arquitectura, viaje y palabra www.landie.cl

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