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Reportajes

19 de Julio de 2022

“Lemebel provocaba que me encogiera y luego me sentía desafiado y un poco culpable”: extracto del libro “Loca fuerte” de Óscar Contardo

Pedro Lemebel Agencia UNO

A través de una intensa investigación y decenas de testimonios de quienes lo conocieron, el periodista Óscar Contardo retrata en "Loca fuerte" (Ediciones Universidad Diego Portales, 2022) no solo la historia de un mito, sino la de un hombre complejo, a veces tierno, siempre rabioso, cuya voz no se ha apagado con la muerte. Aquí reproducimos uno de los capítulos del libro.

Por

Lo vi acercarse desde el parque con el paso leve de quien vuelve de un paseo. Caminaba ligero ignorando los límites de los senderos peatonales, mirando hacia un lado, luego hacia el otro, respondiendo saludos con una sonrisa. Pedro Lemebel se fue acercando en dirección al edificio donde lo esperaba desde hacía casi una hora, resistiéndome a la idea de un posible plantón. Era el último sábado de marzo de 2007, la tarde tibia de un otoño reseco santiaguino en el barrio Bellas Artes, sombreado de plátanos orientales y edificios de antigua dignidad burguesa; un vecindario que el propio Lemebel llamaba gay town, burlándose con ese apodo de las aspiraciones surgidas durante una época de prosperidad económica, la de la transición democrática –de la que él siempre desconfió–, que recubrió la zona con una cáscara de modernidad y arrojó un soplo cosmopolita sobre ese rincón coqueto del centro capitalino. Yo había sido puntual, pero realista: a pesar de que habíamos acordado y confirmado una fecha y una hora, era improbable que estuviera en casa, o más bien que todo fluyera sin algún contratiempo de último minuto. Ya había pasado antes. Nada era fácil con él, al menos nada que implicara un orden burocrático o una cita con un reportero que le pedía tiempo para rebuscar en su vida. Llamé por el citófono sin lograr respuesta y me senté en un escalón de la entrada, una fachada art déco curva frente al Museo de Arte Contemporáneo. Desde mi celular lo llamé al teléfono fijo de su casa –tal vez no escuchó el citófono, tal vez está durmiendo, pensé–, el único número que me había dado y que rara vez atendía. Esa tarde tampoco lo hizo. Decidí pensar lo mejor, ser optimista: anda de compras y llegará en algún momento. Ojalá antes que anochezca. Miraba alternadamente al parque y a la calle Santo Domingo, con la esperanza de que apareciera.

Hasta que lo vi venir.

Sabía cómo tratar con los periodistas; el de reportero era un oficio que desdeñaba como a un pariente indeseable. Nos consideraba “tristes funcionarios, periodismo soplón que usa grabadora y cámara en sus allanamientos policíacos”, según dijo al suplemento argentino “Ñ” en 2012. Ese desdén se reflejaba también en su escritura, ajena a todas las convenciones del periodismo. La crónica, el género que lo hizo célebre desde que publicó La esquina es mi corazón, en 1995, no necesitaba, creía él, tanto apego a los hechos como soltura estilística. Pedro Gandolfo, el crítico literario de El Mercurio, escribió en 2013: “La crónica es un registro del tiempo personal del cronista, de su particular situación, de su única e intransferible perspectiva. Si una perspectiva es un mirar-a-través, los escritos de Lemebel se caracterizan precisamente por la radical fidelidad de su mirada a su punto de vista, que el escritor no abandona, sino que, al contrario, defiende y en el cual se atrinchera y arremete”.

En sus libros de no ficción no cultivaba la exactitud de los datos ni la constatación de acontecimientos y fechas, como lo haría un cronista más clásico. La esquina es mi corazón abre con el relato titulado “Anacondas en el parque”. Ese texto interna al lector en la vida secreta de un parque al que acuden varones homosexuales a tener encuentros entre los arbustos. El narrador, una loca que se desliza por la ciudad buscando sexo, presenta el paisaje para luego concentrarse en un muchacho que huye despavorido de la policía que acecha a los amantes circunstanciales. El chico corre asustado en medio de la noche, atraviesa una avenida y salta hacia el lecho del río Mapocho, varios metros más abajo: “El cadáver aparece días después ovillado de mugres en la ribera del Parque de los Reyes. La foto del diario lo muestra como un pellejo de reptil abandonado entre las piedras”.

En este caso un periodista se concentraría en dar a conocer quién fue testigo del escape, buscar el día del incidente, el nombre del diario que consignó la muerte, la fecha de la noticia y la identidad del cadáver. Lemebel, en cambio, pasa de todo eso, se concentra en los ires y venires anónimos de varones silenciosos que se buscan con la mirada, y solo enfatiza la apariencia del cuerpo muerto del chico en una imagen bella y perturbadora: el pellejo de un reptil entre las piedras. Eso basta.

Cristián Alarcón, el escritor y periodista chileno-argentino, tiene una opinión firme sobre esa distancia entre la crónica periodística y el trabajo del autor de La esquina es mi corazón:

–Lemebel nunca hubiera pretendido la falacia del periodismo. Un periodista que quiere ser cronista es pretencioso. Un narrador que busca expresarse en una voz singular como Lemebel no es pretencioso, es ambicioso. Su ambición era infinita y era la ambición de la trascendencia de alguien que nació en la literatura y no en el periodismo. Pedro despreciaba la crónica latinoamericana tal como la conocemos en ese rostro más canónico y oficial.

Sabía cómo tratar con los periodistas; el de reportero era un oficio que desdeñaba como a un pariente indeseable. Nos consideraba “tristes funcionarios, periodismo soplón que usa grabadora y cámara en sus allanamientos policíacos”, según dijo al suplemento argentino “Ñ” en 2012.

El desdén por los datos y por el ejercicio de reportear era algo que Lemebel sabía transmitir. A mí, al menos, era capaz de hacerme retroceder con un parpadeo. Parecía oler mi ansiedad, mi pánico a que se escabullera dejándome sin material para mi artículo de triste funcionario, y hacía malabares con mi temor cada vez que le escribía o lo llamaba para preguntarle algo o pedirle acceso a un entrevistado de su entorno. Sin embargo, no lograba irritarme. Provocaba que me encogiera y luego me sentía desafiado y un poco culpable; reconocía que la descripción que él hacía del trabajo del reportero tenía mucho de real. Incluso su rabia y su resentimiento, de los que tanto se jactaba, me devolvían algo propio, como el eco de un grito que cruzaba el tiempo y que también me pertenecía. Lemebel lograba eso no solo con quienes lo conocieron personalmente, sino con sus lectores o quienes vieron en su figura y sus críticas políticas un destello que podía resultarles familiar, tanto así que luego de la revuelta social de octubre de 2019, que comenzó en el centro de Santiago y se extendió a la periferia y al resto de Chile, aparecieron en los muros pintadas con su nombre y esténciles callejeros de su rostro, como un símbolo de que vivía entre los descontentos y los agobiados a pesar de que había muerto en 2015, cuatro años antes del estallido.

El encargo de mi editora aquel otoño de 2007 era hacer una nota “polifónica” sobre Pedro Lemebel. Usó esa palabra que me obligó a aguzar el oído. Había que escuchar, preguntar, observar y acompañar. Así se lo dije a él en el primer correo que le envié cuando le planteé la idea de un perfil, una semblanza periodística para Gatopardo, una revista mexicana. Él aceptó mi propuesta sin demostrar entusiasmo. “Voy a tener que hablar contigo varias veces”, añadí. Lo que más le interesaba era que el perfil sería publicado en México.

Antes de esa tarde de otoño en que lo esperaba en la entrada de su edificio, habíamos tenido un encuentro durante el cual, a petición suya, no hubo grabadora; fue una especie de sesión de prueba en la que rendí examen. Me citó en el café junto a la librería Metales Pesados de su amigo Sergio Parra, a un par de cuadras de distancia de su departamento. Fue amable, dócil, sentí que había pasado la prueba, no tanto como para que se rindiera a mí con plena confianza –después Sergio Parra me contó que incluso me tenía un apodo– pero suficiente para que bajara la guardia. Si quería lograr la polifonía necesitaba entrar a su casa, ver cómo vivía, cómo se movía en ese espacio. Él lo sabía y creo que disfrutaba toreándome, balanceándome en la incerteza, sugiriéndome un día que sí, y al siguiente que no.

Cuando esa tarde de sábado finalmente llegó a la puerta, me saludó con un gesto ligeramente cálido aunque sin disculparse por el atraso. Me contó que venía de La Vega, de recorrer esa zona popular de Santiago, al otro lado del río, enfrente del Parque Forestal, que disfrutaba y a la que siempre volvía: a comprar, a comer, a visitar la iglesia de la Recoleta Franciscana o simplemente a deambular y conversar con veguinos, tenderos y floristas de la Pérgola. En la bolsa llevaba flores. Lamento no recordar exactamente qué flores, ni su color ni su olor. En el momento en el que rebuscaba las llaves para abrir el pesado portal de hierro, se inclinó en la escalinata más baja para dejar la bolsa –llevaba unas zapatillas de lona negra, me sacaba unos diez centímetros de estatura– dándome la oportunidad de escudriñarlo de perfil. Me fijé en el diseño del pañuelo que usaba en la cabeza: se había puesto el más tradicional, el de calaveras en blanco y negro con el que solía mostrarse en las fotografías y las entrevistas de televisión, que parecía la etiqueta de un frasco que contiene veneno o una calaca mexicana que le rinde homenaje a la muerte. Tenía varios de esos pañuelos, que alternaba con otros estampados con hojas de cannabis. Eran parte de su indumentaria habitual desde los años noventa.

El desdén por los datos y por el ejercicio de reportear era algo que Lemebel sabía transmitir. A mí, al menos, era capaz de hacerme retroceder con un parpadeo. Parecía oler mi ansiedad.

Durante el primer encuentro en el café junto a la librería de Sergio Parra, me había quedado suspendido en la cadencia de su fraseo, a veces duro y otras dulce, cantarín o burlón, con las eses serpenteantes, cierta manera de engolar la entonación y rematar de cuando en cuando una sentencia con un “¿nocierto?”, lanzada al interlocutor como una pregunta que no buscaba respuesta. De vez en cuando un vozarrón rotundo, que era el que usaba cuando ejerció como profesor de liceo –según él mismo me contó–, o los agudos de la complicidad marica que acababan en un “así es la cosa, pues niña”. Esta vez me detuve en su rostro ancho: los ojos como dos pequeñas incisiones sobre madera, con unos párpados que se elevaban apenas desde el lagrimal y luego caían lánguidamente en dirección a sus pómulos, confiriéndole un gesto a veces de ensueño y en ocasiones el del miope al que se le dificulta enfocar la vista; me fijé en el carácter de su nariz, que nacía fuerte, andina, y se volvía aguda, erguida, elevándose sobre las dos oscuridades ovaladas de las fosas nasales, un detalle que le daba un rictus amenazante. Bajo la nariz se abría, descendiendo hacia la boca, el perfil de una copa invertida, un ancho arco que marcaba la parte superior de su mandíbula y remataba en un labio superior muy fino, apenas una curva. Era pálido, muy pálido, sonrosado. Un mestizo de piel clara, de gesto severo o muecas pícaras, y actitud de sospecha permanente. Recuerdo que repetía siempre la palabra “sospecha” y la palabra “complicidad”.

Sintió mi mirada, rehuí con los ojos la suya, abrió el portal y me hizo pasar.

Lo había conocido antes, mucho antes, pero no se lo dije. La primera ocasión en que lo vi fue apenas fugaz, durante mi segundo año en la Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile, en 1993. Hasta allí llegó con Francisco Casas. Era la fase final de las Yeguas del Apocalipsis, la dupla artística que ambos formaron a fines de los ochenta y cuyas irrupciones le dieron a Lemebel un lugar en la historia de las artes visuales chilenas. La escuela estaba en huelga, tomada por el centro de alumnos que reclamaba mejores condiciones de equipamiento. El objetivo de Lemebel y Casas era montar una acción de arte –no les gustaba la palabra performance– en el edificio que alguna vez funcionó como cuartel general de la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), la policía política de los primeros años de la dictadura, y que en ese momento ocupaba la Escuela de Periodismo. La acción de arte, llamada Tu dolor dice: minado, ocupó las habitaciones de un subterráneo colmado de enchufes que se usaba como comedor. La leyenda contaba que esos enchufes habían servido para las sesiones de tortura. En una habitación sembraron copas llenas de agua y en otra se sentaron a leer, como quien repasa una lista, los nombres de las víctimas de la represión y sus números de identidad recogidos en el llamado Informe Rettig. La segunda vez que lo vi fue durante el verano de 1994, en la sede del Movimiento de Liberación Homosexual (Movilh), una vieja casa de adobe en la calle Granados en el costado sur del centro. Llegué con una periodista que había conocido ese verano durante una pasantía en el diario La Época. Ella era lesbiana, participaba en el Movilh con su pareja –uma activista que luego se fue de Chile–, y me animó a acompañarlas cuando le conté que había querido acercarme al movimiento pero que no había logrado dar con el teléfono: no figuraba en la guía telefónica ni estaba incluido en la agenda de organizaciones que usualmente usaban los diarios para ubicar a sus fuentes. Me llevaron hasta allí una tarde de otoño. Estuvimos en una reunión en la que se discutían ideas para impulsar la despenalización de la sodomía, lo que solo se logró en 1999. Aquella tarde, Lemebel vestía un camisón ancho, de color claro, tal vez blanco, tal vez una túnica o una solera. Usaba siempre una ropa difícil de clasificar: ¿era una camisa, una blusa, una polera ancha? ¿Qué tipo de corte tienen esos pantalones? ¿Era formal o informal?

¿Pantaletas de ejercicio o pantalones elasticados? En 1994 aún no había publicado su primer libro de crónicas, pero ya había ganado cierta visibilidad como columnista de Página Abierta, una revista creada por militantes del MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria) en 1989. Permaneció de pie mientras los demás discutían, sentados en una sala oscura con una ventana pequeña que daba a la calle. La reunión tardó en tomar forma entre las bromas y el cotilleo de los corros de activistas que entraban de a poco. El tema del día era crear y lanzar una campaña de difusión con afiches callejeros, algo difícil en un mundo en el que las personas homosexuales no existían más allá de los chistes y los programas sensacionalistas sobre la epidemia del sida. Algunas cosas estaban cambiando con el retorno a la democracia en 1990, otras permanecían igual.

Aquel sábado de 2007, seguí a Lemebel hasta el ascensor y subimos a su departamento en el cuarto piso. Sobre el umbral de la puerta colgaba la imagen de una virgen peruana.

–Es la Virgen de la Puerta, me encanta Perú porque allá mis ojos chinos no son raros –me dijo.

Era una frase que ya había escrito en Adiós mariquita linda, su quinto libro de crónicas, publicado en 2004.

El departamento tenía un pasillo de entrada largo que desembocaba en una salita que, a su vez, remataba en un balcón con vista a las ventanas de un edificio vecino. Estaba decorado con pulcritud y sobriedad. Incluso todo lo que podría haberse considerado barroco, algunos adornos de reminiscencias religiosas dispuestos sobre los arrimos, un altar con otra virgen (tal vez la del Carmen, la favorita de su madre, o la de Guadalupe) y una foto de su madre, lucía como un guiño sobrio en ese espacio. El mobiliario era simple: un sillón, una alacena que bien pudo haber sido un ropero, un comedor de madera de álamo de los que se usaban en las cocinas antiguas, cuatro sillas. Nada nuevo ni con la apariencia de haber sido comprado en un centro comercial. Sergio Parra me había dicho que Lemebel, en ocasiones, veía un mueble tirado en la calle y si le gustaba se lo llevaba a su casa. Nunca compraba en las grandes tiendas, ni siquiera su ropa: prefería las ferias callejeras de los suburbios.

La segunda vez que lo vi fue durante el verano de 1994, en la sede del Movimiento de Liberación Homosexual (Movilh), una vieja casa de adobe en la calle Granados en el costado sur del centro.

Mientras me acomodaba en el sillón, me contó que el departamento era suyo, lo había comprado en el momento justo: lo vendían barato antes de que los precios en el área se encumbraran en una burbuja que no terminaba de elevarse. Mencionó el monto con una sonrisa picarona, ladeando la boca –la torcía tanto para subrayar las frases cómicas como los sarcasmos–, y se sintió complacido con mi gesto de sorpresa. Era muchísimo menos de lo que cobraban por un departamento nuevo, pero más pequeño, en el mismo barrio.

–Aquí no he hecho fiestas –me dijo.

Ese departamento de la calle Santo Domingo, al que se había mudado en octubre de 2006, había significado un cambio fuerte para él. Antes había vivido al otro lado del río Mapocho, en un casita de calle Dardignac del barrio Bellavista, donde las fiestas y las borracheras eran constantes. Los reclamos de los vecinos también. Así son las cosas, pues niño, dijo, mientras disponía las flores y ajetreaba en la cocina arreglando la mesa en la que serviría el té, un traqueteo doméstico que me calmó la ansiedad.

No recuerdo haber visto grandes estantes de libros, uno de los puntos en los que suelo quedarme a husmear cuando visito una casa ajena por primera vez. Me detuve, eso sí, en una obra de Alfredo Jaar, creo que era una fotografía, colgada en uno de los muros del living, y especialmente en los grabados de Juan Domingo Dávila –el artista visual chileno radicado en Australia– ubicados en un lugar de privilegio. Me comentó que el propio Dávila se los había regalado. Ambos se conocieron en la época de las Yeguas del Apocalipsis, antes de que Lemebel se consagrara como cronista. Los presentó la crítica de arte y ensayista académica Nelly Richard en alguna de las visitas a Chile que hizo Dávila a principios de los años noventa. Salieron juntos a la noche santiaguina y tuvieron una legendaria juerga en Valparaíso con un grupo de amigas entre las que estaban la poeta Carmen Berenguer y la periodista Rita Ferrer. La fiesta empezó en un bar del barrio rojo del puerto y se extendió hasta el amanecer en la casa de una prostituta que invitó al grupo a seguir la parranda. Sin embargo, el propio Dávila me contó que no todas las salidas nocturnas eran tan memorables como aquella de Valparaíso: en una ocasión, llegaron con Lemebel cerca de las 11 de la noche a la Fuente Holandesa –que solía permenecer abierta hasta la madrugada–, un boliche destartalado en calle Santa Rosa, en el centro de Santiago, que con los años y por costumbre se transformó en la parada habitual de hombres homosexuales ya mayores y de los travestis del barrio. Cuando quisieron entrar un dependiente los detuvo: “Nos dijeron que estaba cerrado, lo que obviamente no era así. Me ocurrió muchas veces saliendo con Pedro, lo miraban y no lo dejaban entrar”, me escribió Dávila por correo electrónico.

Precio de referencia: $16.000
277 páginas.

El libro de Óscar Contardo sobre Pedro Lemebel puede ser encontrado aquí.

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