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Opinión

20 de Julio de 2022

La centralidad de los símbolos

Agencia UNO

Necesitamos posiblemente, y quizás como nunca en la historia de la República, pensar la ciudad como la casa de todos.

Marcelo Mardones
Marcelo Mardones
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Aunque muchas veces se les percibe como discusiones intelectuales, los debates sobre el arte -y en particular aquel de carácter público como la estatuaria o la arquitectura- suelen filtrarse hasta el ciudadano de pie y los medios de comunicación masivos, entre ellos, las redes sociales. Hace un par de semanas, el Consejo de Monumentos Nacionales decidió finalmente trasladar en forma definitiva la estatua de Virgilio Arias sobre el general Baquedano, héroe criollo de la Guerra del Pacífico, desde su emplazamiento en la disputada plaza homónima hasta las dependencias del Museo Militar. Alegando como principal motivo los daños que venía sufriendo el monumento desde el inicio de las protestas masivas en el sector tras el inicio del estallido social, se removía con este gesto un símbolo de la historia oficial (siempre tan allegada al militarismo) tras casi cumplir un siglo en el lugar. 

Instalada en 1928 por el Carlos Ibáñez del Campo, su ubicación en aquel punto específico de la ciudad puede ser interpretada como algo más que una presencia en el paisaje. La representación del militar y su caballo en el lugar obligó en ese momento a renombrar el espacio: de la antigua plaza La Serena a la posterior plaza Colón, será durante el “momento nuevo” de la modernización ibañista cuando el Estado decidirá que aquel punto de Santiago serviría de justo emplazamiento para la representación del general. Gesto ignorado por su carácter casi anecdótico durante aquel momento, se trató de una performance llena de simbolismos: cuando aún permanecían con vida veteranos de las campañas bélicas nortinas, su memoria parecía quedar eternizada con la presencia de su figura y, sobre todo, de los restos mortuorios de un soldado desconocido bajo su plinto.

Para el momento político global y local en que se desarrolló esta performance, es indudable que la decisión de construir dicho monumento e instalarlo en ese lugar respondía a una acción propagandística, aquella novedad del siglo XX que gracias a los medios de masas abría nuevos canales a la política. Las escenificaciones en el espacio público del poder se multiplicaron en dicho contexto: la modernización urbana fue para el ibañismo parte fundamental de su proyecto y visibilidad. La necesidad de consolidar el nuevo pacto social abierto por la constitución de 1925 tenía así un correlato material en la ciudad, la materialización del nuevo Chile que pretendía construir el militar. La llegada de profesionales como el austríaco Karl Brunner, contratados por el gobierno, aseguraban el desarrollo de una nueva disciplina, el urbanismo -la ciencia de la ciudad-, así como el deseo de renovar el paisaje de la capital mediante la construcción de áreas verdes, el trazado de nuevas vías, los mejoramientos en las infraestructuras y otros planes.

Así, la estatua de Baquedano era un resabio de aquel proyecto urbano que venía a consolidar un sector cuya relevancia iba a crecer durante las décadas siguientes: con la salida de las elites desde el centro, las comunas de la zona oriente fueron ganando importancia en su carácter residencial. Las industrias y áreas extractivas del sector fueron remplazadas por áreas verdes y un nuevo viario, mejores infraestructuras y una creciente actividad comercial: Providencia, el ejemplo de ciudad jardín tan bien estudiado por Monserrat Palmer, fue la cristalización de este proceso donde la plaza Baquedano se convirtió en portal de la renovada ciudad propia, siguiendo la antigua mirada de Vicuña Mackenna sobre el área central de la capital. Aquí fue cuando se consolidó el antiguo vértice oriente del camino de cintura proyectado como límite de Santiago por el famoso Intendente, pero ahora como nodo y articulador de la metrópolis masiva. Una nueva centralidad surgió en este punto de la ciudad, donde confluían trenes – con la estación Providencia, ese ícono del patrimonio perdido- y los medios de transporte modernos: los flujos de gente que pasaban por este punto realzaban el carácter de nodo por donde se distribuían vehículos y personas hacia una ciudad ahora doble: la de las élites y la de los otros.

Para el momento político global y local en que se desarrolló esta performance, es indudable que la decisión de construir dicho monumento e instalarlo en ese lugar respondía a una acción propagandística, aquella novedad del siglo XX que gracias a los medios de masas abría nuevos canales a la política.

Con esto surgía también un espacio de disputa. Recordemos por ejemplo los intentos por instalar en el lugar el monumento en memoria a Jaime Guzmán, propuesta polémica que movilizó a los vecinos en su contra. Y de punto de celebraciones y manifestaciones públicas, tras octubre de 2019 se convirtió en el escenario del declive de un proyecto: si la llegada del monumento a Baquedano había coincidido con el nacimiento de un nuevo orden –incluyendo un texto constitucional en 1925-, el declive del neoliberalismo impuesto por la Dictadura encontró en la plaza un lugar para demostrar el malestar. Las jornadas de protestas masivas pusieron en jaque no solo la presencia de la estatua del general, cuestionada por muchas voces críticas frente a los discursos de la historia oficial, sino al sistema político completo. La decisión de un llamado hacia una constituyente se escenificó así en el monumento y sus continuas intervenciones; aquel símbolo de la ciudad pasaba a ser ahora símbolo del cuestionamiento generalizado.

Así, el vacío en que ha quedado aquel círculo de tierra estéril con un plinto desnudo parece la metáfora precisa de un momento político de incertidumbre: ¿qué sucederá en ese espacio? Esta pregunta no tiene hoy una respuesta certera, como tampoco la tiene el proceso constituyente según lo indican las encuestas y el ambiente de la opinión pública. Pero nos habla con mucha claridad de la necesidad de proyectar la ciudad y sus símbolos más allá de la historia oficial y sus discursos, de las funcionalidades espaciales y la decoración urbana; estamos en un momento donde es necesario replantearse el espacio público e incluso nuestras nociones de patrimonio para superar los conflictos y la crisis, incluyendo la violencia contra los equipamientos y servicios públicos. Necesitamos posiblemente, y quizás como nunca en la historia de la República, en pensar la ciudad como la casa de todos, más allá de los eufemismos políticos de última hora que parecen más bien pujar por la mantención del status quo antes que la proyección del futuro. En estos gestos, creo, está nuestro porvenir. 

*Marcelo Mardones es académico de la Escuela de Historia UDP.

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