Secciones

Más en The Clinic

The Clinic Newsletters
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Opinión

1 de Septiembre de 2022

Un guerrillero, una bandera en el culo y los huasos: la “Lavinización” de la diferencia

La diferencia no es lo mismo que la alteridad. La alteridad es más diferencia que la diferencia, es una distancia intratable con lo otro. Una distancia que no permite decir qué es exactamente el otro, ni comprenderlo, ni empatizar. La diferencia en cambio reduce la distancia con lo extraño, estrangulándola con alguna categoría, explicación o diagnóstico; la diferencia coloniza.

Constanza Michelson
Constanza Michelson
Por

A Bernardita Machuca

¿A qué le teme Héctor Llaitul?, parece que bastante a lo que hoy llamamos posmodernidad. Puede ser de derecha o de izquierda, es un tipo de colonización de baja intensidad, pero para nada inofensiva.  Es capaz de absorber lo extraño y volverlo familiar, homogenizar lo que encuentra y desleonizar a los leones: hacer de la diferencia catálogos amigables. Y Llaitul, no parece disponible a que su violencia sea desviolentizada y ser tratado como se trata a un animal domesticado. Es lógico entonces que -según las transcripciones que hizo la policía de sus conversaciones – hubiera preferido a un presidente como Kast. Así lo trataba de terrorista sin eufemismos, y peleaban como patriarcas de siglo XX.

Parece contraintuitivo, pero la diferencia, o bien su lógica actual, que le quita lo radicalmente diferente a la diferencia; genera reacciones insólitas, incluso puede encender el racismo. Me explico. La diferencia no es lo mismo que la alteridad. La alteridad es más diferencia que la diferencia, es una distancia intratable con lo otro. Una distancia que no permite decir qué es exactamente el otro, ni comprenderlo, ni empatizar. Es lo extranjero, aunque esté cerca, a veces dentro de uno mismo.  Nadie se conoce (aunque pocos creen eso todavía). Es la parte que nunca se entiende del todo y es fuente, a veces, de dolor y malentendido, otras, de fascinación; pero cuando falta esta distancia, aparece la amenaza de la fusión. Y eso nos pone a la defensiva. Paradójicamente, nos podemos pasar la vida buscando que alguien nos diga qué somos, pero si lo encontramos y nos define, no tardamos en encontrar alguna excepción para contradecirle.

La diferencia en cambio reduce la distancia con lo extraño, estrangulándola con alguna categoría, explicación o diagnóstico; la diferencia coloniza. Es terminar una discusión en la que se dice: tú dices eso porque tienes depresión o porque eres homosexual, o porque eres blanco o amarillo. Las categorías, esa forma de diferencia, mata la singularidad de las cosas. A la vez es cierto que no podemos vivir sin ellas. Sin embargo, hay una rebeldía no programada que se las arregla para encontrar su “fuera de todo”. Eso es la alteridad, un “otro mundo” en el mundo; no le interesa la diferencia, porque no es el reverso de algo, no es la mujer al hombre, no el occidental al oriental, es simplemente otra cosa. Tampoco es “lo no binario”, que se vuelve el binario de lo “sí binario”. La diferencia, es binaria. La alteridad no. Y no se puede definir, nadie puede decir “soy la alteridad”. Es una imposibilidad lógica.

Eso es la alteridad, un “otro mundo” en el mundo; no le interesa la diferencia, porque no es el reverso de algo, no es la mujer al hombre, no el occidental al oriental, es simplemente otra cosa. Tampoco es “lo no binario”, que se vuelve el binario de lo “sí binario”. La diferencia, es binaria. La alteridad no”.

Freud decía que las guerras se producían entre los más cercanos, quienes, a falta de distancia geográfica o simbólica, acentúan lo que llamó “narcisismo de las pequeñas diferencias”. Es decir, se exageran, o bien se inventan, como en el racismo, diferencias para poner un tabique que genere alguna distancia con lo que amenaza. Reacción que tiende a ser violenta porque es un enfrentamiento tú o yo, ellos o nosotros. Entonces cuando no hay lugar a la alteridad, y su expresión en la pluralidad, aparece el infierno de las pequeñas diferencias.

La diferencia es el afán por nombrarlo todo, “pacificarlo”, bajo la utopía, aunque secreta, de unificarlo todo después. Ser todo lo Mismo. Bastante se ha dicho sobre la homogenización que se aceleró y expandió en los noventa. La globalización, que no es sino la de la sociedad de consumo, fue propagándose con una imagen homogénea del mundo: el turismo, los gustos, la estética, la diferencia se estandarizó. En Chile, un fiel representante de las imágenes consensuadas, licuadas y desabridas fue Joaquín Lavín. Sorprendía quizá como el primer representante del buenismo; capaz de hacer rituales a la Pachamama, besar a un travesti, a la vez que sepultaba bajo el pasto de los cementerios nuevos, esos que no dan miedo, la impunidad de la dictadura. Fue pasando de moda la fantasía del globish (la idea de hacer un inglés simplificado para que se transformara en la lengua universal de la globalización), pero ese proyecto no acabó. Hoy nos tiene a todos hablando con emoticones, a algunos con la lengua del activismo globalizado, a otros, resistiéndose a ella.

En Chile, un fiel representante de las imágenes consensuadas, licuadas y desabridas fue Joaquín Lavín. Sorprendía quizá como el primer representante del buenismo; capaz de hacer rituales a la Pachamama, besar a un travesti, a la vez que sepultaba bajo el pasto de los cementerios nuevos, esos que no dan miedo, la impunidad de la dictadura”.

Más allá de la necesidad reivindicativa, el tratamiento a la diferencia no pocas veces cae en la trampa de la “Lavinización”: en hacer listados de diversidad sin alteridad.  Desde ese ángulo es posible pegarle una llamadita a alguien que es nombrado como terrorista, que, por cierto, asumo no debiese ser extraño en el enfrentamiento de conflictos en política, pero sí es curiosa la ingenuidad de la forma, como si se llamara a un tío lejano. O bien, subir al escenario de un espectáculo masivo a un grupo de disidencia sexual, sin dudas, sin riesgos, sin temblor, como si fueran Xuxa y sus paquitas. Para luego escandalizarse de que ni el guerrillero ni lxs disidentes, cumplían con lo que la “diferencia” administrada puede absorber.

El problema es que con la alteridad no se puede hacer un programa. No se le puede dar un derecho, porque no tiene nombre. Existe no más. Hablamos mucho de diferencia, pero nos cuesta soportar la alteridad, y con razón, porque nos saca de nosotros mismos, nos exige responder, inventar. La alteridad de las cosas nos obliga a comparecer. Un virus, un estallido, un fracaso, nos hace reformular lo que somos y lo que hacemos. Claro, en el mejor de los casos, porque siempre podemos culpar a otro o delegar toda la responsabilidad de nuestro pedazo de mundo.

Estamos llenos de síntomas que revelan nuestra huida de la alteridad. El historiador Pablo Aravena investiga el tratamiento posmoderno del pasado, dice que hoy, la llamada historia pop, tiende a consumir pasado, para reafirmar el presente, no para interrogarlo. El pasado, dice, tanto como las escasas imágenes de futuro que tenemos, no generan extrañeza, sino conformidad con nuestras ideas del presente. El pasado ya no es una alteridad. Tampoco parece que la naturaleza, ya sea porque usufructuamos de ella como si fuese mercancía, o bien la antropomorfizamos dándole derechos. Como si ya no pudiésemos enfrentar su alteridad para respetarla, inventar una relación, un saber situado. Volver a crear un plan.

A veces la gente dice que el psicoanálisis no sirve para nada. En un punto tienen razón, porque hay síntomas – nuestras partes disidentes – que no desaparecen. Con la rareza que cada quien lleva, se comienza una y otra vez. Viene, molesta, se va y vuelve. Es como la muerte y sus metáforas (por más que hoy esté de moda la fantasía oceánica de fundirse con el Todo): nunca se supera. Se enfrenta cada vez. El fracaso con el asunto de la alteridad es, por ejemplo, cuando creemos que después de varias relaciones de pareja, la próxima saldrá mejor. Y por supuesto no hay ninguna garantía, porque cada encuentro trae una alteridad. La mejor lección es estar disponibles a fracasar, cada vez mejor eso sí.  Y estar disponibles a empezar otra vez.

Desde ese ángulo es posible pegarle una llamadita a un terrorista, que, por cierto, asumo no debiese ser extraño en el enfrentamiento de conflictos en política, pero sí es curiosa la ingenuidad de la forma, como si se llamara a un tío lejano. O bien, subir al escenario de un espectáculo masivo a un grupo de disidencia sexual, sin dudas, sin riesgos, sin temblor, como si fueran Xuxa y sus paquitas”.

Esto es lo que apruebo del proceso constituyente. Su parte alter, que nos obliga a comparecer: a responder por el porvenir. El estallido nos obligó a pensar, y seguramente todo este proceso nos exigirá repensar y crear. Eso sí, si logramos salir, aunque sea un poco del “narcisismo de las pequeñas diferencias”, que es pura exageración identitaria: un duelo de reafirmación y culpas cruzadas. La escena de los ciclistas y los huasos es una a la que vale ponerle atención, antes que ponerse a gritar. Por un lado, el estereotipo de los ciclistas, desde luego no cada uno, sino lo que representan en masa en esa escena: simbolizan la cultura global, encarnan insoportablemente el Bien (y que sabemos nunca ve su parte maldita). Mientras que, los huasos, en ese encuentro, también en masa, representan la reacción: la emergencia de integrismos y comunitarismos en el mundo. Y que suelen, con violencia, procurar buscar un tabique para no ser absorbidos.

Nuestra época padece de dos amenazas simultáneas. Por un lado, el empuje de una de cultura que se pretende universal, que en el fondo no es sino la globalización neoliberal, es decir, un modo y pensamiento estereotipado, lleno de diferencias que aplastan la alteridad. Y, por otro lado, su reacción, los comunitarismos, que esencializan a las culturas como si fuesen cosas estáticas, identidades que sólo buscan confirmarse a sí mismas. ¿Hay alguna salida? Las culturas son algo vivo, son recursos, potencialidades que están disponibles si son activadas; no son cosas cerradas y terminadas. Francois Jullien trae un concepto para intentar superar el problema de los universales y el repliegue identitario, le llama “écart”, algo así como una brecha. Tal como la alteridad, la brecha no es una suma de diferencias, sino un “entre” las cosas. El “entre” tampoco es un relativismo cultural (que es otro falso universal), sino otra cosa: algo común, más allá de las partes. Y ese común, es sobre todo un lugar vacío, que permite el encuentro, y a la vez la diferencia. Pero no la diferencia como identidad cerrada, sino la diferencia que crea la distancia saludable entre las partes. El “entre” pone en vilo a las identidades fijas, porque lo que ha sido separado ya no puede volver a sí, pierde su suficiencia. La distancia del “entre” es mejor que cualquier sermón contra el racismo, crea un común que no es binario. Por lo tanto, obliga al diálogo. Desde luego un diálogo no banalizado, sino uno que es un recorrido, un diálogo verdadero toma tiempo.

La nueva Constitución no es sólo un texto que puede ser considerado bueno o malo, un triunfo (o un fracaso, según el resultado del plebiscito) sobre otra cosa de manera definitiva. Es de algún modo un “écart”:  es decir un “entre” que abre a la cultura de la que venimos, no la borra. Y esa apertura creará algo que aún no podemos saber, pero nos toca darle forma. Pase lo que pase, algo ya pasó. El tiempo aprobó silenciosamente algo, y ante eso nos toca comparecer. No se trata de ganadores y perdedores, por cierto, otro binarismo insoportable; algo ha ocurrido más grande que cualquier actor.

La nueva Constitución no es sólo un texto que puede ser considerado bueno o malo, un triunfo (o un fracaso, según el resultado del plebiscito) sobre otra cosa de manera definitiva. Es de algún modo un “écart”:  es decir un “entre” que abre a la cultura de la que venimos, no la borra. Y esa apertura creará algo que aún no podemos saber, pero nos toca darle forma. Pase lo que pase, algo ya pasó”.

Post scriptum: unas mujeres peruanas hablaban en la plaza sobre el plebiscito. Decían que iban a votar Apruebo. A veces las escucho conversar entre ellas, hablan de un modo en que casi no les entiendo, hablan en su español peruano, el que acá desperuanizan, pero no lo pierden. Siempre extranjeras; mantienen en secreto su lengua en el trabajo, generalmente doméstico. Pero no están para nada domesticadas. ¿Qué aprueban? ¿Es una esperanza para quién? Algunas llevan más de una década acá, mantienen la promesa de volver con su familia, algunas se van, otras ni saben por qué se van quedando; a veces ya no saben dónde volver. ¿Votan por sus hijos? ¿Por los hijos de los chilenos que cuidan? Algo me conmovió ese día. Quizá ser testigo del mundo que abrieron, medio allá, medio acá, de su manera -seguramente por sobrevivencia- de echar raíces. Que nada tiene que ver con una identidad, ni menos con amar una patria. En un “entre” existen y ahí esperan algo del mundo. Y yo que a veces me dedico a escucharlas, pensé que en realidad les debo esta dedicatoria.

*Constanza Michelson es psicoanalista y escritora. Su último libro es “Hacer la noche”.

Notas relacionadas

Deja tu comentario