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Entrevistas

20 de Agosto de 2023

Alfredo Castro postula por primera vez al Premio Nacional: “El Estado de Chile tiene otra gran deuda histórica con sus artistas y la creación”

FOTO: Felipe Salgado

El actor y director teatral de 67 años fue presentado por primera vez y por compañeros de escena al galardón que se falla esta semana que viene. Lo avalan –dice– cuatro décadas dedicado a formar nuevas generaciones y al frente del Teatro La Memoria, además de una reconocida carrera internacional en cine. La ficción lo sitúa ahora en roles antagónicos, a 50 años del Golpe: por un lado, interpreta al colaborador más cercano al Pinochet vampiro en "El conde", su sexta película junto a Pablo Larraín; y del otro, al exPresidente Salvador Allende en la esperada serie "Los mil días de Allende", para el que investigó y se preparó durante un año. Ambas producciones debutan en septiembre, y comenta: “Los dos personajes quedan en el lugar histórico que se merecen”.

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Es primera vez que su nombre estará en la nómina y no puede evitar sentir una cuota de pudor. Semanas atrás, Alfredo Castro fue postulado al Premio Nacional de Artes de la Representación que se entrega esta semana que viene y para el que ya suenan otros nombres como el dramaturgo Marco Antonio De la Parra, los actores Luz Jiménez, José Soza y Jaime Vadell, además del documentalista Patricio Guzmán. La última en recibirlo fue la bailarina Joan Turner, en 2021.

“Nunca se me hubiera ocurrido postular yo solo, qué vergüenza, mucho menos junto a todos esos tremendos artistas y creadores”, dice ahora el actor y director en una cafetería en Providencia.

El fundador del Teatro La Memoria fue presentado al premio por la compañía Teatro La Provincia y por su director, Rodrigo Pérez, colaborador artístico suyo desde hace más de 30 años. Lo apoyan, entre otros, algunos ganadores del mismo galardón concedido por el Estado, como el artista Gonzalo Díaz, la escritora Diamela Eltit y el actor y director Héctor Noguera.

Renovador de la escena teatral postdictadura –junto a Ramón Griffero, Mauricio Celedón y el grupo La Troppa–, a Alfredo Castro lo avala una prolífica trayectoria de más cuatro décadas dedicadas al escenario; desde sus inicios en la Escuela de Teatro de la Universidad de Chile, su paso por el Teatro Itinerante en los 80, el trabajo sostenido junto a su compañía y en la formación de nuevas generaciones de teatristas en distintas universidades. Rostro desertor de la televisión –con recordados roles en las teleseries de TVN de los años 90 y 2000–, fue redescubierto como actor de cine después de los 40 años y actualmente es uno de los intérpretes chilenos de mayor renombre en el mundo.

La postulación lo encuentra probablemente en el mejor momento de su carrera: acaba de grabar una película argentina –El viento que arrasa, de Paula Hernández, basada en la exitosa novela de la escritora Selva Amada– y dentro de los próximos meses grabará otros dos filmes en España y República Dominicana. En paralelo, habrá dos retrospectivas de sus películas en la Universidad de Princeton, en Nueva York, y otra en el Festival de Cine Biarritz, en Francia. Por si fuera poco, Castro estará, además, en dos de los grandes estrenos audiovisuales del año en Chile. Y ambas debutan en septiembre: la serie Los mil días de Allende (TVN) y El conde, la nueva película de Pablo Larraín para Netflix. De ambas, hablará aquí por primera vez.

“Cuando me propusieron postular al premio, no dije que sí de inmediato. ¡Lo pensé harto!”, dice. “El foco está puesto en mis 45 años dedicado al teatro y como pedagogo. Esa es mi labor más contundente e histórica, porque también está el reconocimiento a mi trayectoria, pero esos son honores para el cine chileno más que para mí. Siempre he pensado que uno para ser docente tenía que demostrar en su cuerpo quién era uno en su obra. Y pienso que los alumnos y alumnas que he tenido han podido comprobar que mi cuerpo es evidencia del trabajo que he hecho durante todos estos años”, comenta el actor.

Alfredo Castro partió haciendo clases a comienzos de los 80 en el Club de Teatro del recientemente fallecido director y Premio Nacional, Fernando González, quien además fue su maestro en la Universidad de Chile. Tenía veintipocos años y comenzó impartiendo un ramo de maquillaje en los inicios de la academia. Con el tiempo, se convirtió en su asistente en el ramo de actuación, primero en los cursos para aficionados de la noche, y luego en los de las mañanas. Desde entonces, el actor ha hecho clases en distintas universidades del país.

¿Buscó apoyo para su postulación en alguna de esas instituciones?

–No creo. Siempre ha sido esquiva mi relación con la academia y las instituciones, a pesar de que siempre he estado ligado a varias. He hecho clases en la Universidad de Chile, en la Católica, en el Duoc, en la Mayor y en la Andrés Bello, donde además fui director de carrera. En regiones también, he estado en muchas partes, pero siempre ha sido de manera muy esporádica. Uno, porque yo tengo que trabajar en otras cosas para poder vivir y nunca puedo amarrarme. En eso, la Católica fue especialmente grata conmigo y me aguantaron ir a filmar y volver dejando un asistente, pero no es común.

Muchos artistas ven este premio no solo como un reconocimiento a su trayectoria, sino como una pensión que no alcanza para todos los que la merecen. ¿Qué piensa al respecto?

–Así como con los profesores y la educación, el Estado de Chile tiene otra gran deuda histórica con sus artistas y la creación. Y creo que deberían entregar varios premios nacionales de una a gente que lo merece. Sería una forma de ponerse al día con tantos gremios con los que el Estado ha sido egoísta. El premio no da abasto, porque se entrega cada dos años y porque, además, agrupa al teatro, a la danza, a la performance y también al audiovisual.

Por otro lado, pasa algo interesante y es que yo estoy en un filo muy delicado, porque me jubilé. Estaba en edad de hacerlo y lo hice. Me impuse por el mínimo durante todos los años que pude hacerlo como privado, y hoy recibo $156.000 mensuales de los $35 millones que tenía. Además, yo tengo un teatro, y para comprarlo vendí una casa y una camioneta, entonces no pude postular a la Pensión Única Garantizada. Tendría que venderlo y pensar en comprarme un departamento para tener otro ingreso, pero sigo creyendo en la labor social que tiene ese espacio y permanezco ahí. El Teatro La Memoria no ha sido especialmente una vitrina para mí. Lo único que he hecho en ese teatro es poner plata, poner plata y poner plata, además de pagar, pagar y pagar. Entonces, estoy en una extraña zona de tener y no tener. El clásico dilema de la clase media de este país.

Usted mencionó su trabajo junto a Fernando González, de quien fue cercano hasta el final a pesar de las antiguas denuncias de abusos y malos tratos que pesaban sobre él. ¿Qué piensa del hoy cuestionado rol de los maestros?

–En primer lugar, quiero dejar claro que nunca avalaría un abuso bajo ningún punto de vista. Luego, que Fernando González fue mi maestro y el de varias otras generaciones, y yo creo que todos desde el día uno sabíamos quién era él. Era barrero con los buenos y malos alumnos, y muchos de nosotros en esa época sabíamos que invitaba a su departamento a tomarse su famoso pisco sour, pero bastaba con que dijeras que no, que basta, y al día siguiente te pedía disculpas. Hoy, eso a nadie se le perdona y yo lo comparto, pero también hay que saber marcar el límite. Yo tuve otro profesor que me humilló profundamente y que debería estar preso, pero aún debe andar dando vueltas en la Universidad de Chile, quién sabe. La enseñanza y la disciplina del teatro no pasa muchas veces por el abuso, sino por el rigor. Y eso muchas veces se malinterpreta de ambos lados, sobre todo ahora.

Convirtiéndose en Allende

Alfredo Castro tenía 16 años cuando la Junta Militar bombardeó La Moneda el 11 de septiembre de 1973. Estudiaba en el Liceo 11 Rafael Sotomayor de Las Condes, donde tenía compañeros que eran hijos de profesiones, como él, y otros que venían de sectores populares como la población Ho Chi Minh, que la dictadura rápidamente rebautizó como Villa San Luis. Su padre –médico, masón y compañero de Salvador Allende en la Gran Logia– trabajaba por esos años en el Hospital Barros Luco, donde incluso compartieron accidentalmente el pabellón. Fue allí también donde fue retenido semanas después del Golpe, acusado de ocultar armas.

“No pasó a mayores, pero fue un gran susto para él y para todos”, recuerda hoy el actor.

Era una historia que su padre –ya fallecido, con poco más de 90 años– solía contarle y que le sirvió para construir la dimensión más íntima del exPresidente socialista en la nueva serie Los mil días de Allende, que solo días atrás reveló sus primeras imágenes y que se estrenará por TVN –aún sin fecha confirmada– en septiembre próximo.

Producida por Parox y bajo la dirección de Nicolás Acuña (El reemplazante, Inés del alma mía), la serie de cuatro capítulos aborda los tres años de gobierno de la Unidad Popular y último periodo de vida de Salvador Allende. Fue grabada durante dos meses en distintas locaciones en Santiago, como los estudios de TVN –donde se filmó la escena del Golpe–, además de varias otras ciudades como Lota y Puerto Montt. El elenco lo encabezan Aline Kuppenheim (Hortensia Bussi), Francisca Gavilán (Miria Contrera, “Payita”), Daniel Alcaíno (Augusto Pinochet), Benjamín Vicuña (Che Guevara) y Néstor Cantillana (José Tohá).

Cuando el productor Sergio Gándara lo llamó para ofrecerle el papel en pleno 2021, Alfredo Castro contuvo la emoción y manifestó un solo reparo: “Le dije: yo no me parezco en nada a Allende y no sé cómo pretenden lograrlo. No te preocupes, lo solucionaremos. Dicho eso, acepté”, cuenta.

Investigó durante un año para preparar al personaje y sumergirse nuevamente en esa época; leyó cada biografía, vio un sinnúmero de documentales, entrevistó a Patricia Espejo –una de sus secretarias– e incluso fue invitado por la senadora e hija del exmandatario, Isabel Allende, a la casa familiar en calle Guardia Vieja, donde permanecen sus pertenencias. Recorrió su oficina, su pieza y hasta se sentó en su lugar en la cabecera del comedor.

En paralelo, un equipo de maquilladoras a cargo de Margarita Marchi (Post Mortem, Araña) tuvo la misión de hacerlo lucir idéntico. Hubo pruebas con distintas prótesis durante meses, hasta que dieron con las indicadas. Eran hasta tres horas de maquillaje por jornada, cuenta.

Interpretando a Allende en la nueva serie.

“A medida que el personaje aparecía en mí, más parecido me veía a mi papá”, relata. “Fue una simbiosis muy bella y extraña; no se parecía a mí, tampoco a Allende, sino a ese tercer cuerpo que es el Allende que yo interpreto. Fue tan grande la emoción de reencontrarme así con mi papá, que le dediqué este trabajo. Es un homenaje que le estoy haciendo”, añade.

50 años después del Golpe, la ficción recién se adentra en el extraviado periodo de la Unidad Popular y no solo se detiene en la figura del líder sociaista. Esto último no es al azar, sostiene el actor: “La dictadura borró todo el legado de la UP y mucho más que eso: la dictadura borró el lenguaje y el discurso de Chile con que toda la gente de esa época sabía argumentar y manifestarse consciente de sus propios derechos”, sostiene el actor.

La serie no es estrictamente documental sino más bien una reconstrucción dramática desde la ficción, detalla Castro. “Cuando se muestra la última campaña de Allende, por ejemplo, aparece el Tren de la Victoria, que en realidad fue en su primera campaña; sale él parando y dando discursos en Lota, en Puerto Montt y otras ciudades del país mientras la gente trabaja y el país se mueve. Entonces, sí hay traslapes de época, pero sigue siendo súper respetuosa. Yo no podía improvisar ni una sola palabra en los discursos. Estábamos custodiados por la propia historia y había que apegarnos a ella, pero sí hay libertades creativas desde la ficción que aportan al desarrollo del relato”, cuenta.

¿Cómo fue ese año de investigación previo al rodaje de la serie?

–Primero me documenté muchísimo y luego empecé a mirar, a acercarme. Conocí a Marcia Tambuti, la nieta de Allende, y le pedí si podíamos hablar y que me ayudara a llegar a su mamá, la senadora Isabel Allende. Me invitaron a su casa y fueron súper amorosos y gentiles. Me mostraron el lugar donde trabajaba, la escalera donde la Tencha posaba, su pieza; vi las pocas fotos y otras cosas que sobrevivieron al bombardeo a la casa de Tomás Moro. Estuvimos toda la tarde compartiendo y en un momento Isabel me dijo que me sentara en la cabecera, donde se sentaba su padre. Me temblaban las canillas de la emoción.

¿Sintió que había aprehensiones desde la familia para retratar al personaje, como ha sucedido con otros como Violeta Parra o Víctor Jara?

–No, ni uno. Isabel Allende solo me preguntó: ¿y cómo empieza la serie? Le conté que parte con Joan Garcés cuando le dice a Allende que permanecerá con él en La Moneda durante el bombardeo, y Allende le responde: usted va a ser responsable de contar esta historia. Fue la única pregunta que me hicieron. Entiendo que hubo mucho acercamiento entre la producción y la familia, y conmigo fueron muy amables y pusieron a mi disposición material suyo que es muy íntimo y, probablemente, es ese lado suyo el que menos se conoce.

¿Qué fue lo más revelador que descubrió sobre el plano personal de Allende?

–Allende no se ha puesto aún en el lugar que se merece. La ONU lo va a nombrar uno de los líderes más importantes del siglo XX y aquí recién lo estamos redescubriendo. Fue una figura política notable y un verdadero estadista, un hombre del Estado. Me impactó mucho que siempre miraba al público en sus discursos, no perdía un segundo mirando un torpedo. Su secretaria me contaba que le escribían tarjetas y que volaban, daban lo mismo, se largaba y no paraba. Allende era un ser de un nivel intelectual y de emoción muy potente, aunque en este último aspecto era muy reservado.

Me contaron una anécdota muy dolorosa: cuando se murió su mamá, que realmente era una nana muy querida que lo había criado, lo llamaron a las tres de la mañana del hospital, se despidió de ella y se fue directo a La Moneda. Llevaba puesta la antigua capa que se ponían los médicos y que él usaba cada vez que tenía un problema. Ese día se encerró en su despacho y pidió que nadie entrara a su oficina. Me pareció muy conmovedor y una mirada muy distinta a la que se tiene de él.

¿Qué recuerdos personales tiene del periodo de la UP?

–Yo tenía 16 años y estaba en un colegio en Las Condes donde había compañeros que tenían otras realidades y donde aparecieron también los muchachos de extrema derecha, que después fueron los de Patria y Libertad. Recuerdo que nos destruyeron una exposición sobre la nacionalización del cobre; así eran. Durante la UP también estuve en las colas, aunque no en los momentos más críticos, porque allá arriba no faltaba nada. Llegaban señoras en camioneta a vender carne, pollo, lo que quisieran. Me tocó vivir esa otra parte del clima, pero recuerdo mucho también la efervescencia social que había en esa época.

La última marcha del millón de personas, la UNCTAD –actual GAM–, donde la gente comía, bailaba, se reía, se conocía y se encontraba. Yo era muy chico, veía todo de lejos y además era muy tímido. Cometí un acto de ingenuidad que nunca antes he contado: fui a inscribirme al Partido Comunista y la chica que me atendió me preguntó por qué quería hacerlo. Yo era un atado de nervios, no hablaba con nadie, y le dije que porque iba a las marchas y porque era partidario de Allende. Se rió: ‘No puedes llegar e inscribirte, alguien debe presentarte’. Me sentí humillado y a la vez muy ingenuo.

Alimentando al vampiro

En junio de 2021, Alfredo Castro recibió en España la Biznaga de Plata al Mejor actor en el Festival de Cine de Málaga por la película Karnawal. En su discurso de agradecimiento, dedicó su premio a la recién electa Convención Constitucional, “la voz del pueblo que escribirá la nueva Constitución”, y cerró afirmando que “Pinochet ha muerto”. Sus palabras le cayeron como escupo en la cara, reflexiona ahora.

“La Convención nos tenía a todos ilusionados con el proceso y estábamos convencidos de que se iba a escribir la nueva Constitución. Entonces, lancé esa frase pensando en que ese proceso al fin iba a terminar con la idea de que Pinochet seguía vivo como una sombra. Ya vimos lo que pasó”.

Tras el triunfo del rechazo, el actor dejó de seguir portales de noticias y además restringió el acceso público a sus redes sociales por el trolleo constante que recibía. Ha tenido también un par de incómodos incidentes en la calle y hasta hoy –dice– prefiere andar con mascarilla.

“Hay una violencia encendida, sobre todo en las redes. En las calles pasa de uno en un millón de posibilidades, pero sí me han gritado cosas muy violentas y sin sentido. Incluso, mientras grabábamos la serie de Allende, un tipo me reconoció y empezó a gritar: ‘Alfredo Castro y su grupo de artistas, devuelvan los millones, devuelvan todo lo que se han robado, comunistas ladrones. Quedamos todos pa’ adentro”, recuerda.

“Me ha tocado fuerte por ser yo una figura pública y disidente, pero el resto de las personas han estado igual de expuestas a la violencia reaccionaria de ultra derecha. Es un fenómeno que en Chile yo no me explico, pero que se está dando hace rato en el mundo y en la región. Mira nomás a los argentinos. Cada uno con su loco, y nosotros tenemos los nuestros”, agrega.

Poco tiempo después de obtener el galardón en España, el actor recibió una llamada del cineasta chileno Pablo Larraín, de quien ha sido colaborador fundamental desde su primera película, Fuga (2006), y en otras como Tony Manero (2008), No (2012) y El club (2015). El director tenía en mente una película que contaba la historia de un Pinochet que no había muerto y cuya máxima desdicha es que en Chile se le trate de ladrón. Así se integró al elenco de El conde, filme que se estrena en la competencia oficial del 80º Festival de Cine de Venecia, a fines de agosto, donde además competirá por el León de Oro. El 7 de septiembre debutará en salas locales y a la semana siguiente en Netflix (15 de septiembre).

Jaime Vadell interpreta a un Pinochet vampiro que lleva oculto 250 años en una mansión en el sur de Chile, donde ha decidido abandonar su privilegio de vida eterna para pasar definitivamente al plano de la muerte. El encargado de mantener fresca su sangre y de alimentarlo es un sombrío sirviente interpretado por Castro. Filmada completamente en blanco y negro y definida por su director como una sátira, El conde es sin duda uno de los estrenos más esperados del año y en su reparto figuran también Gloria Münchmeyer, Marcial Tagle, Catalina Guerra, Amparo Noguera, Diego Muñoz y Antonia Zegers.

“Mi personaje es un cómplice directo y profundo”, desliza Castro.

“La historia me hizo mucho sentido, porque efectivamente Pinochet nunca murió y aún no ha muerto. La película trata de eso, de cómo tendremos que vivir y convivir con esa figura por siempre, ahora puesta en su lugar, claro. Lo mismo sucede con Allende. Ambos llegan a la ficción en lugares muy distintos; uno extremado en la ficción para comprender la sombra que dejó, en el caso de Pinochet, y otro que está siendo redescubierto con perspectiva histórica, como sucede con Salvador Allende y los años de la UP. Me parece que en esta pasada, al menos, los dos personajes quedan en el lugar histórico que se merecen”, agrega.

Esta es su sexta película junto a Pablo Larraín, ¿cómo fue volver a trabajar con él?

–Pablo Larraín me enseñó a hacer cine en cinco clases para Tony Manero; “no abras tanto los ojos, no subas las cejas, respira tranquilo, tómatelo con calma”. Como intérprete, yo descubrí algo distinto en el cine y eso debo agradecérselo a él por siempre. Esa primera gran revelación que sentí en el teatro cuando hice La manzana de Adán (1990), la tuve en el cine gracias a Tony Manero. En ambas, descubrí una autoría propia como actor y eso modificó mi vida hasta hoy.

Trabajar en esta película junto a dos grandes actores como Jaime Vadell y Gloria Münchmeyer también fue un tremendo privilegio del que me siento muy agradecido. Pablo nos dio una primera indicación, que fue: digan los textos rápido, que no se convierta en una cadencia eterna, y yo tenía eso muy interiorizado, pero al mismo tiempo le tengo un miedo atávico y muy grande al olvido, y cuando no puedo recordar un texto me entra el pánico psiquiátrico de que me va a dar alzheimer. Con Jaime compartimos muchas escenas y él surfeaba los textos como nadie. Era yo el que me equivocaba y me sentía podrido (ríe).

Dos años después del Golpe de Estado, usted ingresó a la Escuela de Teatro de la Universidad de Chile, ¿cómo recuerda ese periodo?

–La escuela estaba muy custodiada y llena de soplones. Un fiscal militar me hizo a mí y a varios compañeros un sumario en mi primer año por haber faltado a un ensayo y por boicotear a una entidad estatal. Había habido una huelga y yo no quería dar nombres. Fue un interrogatorio de película, en que el tipo se paseaba alrededor de la silla. ‘Usted sabe que lo puedo exiliar o mandarlo preso ahora mismo’, me decía. Tuve que tomar un abogado y defenderme, porque salí castigado y con tres meses de expulsión de la escuela. Fernando Cuadra, que era el director en la época, fue súper digno con todos nosotros. Nos dijo: váyanse a su casa, dejen pasar unas semanas y no vengan a la escuela. Al tiempo volvimos y no pasó nada. Hace poco apareció el expediente de esos sumarios. Andan dando vueltas por ahí.

¿Cómo ha visto la conmemoración de estos 50 años desde el Golpe con respecto a los anteriores?

–En general la veo muy parecida, aunque a medida que pasa el tiempo se pone cada vez más en riesgo. Una de las últimas escenas que filmé en la serie de Allende fue su discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1972, cuando expuso las 18 medidas con que Estados Unidos y la CÍA pretendían desestabilizar a su gobierno desde el día uno. Y las nombraba: desinformar a la población, provocar terror, inseguridad, hambre, desabastecimiento.

Salvo un par de puntos, digamos que no ha cambiado en nada el panorama. Sin pasado, no hay futuro, y eso al parecer no es compartido por todos y ha dado espacio al negacionismo y a la regresión de ciertas ideologías nefastas. Se requiere entonces más memoria y más justicia, pero no la ha habido, tampoco educación al respecto. Habría sido muy distinto si en Chile se hubiera hecho algo similar a lo que se hizo en Alemania después de la Segunda Guerra Mundial, que no fueron solo los juicios sino que se levantó desde el Estado un discurso de no repetición y la población era llevada a los centros de detención para que supieran lo que había sucedido allí. Aquí, esa labor de memoria la han hecho las agrupaciones de detenidos desaparecidos, no el Estado. Todo se pudrió desde el momento en que Aylwin dijo que habría justicia en la medida de lo posible. Fue sumamente desafortunada esa frase y aún la arrastramos como una tragedia que se repite.

¿Siente que el reconocimiento y que su gran momento en el cine le llegó tarde?

–No, y ahí sí que me voy a poner súper cristiano (más risas): todo llega cuando debe. Yo aprendí mucho haciendo teatro y de toda la experiencia de lo vivo, lo palpitante y de esa porosidad y seducción mutua con el público, y ahora la puedo poner en práctica con la cámara. El deseo está en la cámara y en la cámara está el director o la directora, entonces, hay siempre un deseo que cumplir y yo lo ayudo a cumplir, pero también lo disfruto yo. Yo partí viejo en el cine y a esta edad el reconocimiento se siente en dos lugares. Por un lado, se siente con el narcisismo y es exultante que te reconozcan en Argentina no siendo argentino, o en España sin ser español.

Esa dimensión privada del reconocimiento es linda y gratificante, pero me llena más la función colectiva y cuando los premios que uno gana ayudan a que el cine chileno se instale. Y aún quedan tantos lugares por ganar y conquistar. Los actores latinoamericanos seguimos sentándonos de la octava fila para arriba en las premiaciones internacionales, aun cuando varios de los que están sentados abajo han trabajado contigo. Sucede aún, pero cada vez nos reciben más y mejor. Javier Bardem se quejó de que los españoles eran minoría con respectos a los latinos en Hollywood. Yo le diría que, en realidad, los verdaderos discriminados seguimos siendo nosotros. Aún estamos en la puerta trasera de Hollywood, pero eso está cambiando con las plataformas.

¿Hay algún personaje que a estas alturas cree que ya no podría interpretar?

–Me gustaría mucho hacer el Rey Lear y Hamlet, y la tradición inglesa, la buena tradición inglesa, dice que no hay edad para esos roles. Los actores viejos los asumen con mayor empoderamiento y fuerza, conociendo mejor la vida que cuando eran jóvenes. En general, los actores que han hecho esos personajes tienen entre 35 y 40 años, y yo pienso que a los 70 yo podría hacerlos perfectamente. Sobre todo a Hamlet; que hoy plantea otras feminidades, homosexualidades y otros géneros. Definitivamente, me aguantaré hasta los 70.

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