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Opinión

25 de Mayo de 2024

Columna de Rita Cox: El Santiago de Fuguet, el Santiago de “Ciertos chicos”

La nueva novela del escritor chileno, protagonizada por dos jóvenes, es la inspiración para la columna de hoy de Rita Cox. Un libro que recorre un Santiago real de mediados de los 80, peligroso por la dictadura, el toque de queda, la homofobia, el entonces desconocido Sida y la represión de los campus universitarios que prometían libertad. Entrañable, eso sí, gracias a una lista de lugares-refugios y el modo lento, también sensual, de lo análogo. Un Santiago que en las páginas de Fuguet tiene olores, playlist y la imagen vívida de lo que es querer sentir, pertenecer y enamorarse.

Por Rita Cox F.

Escribo esta columna en el Tavelli del Drugstore. En la entrada de la galería, por Avenida Providencia, unos tres o cuatro jóvenes abordan a quienes transitan por allí para pedirles unos minutos de atención y contarles que son parte de una organización transgénero. Algunos se detienen, otros pasan de largo. Se paran ahí varias veces por semana. Todos bien maquillados, todos bien arreglados con sus pelos color fantasía y zapatos con plataformas. Con mi ropa-siempre-igual, deslavo el paisaje, pienso cada vez que los veo.

Gente rara, no hace mucho. Gente en peligro hace 40 años. Porque aunque el Drugstore permanece casi invariable -con la librería Altamira y la heladería Sebastián como anclas-, en 1985 las cosas no eran ni de cerca parecidas para un chico o chica LGBTQ+.

Así lo recuerda implacable Alberto Fuguet en su nueva novela, Ciertos chicos (Planeta), novela gay, urbana, iniciática, sentimental y romántica que tiene a Tomás Mena y Clemente Fabres como los protagonistas en la ficción.

El escenario es un Santiago real y reconocible, un incómodo no-lugar para cualquier joven solitario y disidente de cualquier tema: política, religión, identidad sexual, música, cine, libros. “Acá no es costumbre que los hombres se pinten. Pueden pasarlo muy mal. No porque esté mal, sino porque acá hay un terror rojo a lo raro y a todo lo anal”, le advierte a Clemente la doctora María Esther León. “El sida no es broma y existe”, acota, para luego ofrecerle el dato de un colega que atiende cerca del Omnium y que hace terapia de conversión.

A la vez, el Santiago de Ciertos chicos es también una zona de promesas para todo joven con ganas de vivir, vibrar, sentir, enamorarse.  

Faltan pocos días para el Año Nuevo, para recibir 1986, y todo indica que la soledad de Tomás Mena se interceptará con la soledad de Clemente Fabres. Tomás, 18 años, vive con su mamá en El Llano Subercaseaux, está saliendo de la rudeza del Instituto Nacional, dio la Prueba de Aptitud Académica y apuesta por estudiar Letras. Clemente, 22 años, habita solo una casa de esa calle linda que es María Luisa Santander, del “distinguido Barrio Condell”, estudia Periodismo en la Chile y reparte sus fanzines de culto en la Altamira, una disquería (jamás en Fusión), el Red Phone Box Pub, el Ictus.

Una tienda de discos, una canción y una radio serán los primeros puntos de contacto entre ambos. “Clemente era el doble opuesto de Tomás, la parte que faltaba”.

Clemente, que vivió su infancia en Inglaterra como hijo de exiliados, padece el Santiago del fin del mundo. Tomás, que sobrevive a su fiesta de graduación en el Hotel Galería, comienza a descubrir una ciudad que parecía imposible, donde “no todos eran militares ni parientes ni compañeros de curso ni fachos ni karatecas del Apumanque”. Por el contrario, se da cuenta de que “había rincones (‘el underground’, el under, lo subterráneo’) y personas que podían ser sus pares. No era el único. Eran muchos y se sentían parecidos. Era cierta sensibilidad, un cierto morbo, una cierta intimidad”.  

Es el Chile de Pinochet, del toque de queda, de la penalización de la sodomía (hasta 1999), de un montón de revistas y de TVN emitiendo La torre 10. Como se lee en El peso de la sangre, libro del periodista Juan Luis Salinas sobre la historia del sida, y que conversa bien con la ficción de Fuguet, es 1986 y hace un par de meses que “una empresa de laboratorios estadounidense facilitó al Hospital Clínico de la Universidad de Chile los reactivos para que pudiera realizar los primeros test de Elisa en aquellos casos que consideraran ‘sospechosos’”.

No hay Instagram, ni Tinder ni Grindr. Si alguien pretende conocer a alguien, mirar a alguien, tener una aventura homo o hetero, encontrar el amor, no queda más que saber ponerse el abrigo largo comprado en la ropa usada y partir al Trolley, a Matucana 19, a la Casa Constitución 80, al Fausto, todos lugares que se recorren en Ciertos chicos.

Los recitales también son otra red social antes de las redes sociales: el Primer Festival Pop Chileno, en diciembre de 1985, en el Velódromo del Estadio Nacional, por ejemplo, que “terminó de noche con nada menos que una tocata de Los Prisioneros, cuyos casetes, tanto originales como piratas, los habían convertido en una banda de culto. Después del atardecer color Kodak, Los Prisioneros adelantaron algunos temas del disco nuevo”.

Hito santiaguino con un velódromo cargado de olores de una época y de una cierta generación: “Pitos de San Felipe, cerveza tibia, pelo mojado, rastros de Speed Stick de Mennen, zapatillas viejas, shorts salpicados con Fanta, nucas recién quemadas, pasto recortado, polerones pasados a humo de cigarrillos, además de Denim Musk Verde para hombres que lo consiguen todo fácilmente”.  

El Santiago de Cierto chicos es musical. Pop, y especialmente anglo, con los audífonos puestos y el walkman haciendo sonar un Maxell o un TDK que algún amigo llenó de canciones. Casetes que se graban, fanzines que se fotocopian. Un mundo análogo que, en las páginas de Fuguet, no se advierte ansioso sino, por el contrario, de recorrido lento, sensual, como la escena del guante de La edad de la inocencia, de Scorsese.

Presencialidad o nada. Para un chico gay, clandestinidad o nada. “(Tomás)… sabe que en lugares oscuros y subrepticios hay sexo y vértigo y que en los parques de noche no solo se riega”.

Sin celular en mano con el que fotografiar, un viaje en metro puede ser también la captura de un momento: “De pronto, en Franklin se suben dos chicos con pinta de universitarios. Nada new wave, pero con peinados estilosos. Uno anda en shorts negros y tiene las piernas velludas. Los mira atento. Siente algo, una vibración, su radar se enciende. Es, cree, una señal. Ahora van muy cerca, sus dedos casi se rozan el pasamanos. Comparten música, por eso están tan cerca el uno del otro. (…) Tomás siente algo como pena y nostalgia por lo no vivido. Le impacta el gesto de intimidad”.   

Los campus universitarios, ciudades dentro de ciudades, con sus propios códigos, son también las postales de Ciertos chicos. El Campus Oriente y la Escuela de Periodismo de la Chile (“Belgrado 11”), lugares asfixiantes de los que cualquiera quiso o querría arrancar. El primero, algo parecido a “un colegio de monjas”, donde Tomás sobrevive y se decepciona de un alto vuelo que no existe. El segundo, el infierno levantado por una fauna que no da tregua en su afán de reprimirlo todo: libros, canciones (harto Silvio, nada de pop, nada en inglés), ropas, deseos, identidad. Un conventillo donde Clemente escucha que lo tratan de “medio maraco, totalmente hueco, gringo culiado”.

Es la Escuela Militar donde “odiaban a los uniformados, pero creían en el orden, en los géneros, que todo quedara prístinamente claro. Nada de ambigüedades ideológicas o de otro tipo. Todo era y debía ser binario, estructurado. La disciplina era parte esencial del orden natural de las cosas. Todos vestían iguales: jeans, chalecos chilotes, ponchos y pañuelos al cuello. Lo raro provocaba sospecha, por no decir pavor y asco”. Qué pesadilla. Cómo se sobrevive a eso. Cómo se puede ser joven y algo feliz en un lugar así. Qué horror.

En tiempos de un Santiago inseguro, Ciertos chicos retrocede a otro tipo de inseguridades. En tiempos en que aparecen fragmentos de cuerpos encontrados en sitios eriazos, dejados allí por el crimen organizado, Ciertos chicos retrocede a los años en que a diario alguien se sumaba a la lista de detenidos-desaparecidos.

En tiempos en que todo, se supone, es identidad y elección, Ciertos chicos nos recuerda que hace muy poco ninguna pareja del mismo sexo (y en su sano juicio) se hubiese atrevido a caminar de la mano por Providencia. Tiempos violentos antes y ahora. Hoy, tiempos más libres para esos “ciertos chicos”, y eternos para quienes necesitan de la ciudad para conectar y conectarse, especialmente si tienen 20 años. Yo tenía 13 en 1986 y quería lo mismo. 

*Rita Cox. Editora y conductora de Ciudad Pauta, de Radio Pauta.

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