Opinión
31 de Enero de 2012El aura de Chile
El ultra citado filósofo judío-alemán Walter Benjamin sostuvo –hace más de medio siglo– que dos eran los tópicos donde podía percibirse a cabalidad, luego de la irrupción de la técnica fotográfica, la atrofia del “aura”: el paisaje y el rostro humano. Que la técnica fotográfica pueda registrar mecánicamente tanto el paisaje como el rostro humano […]
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El ultra citado filósofo judío-alemán Walter Benjamin sostuvo –hace más de medio siglo– que dos eran los tópicos donde podía percibirse a cabalidad, luego de la irrupción de la técnica fotográfica, la atrofia del “aura”: el paisaje y el rostro humano.
Que la técnica fotográfica pueda registrar mecánicamente tanto el paisaje como el rostro humano significó –luego de sus representaciones pictóricas tradicionales– un grave daño a la insondable lejanía y misterio de la naturaleza y a la irrepetible singularidad de la faz humana. Como se sabe, la fotografía provocará un acercamiento de los seres y cosas (“las masas quieren apropiarse de todo”) pero también un reemplazo del concepto singular de personalidad (cualidad romántica) por el de identificación de los rasgos distintivos del rostro (cualidad policíaca). Todo esto en pos de una consolidación de las maquinarias sociales de poder, donde la naturaleza y el sujeto ocupan lugares estratégicos privilegiados.
La historia del arte obviamente no ha sido inmune a esta transformación operada por las técnicas de reproducción de la imagen; después de todo, la evolución del arte no puede ser pensada sin el desarrollo tecnológico (de los objetos a los productos y de estos a las informaciones de carácter digital). En una fase secundaria de la evolución de las técnicas de reproducción de la imagen (la fotografía, por ejemplo), el arte ha debido adaptarse y actualizarse modificando su esencia. El arte no ha desaparecido; ha evolucionado gracias a la producción visual de connotados retratistas como Man Ray, Atget Stieglitz, Andy Warhol o Robert Mapplethorpe. Los viejos temas se renuevan bajo nuevos medios.
En el arte chileno de estas últimas cuatro décadas, la evolución de la pintura a la fotografía ha definido su modernidad tanto estética como política. El uso del tema del rostro y del paisaje por medio de su reproducción fotográfica ha sido en este punto decisivo. Citemos algunos de sus insignes representantes: Eugenio Dittborn, Inés Paulino, Carlos Altamirano, Gonzalo Díaz y Raúl Zurita, todos en el marco del arte crítico experimental de fines de los 70 y comienzos de los 80 bajo la dictadura.
Pero sobre todo habría que resaltar las fotografías tanto de la geografía como de los habitantes originarios del país realizadas en el siglo XIX por naturalistas como el cura germano Martin Gusinde. Sus fotografías de los aborígenes del sur constituyen un inventario de rostros que contrasta con las vacías y huecas representaciones pictóricas de la elite chilena decimonónicas realizadas por artistas académicos de segundo orden como el francés Monvoisin.
Un siglo después, en plena dictadura, artistas como Eugenio Dittborn hicieron del rostro y el retrato fotográfico –delincuentes, prostitutas, primitivos, deportistas, desaparecidos– un medio idóneo para dar metafóricamente cuenta de la situación individual y colectiva padecida bajo la dictadura del Capitán General Augusto Pinochet Ugarte.
Tres décadas después, esta línea en cierta forma se repite en la última exposición de Jorge Brantmayer, “Muchedumbre”, en el GAM.
Lo que se repite, en este caso, es el rigor y la economía de medios que caracterizó a nuestra vanguardia durante la mentada dictadura. Aquí destaca la frontalidad y crudeza de los rostros elegidos, exceptuando algunos conocidos como la pintora Natalia Babarovic y los poetas Raúl Zurita y Claudio Bertoni. La mayoría de estos exponen su particular fisonomía facial de modo coherente con el título de la muestra. Es decir, extraídos de una muchedumbre urbana como la hallable en cualquier arteria céntrica de la capital: gente común y corriente, algunos con rasgos delictuales, otros acicalados a la moda de las tribus urbanas, abarcando pokemones, flaites y wachiturros. Todo esto bajo un tratamiento frontal donde el realismo se vuelve expresionismo, el verismo feísmo (arrugas, canas, tinturas y cosméticos puestos sin filtro), tratamiento convenientemente alejado de determinadas soluciones técnicas desarrolladas por la mayoría de los fotógrafos locales, por lo común extasiados en la conquista de efectos visuales estetizantes y premunidos de una irrestricta adhesión a una sensiblera concepción de lo social.