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Poder

12 de Marzo de 2013

Elección del papa: Dos mil años de intrigas

Vía El País de España Entre los muchos papas infames de la historia no es el peor Esteban VI, pero sí el más espantoso. Poco después de su ascensión al pontificado, en la primavera de 896, ordenó desenterrar el cadáver de su predecesor, el papa Formoso, que llevaba nueve meses bajo tierra; se ocupó de […]

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Vía El País de España

Entre los muchos papas infames de la historia no es el peor Esteban VI, pero sí el más espantoso. Poco después de su ascensión al pontificado, en la primavera de 896, ordenó desenterrar el cadáver de su predecesor, el papa Formoso, que llevaba nueve meses bajo tierra; se ocupó de que lo ataviasen con las más vistosas vestiduras imperiales; habilitó un pequeño trono para resaltar la vistosidad del momento e inmediatamente reunió en torno un concilio de prelados para someter a juicio al cadavérico Formoso. El acontecimiento se cuenta en diferentes historias de la Iglesia romana como el “Concilio cadavérico” o el “Sínodo del cadáver”.

¿Qué ofensa había infligido Formoso a su fiero sucesor? Nada menos que aceptar ser papa cuando fue elegido para ello, pese a inconvenientes formales. Esteban VI se creía perjudicado, además, porque Formoso lo había nombrado obispo de una diócesis alejada de Roma, lo que le excluía de la siguiente elección según las normas de entonces. Cuando, pese a todo, fue elegido papa, Esteban VI buscó la manera de acallar las críticas y su posible inhabilitación. Para ello debía anular los nombramientos de su predecesor. El juicio a Formoso (al cadáver de Formoso) podía presentarse, por tanto, como una cuestión de procedimiento. Pero el odio histérico del sucesor despejó dudas cuando los presentes fueron informados sobre la ceremonia a la que iban a asistir. Un diácono de confianza del papa Esteban debía situarse junto al cadáver en descomposición como su representante legal, para responder a las acusaciones. Y cuando Formoso fue declarado culpable, se amputaron a su cadáver los tres dedos de la mano derecha utilizados para firmar y regalar bendiciones. El resto del cuerpo, desnudado con esmero sobre el trono ante los asistentes –solo se le dejó el cilicio que tenía pegado al cuerpo–, fue arrojado al río Tíber.

Esteban VI acabó de muy mala manera, después de que un incendio (ocasionado por un rayo “de orden del Divino”) destruyó aquel mismo año la basílica de Letrán. Fue una señal que enardeció a los sacerdotes ordenados por Formoso para rebelarse. El papa acabó encarcelado y estrangulado. Uno de sus sucesores, Teodoro II, de brevísimo pontificado –veinte días–, alcanzó a rehabilitar a Formoso, recuperando su cuerpo del Tíber y oficiando nuevo y solemne entierro. Formoso tiene tumba en la basílica de San Pedro.

“¿Cuántas divisiones tiene ese papa?”, preguntó Stalin en las negociaciones tras la Segunda Guerra Mundial
Este episodio ha sido considerado uno de los puntos más bajos del papado. Ha habido otros peores, aunque menos extravagantes. Eso sí, el “Concilio cadavérico” causó estupor en Roma. Lo demuestra el hecho de que apenas existen datos sobre los papas de aquel tiempo, salvo una mera relación. Sí se sabe que antes de llegar Formoso al pontificado se habían producido altercados y crímenes en varias elecciones. Es el caso de Marino I, que sucedió a Juan VIII en 882 con la misma tacha que manchó a Formoso, es decir, que no debía aceptar el cargo porque ya era obispo de otra ciudad. Esa prohibición de “traslado de sedes” causó muertos sin cuento, entre otros la de un nomenclator (funcionario) papal llamado Gregorio en la basílica de San Pedro, donde (sic) “quedó una mancha de la sangre en el suelo porque lo sacaron de allí a rastras”.

Del sucesor de Marino I tampoco hay buenas noticias. Se llamaba Adriano III, estuvo un año escaso en el cargo y apenas tuvo tiempo para reinar porque no paró de defenderse de facciones y de ajustar cuentas cuando podía. Así, mandó cegar a un funcionario público hostil y azotó desnuda por las calles de Roma a la viuda del ya citado Gregorio, sin que los historiadores alcancen los motivos (o porque sí).

La ‘papolatría’ al uso dice que el pontífice romano es Vicario de Cristo, Sucesor de Pedro, Siervo de los siervos de Dios, Santo Padre y Sumo Pontífice, todo en mayúscula. También es, a efectos de política internacional, Jefe de Estado de una llamada Santa Sede. Además recibe tratamiento de Su Santidad. El inquisidor Roberto Belarmino (1542-1621), el primer cardenal jesuita y verdugo de Giordano Bruno y de Galileo, en su famoso catecismo, en vigor hasta principios del siglo pasado, contestaba a la pregunta “¿quién es cristiano?” de este modo tan curial y actual: “Es cristiano el que obedece al papa”. Un Dios, un Cristo, un obispo, y este, además, investido por el dogma de la infalibilidad y apoyado por incontables medios materiales.

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