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Opinión

30 de Mayo de 2013

Los comunistas

Los comunistas, habría que contarle a algunos, son gente de carne y hueso, nacidos de mujer, y, por ende, cargados de pensamientos y sentimientos humanos. Lo digo porque hay quienes intuyen que es una exageración eso de que comen guaguas, y claro, habría que ser estúpido para imaginar que comen guaguas, pero lo cierto es […]

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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Los comunistas, habría que contarle a algunos, son gente de carne y hueso, nacidos de mujer, y, por ende, cargados de pensamientos y sentimientos humanos. Lo digo porque hay quienes intuyen que es una exageración eso de que comen guaguas, y claro, habría que ser estúpido para imaginar que comen guaguas, pero lo cierto es que les cuesta figurarse que ingieran los mismos alimentos que ellos. La dictadura los trató como seres despreciables. No sólo mató a varios de sus principales dirigentes y a cientos de militantes, sino que también los torturó, como si sus cuerpos fueran los de una especie de animalejos inmundos. Los comunistas, que en este país habían sido incluso un factor de estabilidad durante la Unidad Popular, lloraron y comieron de la rabia al mismo tiempo. Ellos nunca fueron guerrilleros; esos eran los socialistas, los Mapus, los Mir. Fueron devotos de la URSS, es cierto, y nunca se dignaron ver el infierno que divinizaron. Todas las libertades que más tarde reclamaron acá, fueron conculcadas allá. Pero los comunistas de antaño no eran solo eso. También eran la mejor música, poetas eximios, arte y literatura de primera.

La falta de información, más acá de los jerarcas, permitía que aún viviera impoluto el sueño comunista. La Guerra Fría convertía las denuncias del mundo capitalista en simples panfletos publicitarios del enemigo. En cuanto se supo la verdad, el arte los abandonó. Sólo unos pocos viejos creadores, ya demasiado viejos para empezar de nuevo, continuaron cultivando sus ilusiones en un vivero roñoso. Al llegar la democracia, las luchas del Partido todavía eran furiosas. La Gladys Marín encarnó su espíritu de resistencia y consecuencia. Yo vi a esa vieja estalinista barrer con la escoba en sus manos los pétalos caídos junto al ataúd de la mamá de Pedro Lemebel, en la capilla mortuoria del Liceo León Prado, mientras la loca de Pedro, comunista anómala, sorbía los mocos en la banca de los deudos. Los comunistas aprendieron a llorar a sus muertos, mientras la vida continuaba. El sistema binominal les impidió entrar en la institucionalidad por un camino propio, y desde los márgenes, no supieron encarnar la frescura del que corre sin la carga de los acuerdos. Llevan años en el testimonio, y ahora el cuento de las nuevas mayorías llega para invitarlos a la realidad. La derecha se está esmerando por sacar algún provecho electoral del susto al fantasma del comunismo, cuando la verdad es que se trata de un partido minoritario, que alguna vez fue grande, cansado de patalear.

Es incomparablemente más lo que cambia el PC al participar de la candidatura de Bachelet, que al revés. Aceptar que los pinochetistas concursen, sin tratarlos de criminales, es lo mínimo que podrían pedir los comunistas para ellos en esta contienda electoral. Nadie tiene la verdad completa. No serán ellos más los santos de la justicia social. Será cada grupo otro grupo de los que concursarán por el poder, igual que todos, peleando por lo que creen. Ya no los revolucionarios, los raros, los enfáticos, los especiales, los valientes. Los comunistas, al apoyar a Bachelet han decidido regresar al vil concurso de la historia. Me gustaría decirlo así para que nadie se confunda: yo, un cerdo anti estalinista y antimarxista, le doy la bienvenida al sistema institucional chileno a los gloriosos militantes del Partido Comunista de Chile. Parte de la memoria que ensalzan me avergüenza, la otra, me enorgullece. Fidel vestía verde oliva, mientras Allende se preocupaba del nudo de su corbata. ¡Viva el nudo de la corbata!

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