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Opinión

22 de Agosto de 2013

Allende en Bueras

Desde hace algunos meses que nuestras oficinas están ubicadas en el pasaje Nueva Bueras. Es un pasaje angosto, con edificios de tres o cuatro pisos y aproximadamente cincuenta metros de fondo, más bien oscuro. La casa de la esquina por la que se ingresa a este callejón sin salida, es la reina de la cuadra. […]

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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Desde hace algunos meses que nuestras oficinas están ubicadas en el pasaje Nueva Bueras. Es un pasaje angosto, con edificios de tres o cuatro pisos y aproximadamente cincuenta metros de fondo, más bien oscuro.

La casa de la esquina por la que se ingresa a este callejón sin salida, es la reina de la cuadra. Hoy por hoy no la habita nadie, y el amarillo de su pintura se halla bastante descascarado. Algo más adentro, siempre por Nueva Bueras, tenía su garzoniere el compañero Salvador Allende. Las ventanas de nuestras oficinas miran a la ventana del apartado 4, en el primer piso del número 170-A, un rincón de 35 m2 donde él se divertía.

De haber coincidido, más de una vez lo habríamos visto con su toalla amarrada en la cintura. Ahí, seguramente, también vivió amores intensos, discretos, pero intensos. Lo imagino conversando con esas mujeres acerca de la trastienda del poder –porque Allende no era de putas, si no de amigas-, contándoles detalles ridículos ocurridos en situaciones solemnes, para encantarlas.

Los socialistas, me cuentan, solían tener amantes. A veces incluso llegaban con ellas a las reuniones políticas. Las mujeres que participaban por su propio peso prácticamente no existían. Eran rara avis y es de suponer que si alguna de ellas estaba, las amantes esperaban afuera. La izquierda machista gritaba en las calles: “¡Los momios al paredón!¡Las momias al colchón!”.

En los extra muros de lo que correspondía, los marxistas de la época dejaban que la vida fluyera, mientras que políticamente, un sueño los obnubilaba. Lo irrenunciable se instaló como virtud. Lo deseable arrasó con lo posible. La certeza primó sobre las dudas. Nunca fue más fuerte el poder de lo “políticamente correcto”.

Cuestionar ciertos principios se convirtió en pecado. La palabra “revolución” adquirió un sentido sagrado. Fidel Castro, en una larguísima visita papal, recorrió Chile predicando su mensaje de redención. El Loco Vea, un amigo más viejo que yo, me contó que se le había quemado la mitad de la cara durante una de esas homilías en que lo escuchó sin mover la cabeza. Pensábamos -lo digo así aunque no estuve, porque de haber estado seguramente lo hubiera pensado-, que nuestra verdad valía mucho más que las otras y que las ideas ajenas estaban todas movidas por malas intenciones. La moderación era en los días de la UP sinónimo de cobardía y traición. La búsqueda de acuerdos, una renuncia repugnante. Está por llegar el día del golpe. Los sediciosos se reúnen en secreto. La revolución, que como todas las religiones sólo funciona bien con el miedo, en verdad sucedió más tarde y fue bien distinta de lo esperado. Tras la muerte del presidente, uno de los lugares a los que llegó su policía secreta buscando culpables fue nuestra calle Nueva Bueras, quizás el sitio donde Allende, abrumado por las imposiciones, fue más libre. Bombardearon su casa y La Moneda, pero aquí solo consiguieron revolver las sábanas y los colchones. Nada que no se haya visto antes en este final del pasaje.

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