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Opinión

21 de Octubre de 2019

Todos los vieron, nadie lo vio

Pasamos de ser un país de poeta a ser un país de profetas, aunque, de alguna manera, todos los que alardean de sus dones proféticos en las redes sociales tienen razón. Habría que no haber vivido en Chile en los últimos veinte años para no percatarse que el 2006 los pingüinos se tomaron sus colegios. Ciego para no acordarse de que todo empezó con el pasaje del transporte público. También habría que ser muy desmemoriado como para olvidar el Transantiago se convirtió en una espina clavada en la memoria emotiva de la población. Una herida que no cura y de la cual Metro era, paradójicamente, la solución y hoy se convirtió en el símbolo.

Rafael Gumucio
Rafael Gumucio
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Todos lo vieron venir.

Todos sabían con perfecta exactitud que esto, -que nunca había sucedido con esta intensidad y fuerza en la historia de Chile-, iba a pasar exactamente un viernes 18 de octubre del 2019.

Pasamos de ser un país de poeta a ser un país de profetas, aunque, de alguna manera, todos los que alardean de sus dones proféticos en las redes sociales tienen razón. Habría que no haber vivido en Chile en los últimos veinte años para no percatarse que el 2006 los pingüinos se tomaron sus colegios. Ciego para no acordarse de que todo empezó con el pasaje del transporte público. También habría que ser muy desmemoriado como para olvidar el Transantiago se convirtió en una espina clavada en la memoria emotiva de la población. Una herida que no cura y de la cual Metro era, paradójicamente, la solución y hoy se convirtió en el símbolo.

No es trabajo de arqueólogo recordar que el 2011 los estudiantes llenaron la Alameda y otras muchas avenidas cada vez que se lo propusieron. ¿No era el lema, por aquel entonces, el NO al lucro? ¿No se denunciaba ya la colusión perfecta de la elite, la salud, las pensiones, el hambre convertido en negocios, el negocio de los que gobernaban en el país? ¿No gobernaba el país en este entonces Sebastián Piñera, príncipe de todos los incapaces? ¿No fue su manejo de la crisis casi tan execrable como el de ahora? ¿No nos demostró con su ridículo títere, Joaquín Lavín, su total sordera, su testaruda ceguera, su idea de que todo era un problema de oferta y demanda? ¿No quedó medianamente claro entonces, que la ideología de los gerentes, que la idea de que el país es un empresa y del que sabe ganar más plata, era un total fracaso?

Cuánto se rieron los opinólogos de extremo centro, de la tesis sobre el malestar con que la presidenta Bachelet llegó al poder, justamente, para intentar cerrar la herida, limpiar su pus y salvar la unidad perdida de un país para siempre desconcertado. Que el malestar no era una ansia de volver al colectivo, que nadie estaba dispuesto a renunciar a eso que cree suyo y solo suyo, y nunca nuestro; lo supimos todos los que estábamos vivos y despiertos entonces. La ilusión que el “No al lucro” era un “SÍ a compartir y regalar”, no resistió ni el primer intento de Reforma Tributaria de Bachelet. Supimos que del virtual empate entre los millones que viven en esa precariedad indignante y el poder infinito, del 10 por ciento más rico, no saldríamos más que con reformas tibias y que sólo lograron aplazar el descontento que estalló, sin embargo, con casi un millón de personas pidiendo “NO+ AFP” en las calles.

¿Quién podía explicar ese curioso malestar chileno que Piñera, que prometía plata y más plata, ganara la elección 2017 y que lo hiciera también el Frente Amplio que nació en las protestas del 2011? Antes de la elección de 2017, recuerdo haber estado en una empresa de comunicación con una cantidad de analistas y periodistas, de esos que nos explican el país por radio y televisión, votando en secreto. Dentro de ese conspicuo grupo, ganó por amplia mayoría, y en una espaciosa oficina de Rosario Norte, Carolina Goic. No creo que ninguno de los ahí presentes haya olvidado el incendio de La Polar y de María Música tirándole un jarra de agua a la ministra Mónica Jiménez de la Jara. No querían ver lo que veían y de alguna manera en eso estaban conectando con el corazón del país que le dio el voto a Piñera, al que algún ingenioso llamó el presidente Piñata, un monigote al que hay que pegarle palos a ver si salpica dulces.

El descontento, un descontento primaveral y dolorido, así como unánime y anónimo, se convirtió en feminismo el año pasado. El ambiente y la cantidad de gente era parecida a las protestas del 2011, aunque en ella faltaban los famosos “corte sopaipilla” o derechamente flaites, que se enfrentaban al final de las marchas cuerpo a cuerpo con la policía en un baile en el que no teníamos nada que hacer los civiles.

El descontento, la frustración, la desigualdad y la indignidad no son nueva y han tenido una larga y angosta historia en el Chile reciente. Lo que nadie vio, es que este nuevo descontento ya no tendría ni a Vallejos, Boric, ni a Jackson y que quedarían solos los sopaipas liderando la marcha frente a una elite perpleja, que se divide entre los horrorizados y los que infantilmente, quieren volver a vivir una capítulo de su adolescencia perdida y rancia.

Lo que nadie vio es un gobierno que solo entiende a empujones y a una oposición que se limita a ser el comentarista en su caseta de una protesta, que los desprecia a ellos tanto o más que a la derecha.

Lo que nadie podía adivinar el 17 de octubre de este mismo año, es la falta de voceros, de rostros, de orientación, de conducción política de este movimiento. Lo que nadie podía predecir es que, quizás, esta es la raíz de su éxito y el centro de su tragedia. Ante una oposición que despreció el bolsillo de la gente y un gobierno que se burló de nuestra pobreza, -lo que fue al comienzo una travesura adolescente-, se convirtió en el fuego que este país muerto de frío necesitaba para calentarse las manos. Un fuego, y es raro lo poco que nos importa, que se alimenta también de nuestros muebles, del metro, de los colegios públicos, y—por suerte—algún que otro supermercado de “ellos”.

Ellos y nosotros. Hace tiempo que la sociedad chilena está dividida en estos dos segmentos irreconciliables. ¿Pero nosotros, somos realmente un nosotros? En Santiago, en Barcelona, en Quito hoy, en Túnez, en Damasco, en Trípoli, Río y en París, la masa descontenta ha salido a la calle a reclamar por cosas distintas y diversas que terminan muchas veces en algo parecido al hambre, pero es quizás peor que el hambre: las cuotas al fin de mes, la estafa de una vida tranquila y próspera que sabemos hoy es imposible. Una sociedad que vive del sudor de los ciclistas y las horas extraordinarias de los choferes de UBER, que se lanza contra los pocos bienes públicos que le quedan. Confunden, de manera sospechosamente parecida a Piñera y sus amigos, el Estado y el gobierno. Se lanzan contra el gobierno destruyendo el Estado. Defienden sus derechos vulnerando la herramienta que mejor puede defenderlos: la democracia.

Escribo esto mientras patrullan los militares las calles de Santiago. Y quizás no es tiempo de pensar nada más que en cómo lograr que los militares salgan de las calles. Quisiera tener 20 años o 17, y no saber que suelen quedarse cuando se los saca de su caja de pandora. Me alegro de tener 49 y saber que la única forma en que los sacamos la otra vez fue uniéndonos, hablando entre los que creíamos odiarnos, movilizándonos, organizándonos, intentando ser astutos, pacientes, pacíficos cuando se puede y rebeldes cuando no. Espero recuperar esas fuerzas y que las calles sean de nuevo nuestras.

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