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Opinión

19 de Noviembre de 2021

Columna de Aïcha Liviana Messina: El hic et nunc de la violencia

La pregunta no es si la violencia es útil a un fin, sino más bien si los fines que nos damos y que contienen las leyes de nuestra organización social nos permiten cuestionar nuestras violencias endémicas, estructurales, o si nos mantienen ciegos y ciegas ante ellas.

Aïcha Liviana Messina
Aïcha Liviana Messina
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En un reciente intercambio en este medio, Nona Fernández y Rafael Gumucio han expuesto visiones opuestas sobre el problema crucial de la violencia política y las herramientas que tenemos para pensarla, y no solo venerarla o moralizarla.

Por un lado, Fernández piensa que la violencia es parte de la vida y no puede ser juzgada: lo condenable no es la violencia (que es vital) sino el poder. Para ella, hay que reconocer que la violencia durante el estallido social fue útil: ahora estamos en un proceso constituyente y se habla con interés de los pueblos originarios.

Para Gumucio, en cambio, la violencia es una forma de vida y no un hecho biológico cualquiera. Se elige, y elegirla es asumirla. Adular la violencia sin vivirla es cómodo, es hipócrita, y cuando asume la forma de crítica al poder estatal es moralizante. Según él, es innegable que la violencia de octubre fue útil (contribuyó a posibilitar el proceso constituyente), pero también muy inútil, pues Chile estaría peor que antes en términos de bienestar material y “neoliberalismo”. Agrega Gumucio que las “feministas de izquierda” no hicieron nada para que los colegios abrieran en pandemia, dejando así a familias, niñas y niños abandonados durante los largos confinamientos.

Para Fernández, Chile despertó en octubre; para Gumucio, nunca se quedó dormido: está insomne por lo menos desde los movimientos sociales de 2006 y 2011 (con esto estoy casi totalmente de acuerdo, salvo por la palabra “insomne”).

Fernández y Gumucio tienen el mérito de escribir sobre un tema de por sí provocador, difícil y crucial, y de sacudirnos de las posiciones aseguradas que parecen definir polos, pero se complementan. La primera piensa teológicamente la violencia: como medio para alcanzar un fin, como si el siglo XX no nos hubiera cuestionado profunda y radicalmente en esta idea de un bien alcanzable por medio de un mal necesario. La segunda, en contraparte, erige la palabra violencia como escudo para evitar pensar del todo y, así, mantener el statu quo.

Dicho esto, las posturas de Fernández y Gumucio se contradicen. La primera ve la violencia como arraigada en la vida, para luego conferirle utilidad, convirtiéndola en algo a la vez inocente y calculado; natural y político. La segunda recuerda que la violencia, para ser pensada, debe ser asumida y reivindicada por sí misma. Pero luego la evalúa nuevamente en función de su utilidad. Así, ambas posiciones miden la violencia según su utilidad; ninguna la piensa en sí misma.

Fernández y Gumucio tienen el mérito de escribir sobre un tema de por sí provocador, difícil y crucial, y de sacudirnos de las posiciones aseguradas que parecen definir polos, pero se complementan.

Decir que la violencia es parte de la vida es negarse a pensarla. Si violencia y vida fueran una y la misma cosa, todo sería violento y nada lo sería, y no sería necesario este debate. La violencia se define en función de los marcos legales que estipulan qué es lícito o no; existe en función de una ley que forja el ámbito de la realidad, marca límites, se inscribe en nuestros cuerpos y condiciona cómo pensamos y nos relacionarnos. Por lo mismo, la violencia es estructural. La pregunta no es si la violencia es útil a un fin, sino más bien si los fines que nos damos y que contienen las leyes de nuestra organización social nos permiten cuestionar nuestras violencias endémicas, estructurales, o si nos mantienen ciegos y ciegas ante ellas.

En contraposición, decir que la violencia de octubre fue más inútil que útil porque hoy estamos peor y no hay “menos neoliberalismo” es una curiosa (pero expandida) manera de no estar del lado de los “octubristas” (asumiendo que algo tal existiera), pero sí de sus expectativas y lenguaje (asumiendo, nuevamente, que existieran): un paraíso menos “neoliberal”. Si las llamadas “feministas de izquierda” no se preocuparon de la apertura del colegio en el confinamiento, es que quizás la institución republicana del colegio –volcada a un proyecto educativo que concierne a todos/as, incluyendo a quienes supuestamente “eligen” el sistema privado– ya no existe. El abandono en que estuvieron las familias con niños/as se debe a la falta de una estructura estatal que garantice derechos. Los colegios no abrieron en pandemia por las condiciones pandémicas, sobre todo en los de menos recursos (¿y quién hubiera respondido ante un ulterior desastre sanitario? ¿Las feministas de izquierda?).

Decir que la violencia es parte de la vida es negarse a pensarla. Si violencia y vida fueran una y la misma cosa, todo sería violento y nada lo sería, y no sería necesario este debate.

La violencia que estalló en octubre no es justificable (Gumucio acierta en que justificarla sería negarla, subsumirla al sistema que pretendió enfrentar). Más bien se ha presentado como fenómeno político, una forma visible que ha definido una serie de agentes en su entorno o interior (actores, actrices, espectadores/as, enemigos/as “políticos”). Al mostrarse de esta manera, como fenómeno político y no como hecho individual, la violencia se presenta no como medio, sino como mundo. Podemos vernos en ella (ver a la humanidad, o la nueva humanidad que pretende contener) como algunos filósofos se vieron en la revolución francesa. Lo que hay que preguntarse por lo tanto es qué idea de mundo, de seres vivos o seres humanos (y de libertad, comunidad e igualdad) se desplegaron en la violencia de octubre, en la violencia vuelta mundo. Si la pensamos en sí misma, la violencia ha de ser considerada en su hic e nunc, en cuanto fenómeno que contendría su propia estructura semántica, y no como medio subordinada a un fin externo.

Pretender que hay un despertar político y la violencia sirve para un bien futuro es creer, curiosamente, en todas las categorías que nutrieron la ilustración, que fueron y son constitutivas de lo que somos, pero insuficientes para pensarnos como sujetos y para pensar nuestras expectativas políticas. Consciencia, luz, violencia emancipadora, nada de esto permitió prefigurar el horror del siglo pasado, al punto que, con tanta luz y conocimiento de uno mismo, hemos permanecido ciegos y ciegas ante la violencia ejercida. Es esta extraña confianza en la luz, en un nuevo “despertar” contemporáneo, esta idea de que la violencia es un medio por el cual nos superamos (y no un fenómeno en el que nos vemos) que podría provocar insomnio. Pues el insomnio, contrario a lo que dice Gumucio, no es estar despierto desde hace tiempo: es no poder dormir porque el horror y la impotencia ya no se dan la forma de un objeto y ya no se miden según su utilidad e inutilidad.

Pretender que hay un despertar político y la violencia sirve para un bien futuro es creer, curiosamente, en todas las categorías que nutrieron la ilustración, que fueron y son constitutivas de lo que somos, pero insuficientes para pensarnos como sujetos y para pensar nuestras expectativas políticas.

Lo que hoy sí tenemos –algo­ inesperado mas no tranquilizador, y que es producto de muchas acciones y procesos distintos– es un proceso constituyente que nos permite reflexionar sobre las palabras con que nos pensamos. Creer que una gran luz ha pasado por Chile dándonos las bases metafísicas (o naturales) para pensar en una sociedad nueva y buena es arriesgamos a caer en las peores configuraciones políticas y, por cierto, a no ser dignos de la palabra dignidad que tanto ha circulado. Si este proceso se basa en la fragilidad que es, tal vez, el contenido propio del siglo, de las formas y de las semánticas de sus violencias, y si conseguimos pensar la fragilidad sin confundirla con debilidad o carencia, quizás entonces recobremos la palabra y un mundo político posible.

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