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Opinión

8 de Julio de 2023

Columna de Isabel Plant: La tragedia de Anna Cook

"Desdibujar a la persona real que fue para quedarse con los retazos de la historia que son convenientes a la hipótesis personal, es también olvidarla a ella. Prefiero saber todo", escribe la columnista Isabel Plant, sobre el Caso de Anna Cook, el exitoso podcast sobre el tema y las hipótesis que se han elaborado tras su muerte.

Por Isabel Plant

Hay una imagen descrita por las narradoras del podcast “¿Quién mató a Anna Cook?”, sobre la muerte de la DJ chilena en 2017, que no me puedo sacar de la cabeza y que no es de las más chocantes -un cuerpo joven sin vida en el hospital, el sonido de una retroexcavadora desenterrando restos-.  

Tiene que ver con un contexto generacional, una mirada a un mundo de fiestas que me es ajeno cuando ya mi mejor panorama de viernes es ver una serie en mi cama. Se describe cómo, después de la noche de baile con ketamina u otro tipo de drogas sintéticas que ayudan a subir y disfrutar, los y las jóvenes en vez de partir al after a seguir la fiesta, o pasarse a la cama de un amor fugaz, o por último irse a la casa a dar por cerrada la velada, comienzan una búsqueda intensa de clonazepam o zopiclona, para poder bajar.

Me imagino la pesquisa de “¿quién tiene Clona?” en ese momento siempre un poco violento de cuando se acaba la oscuridad y la luz es tan inevitable como poco cariñosa con los rostros del trasnoche. El clonazepam no es sólo para dormir, es una droga de la familia de las benzodiacepinas que mantiene a raya la ansiedad. Una vez acabada la fiesta, el pánico de que vuelva la vida real para toda una generación de veinteañeros.

Y en medio, una joven que sueña con vivir de pinchar y crear música, cuyo nombre real era Ana María Villarroel, que vivió en Santiago con su madre y en Arica con su tía, que tenía talento, que era lesbiana en una generación donde es posible vivir libremente su orientación sexual, que era hija y amiga, que aprendió a “cocinar” la mezcla perfecta de drogas pero se le escapó de las manos, que también quería ordenarse y concentrarse en los sonidos que la apasionaban y que el 2 de agosto de 2017, con solo 26 años, es llevada moribunda en un taxi al Hospital Salvador y cuyo cuerpo sin vida se transforma en un misterio a resolver para muchos.

El podcast, escrito por el periodista Rodrigo Fluxá e investigado por él, Valentina Millán y Sebastián Palma durante cinco años -cien entrevistas, 400 páginas de carpetas investigativas, etc.-, ha sido un éxito de audiencia en Chile y también va ganando oídos en Argentina y México (donde ya entró al top 50). Por transparencia con quienes leen esta columna, debo decir que no solo soy amiga de Fluxá, sino que tuve una participación satelital en este proyecto, donde se me pidió opinar sobre la estructura de sus capítulos. Esa cercanía hace que no pueda -ni quiera- escribir aquí sobre si es un buen o mal producto periodístico o narrativo, pero sí me gustaría hablar de Anna, parte de esa generación que termina la fiesta con clona.

La muerte de Anna fue descrita como paro cardíaco por sobredosis por los expertos: tenía zopiclona, cocaína, marihuana y alprazolam en el cuerpo al momento de su muerte. Pero como fue llevada al hospital por un tipo errático, quien le arrendaba una habitación en su casa, comenzó una bola de nieve de teorías, indagatorias, nuevas pericias, lideradas por agrupaciones feministas y la madre de la joven fallecida. Pasan los años y aunque el caso no se cierra, el SML, el ISP, la PDI y el Ministerio Público buscan nuevas líneas a investigar, pero vuelven a lo mismo: no hubo participación de terceros, muerte por sobredosis. Los detalles, que incluyen el cruce con un trío de horrendos hombres que odiaban a las mujeres, dudas sobre costillas rotas, aparición de semen en el cuerpo -de una joven lesbiana- y un moretón en el cuello, han sido material de múltiples reportajes y están detallados en el podcast, para quienes quieran informarse más o sacar sus conclusiones.

Lo que me ronda: Anna se convirtió en un símbolo para algunas feministas. Símbolo de la inacción del Estado frente a la violencia contra la mujer, ya que sería un asesinato tratado como muerte accidental. En una víctima de homofobia, de un lesbicidio, que ha sido ignorado por instituciones y sociedad por igual. Hemos visto casos así antes: femicidios tratados como suicidios por instituciones que recién en los últimos años comienzan a comprender e implementar lo que se conoce como justicia con perspectiva de género.

Lo complejo en este caso es que, como con todo símbolo, se ha desdibujado a la misma Anna, van mutando los detalles de su muerte y todo se reduce a un nombre que se canta en marchas (¡Justicia para Anna Cook! se gritó en el estallido social y las manifestaciones del 8M), que muchos dicen haber conocido pero que en los últimos meses antes de su muerte estaba en un espiral de soledad. Rearmándose y desarmándose, buscando un camino a la adultez. Nuevamente, tenía sólo 26.

Y pareciera que, en nombre de la causa, aquí no hay prueba o experto que baste para cerrar la investigación. O es lesbicidio o nada, al parecer, y eso incluye acosar o funar a fiscales que osan determinar lo contrario. No es mi lugar ni mi competencia sentenciar qué fue lo que pasó esa noche en la casa de Anna, pero manipular su caso para que sea una sola la respuesta posible implica manipularla a ella también, que es otra forma de revictimización.

Desdibujar a la persona real que fue para quedarse con los retazos de la historia que son convenientes a la hipótesis personal, es también olvidarla a ella. Prefiero saber todo: que había estado en Europa tocando, que la habían destacado en una radio internacional, que era creativa y apasionada por la música, pero también que era traficante, que tuvo problemas de adicción al alcohol, que había cometido errores y que no era una santa. Porque era humana y no solo un ícono, eso es lo más justo que se puede hacer ante su muerte. Conocerla. No olvidarla.

La tragedia de Anna Cook son muchas, pero para mí hay una que resalta: es parte de una generación completa de jóvenes que a pesar de estar hiperconectados y tener muchas más libertades que en décadas anteriores, de vivir una quinta ola de feminismo, se sienten solas, perdidas, tienen pocas maneras de surgir y cumplir los sueños que les hemos prometido como sociedad. Que son víctimas de la angustia profunda que sienten cada amanecer. La tragedia de Anna Cook es que tenía solo 26 y que ahí se corta su historia. Algo más triste que eso no me lo puedo imaginar: Anna no era un emblema, era una persona. Y ya no está.

*Isabel Plant, periodista, editora y cocreadora de Mujeres Bacanas.

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