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31 de Diciembre de 2023

“Lo más difícil es que te peguen, te insulten, y uno no puede hacer nada”: el complejo oficio de ser guardia en supermercados, farmacias y tiendas

César es venezolano, tiene 36 años y vive hace seis en Chile. Tres lo ha trabajado como encargado de seguridad y hoy es el supervisor de un equipo que trabaja en un supermercado del sector poniente de Santiago. Una labor con varias complicaciones. "Lo más difícil es que te peguen, te insulten, te escupan, y uno no puede hacer nada", apunta. El gerente general de una empresa de seguridad cuenta cómo seleccionan a los guardias, mientras un exguardia reconoce que ha sido "el peor trabajo de mi vida" y que se trata de "un trabajo solitario".

Por Felipe Gacitúa Rubio

Están por sobre todo y desde esa altura ven todo. O, al menos, una parcialidad, tan parcial como el poder que les da un gorro tipo jockey negro, un chaleco antibalas, un audífono, un radio adosado a su cinturón. Ser guardia resulta un mínimo resquicio de poder entre las figuras que lo representan. Exuniformados, exmilitares, expolicías que en algún periodo de su vida sintieron esa condición de autoridad, o la ilusión de aquello en personas cuyas vidas nunca representaron una, vestidos de guardias en un supermercado, una farmacia, una bodega o un condominio supone eso: poder a escala mediana, parcial, como desde donde se paran a mirar lo que su poder les permite.

Desde esa altura mediana, un guardia ve —casi— todo. Y desde ahí, todos lo ven. O casi, también. Porque en el retail a fin de año, la presencia de un guardia se hace indiferente para el tumulto. Avanza sin reparar en la perspectiva de un hombre o una mujer vestido de negro, que mira atento o con la mirada cansada al final del día. Para algunas personas dentro del gentío, la presencia de un guardia se vuelve un escollo. Implica escabullirse, esconderse, evadir. Ahí el guardia fija su atención, al acecho de poder asir de alguna forma ese mínimo poder.

***

—Las leyes no nos favorecen.

César prefiere mantener su nombre bajo resguardo, por lo que para estos fines se llamará así. El anonimato es también una herramienta, entonces. Trabaja en un supermercado grande del sector poniente de Santiago. Es venezolano, tiene 36 años, vive hace seis en Chile y trabaja hace tres como guardia. Es supervisor del equipo de guardias que trabaja a las 12 de la tarde del 26 de diciembre. Por radio los ordena. “Ándate al fondo, papá”, “Johnny, sácate a juguetería, que él sabe menos”, “En la 12, son los dos de siempre”, “Salga de perfumería, ‘mano”, “Dale, dale. Vuelve a la tuya, mi rey. Vuelve a la tuya”. Habla con sus manos metidas en el chaleco antibalas, o apoyado en una máquina de pelotas saltarinas. Se interrumpe de pronto con alguna de esas frases, con la mirada puesta entre los pasillos a lo lejos.

Lo más difícil es que te peguen, te insulten, te escupan, y uno no puede hacer nada.

En Venezuela, César pasó por la Escuela de Suboficiales y luego por la Academia de Policías. Fue funcionario por 17 años en las calles de Caracas.

—Tengo conocimiento de cómo tratar a la persona, movilización de la persona, tengo conocimiento en inversión de las palabras, de cómo dominar un procedimiento cuando la persona está muy alterada. Porque en este trabajo hay que saber tratar y hay que saber hablar, saber hablar con propiedad, con decencia, saber llegar al cliente para que no se enoje. Yo siempre le digo a los colegas: “Si tú hablas con violencia, violencia vas a recibir. Si tú llegas con buenos tratos, buenos tratos vas a recibir”.

La persona puede estar muy cargada (elementos robados en su poder), pero hay que saber hablar y no violar sus derechos, para que la persona no se ofenda. Porque yo te digo: tú puedes estar cargado, pero si yo te descargo de una buena manera, está. Pero si yo te descargo y tú pagas, yo me puedo meter en un problema, porque las leyes son inversas. Yo puedo saber que tú vas a cargarte, pero yo no puedo sacarte del local, porque estaría violando tu derecho… según las leyes. Por eso muchas leyes desfavorecen el comercio, a los que salen a trabajar, y favorece a los delincuentes.

Los guardias de supermercado más de alguna vez se han vuelto tema en redes sociales y en los medios por videos donde se les ve reduciendo a una persona. Y es que el video no solo constata el ejercicio de una profesión: es, también, la cara más cuestionada del oficio de guardia. Fuerza desmedida, atribuciones indebidas y exceso de ímpetu en detenciones que no corresponden al grado del delito. 

—No digo que todos los guardias sean buenos, hay unos que son muy agresivos. Pero las personas no saben lo que está pasando, pero apoyan. “Déjalo ahí, si tú tienes plata”, qué sé yo. Cosas así gritan. Y lo que pasa es que la gente tiene mucha habilidad. “Ay, se me olvidó pagarlo”, y tienen cuatro cortes de carne. Hay que ser meticuloso para meterse cuando algo pasa en la calle.

Desde la perspectiva de un guardia, el supermercado es un submundo, y está —lo siente— bajo su control, como un panóptico a escala menor, precaria. “Uno siempre sale al choque”, dice César. Y dentro de ese sistema, están identificados cierta tipología de robos: los hormigas, que roban cosas como acto de prestidigitación (bolsillos, doble fondo, mangas), los oportunistas, que aprovechan descuidos en las cajas o que no pasan todos los productos en el sector de autoservicio. Pero la figura secular de robo en el supermercado es el mechero, una etiqueta cuya etimología se pierde en el camino, que guarda cierta anacronía, y que sin embargo se mantiene.

Los mecheros pueden venir, te pueden cortar y saben que no les va a pasar nada. Te pueden cagar a palos. A mí no me pegan, porque yo les sé hablar. Lo más brígido de todo son las mujeres, porque los hombres se ríen, uno también se les puede poner al brinco, pero a las mujeres como no se les puede tocar, no se les puede pegar, no se les puede nada, te escupen, te empujan, te meten mano, hay algunas que te tocan, te agarran, te manosean, aquí se ve de todo. Cómo muestran los senos, quieren que tú las toques para después denunciar.

El Código Penal, en su artículo 432, define el hurto como “la apropiación de un bien mueble ajeno efectuado contra la voluntad del dueño”. En el caso de un supermercado, el robo se considera hurto simple, y su consideración se hace a partir de la equivalencia en dinero del objeto robado. Es decir, desde media UTM hasta más de 400 UTM, la persona arriesga cárcel y multa, que van desde los 61 días a los 5 años. Menos que eso, se considera falta.

Por teléfono, Juan Pablo Russu, gerente general de la empresa Alta Seguridad, compañía con más de 30 años en el rubro, cuenta cómo es el proceso de selección tipo de un guardia.

Hacemos una selección de personal a través del currículum, antecedentes y si tiene experiencia de guardia. Luego se le hacen test psicológicos, se chequean antecedentes y cómo se relaciona con su círculo cercano. Luego pasa a un proceso de selección. De ahí ya son entrevistas. Se corroboran las competencias, porque todos los servicios no son iguales. No es lo mismo un condominio que una empresa de transporte, que una Municipalidad. Depende del rubro, sector o cliente donde irá la persona, se hace una selección y se determina el perfil.

—Y ustedes ofrecen todo tipo de servicio, ¿no?

—Exactamente. Menos en el retail. No es nuestro rubro, nunca nos hemos dedicado a eso.

—¿Por qué?

—Porque es un rubro más complicado, donde van más al choque, se enfrentan a más cosas, y son servicios que a nosotros no nos ha llamado nunca la atención.

César, en el supermercado, dice que un turno en su puesto puede durar 16 horas. De pie. Recién lleva cinco.

—Uno siempre sale al choque —repite César, con una mano en su frente, alzando levemente el jockey negro—. Si a mí me llevan detenido por algo, me llevan con uniforme. Tengo colegas que adentro (en la cárcel) les han pegado, les han desfigurado la cara. Hay mucho prejuicio contra nosotros. La gente nunca tiene nuestra perspectiva.

***

“Angustia por un riesgo o daño real o imaginario”, dice la definición de diccionario de la palabra miedo.

Es de noche, y afuera de una farmacia de cadena un letrero dice “24 horas”. En la puerta, un hombre —un guardia— cuyo nombre para estos fines será David. Trabaja hace ocho años en este rubro, pero fue carabinero durante diez. Además de su nombre, no dice su edad. Por vanidad, por miedo —angustia por un riesgo o daño imaginario. Real—.

Sector sur de Santiago. Alguien pasa caminando por la vereda. David lo queda mirando hasta que desaparece a lo lejos. Su tono, cuando habla de los trabajos que ha tenido —uniformado, peoneta, guardia, chofer, guardia de nuevo— tiene un hálito jactancioso. Menciona someramente el aburrimiento, el tránsito acotado de gente, los paseos por las baldosas blancas de la farmacia. Al frente, la autopista se hunde, como una cicatriz abierta. David cuenta que la farmacia donde trabaja ha sido asaltada al menos ocho veces en lo que va de año. Y su tono se hace más lento, pausado. Dice que no siente miedo. Se queda mirando un auto. El auto se estaciona a unos 15 metros. Mientras habla, David no deja de mirarlo. Está de pie en la típica pose de guardia: piernas abiertas, manos dentro del chaleco a la altura del pecho. Tras sus lentes ópticos sus ojos se abren.

—Vamos a dejar la conversación hasta acá, amigo.

Entra a la farmacia.

Cierra la puerta.

Desde dentro, se queda mirando en la misma posición en la que estaba conversando afuera y dejó de hacerlo, de pronto.

Miedo: angustia por un riesgo. Real. Imaginario.

***

Yo trabajo desde los ocho años, y te puedo decir que es el peor trabajo que he tenido.

Adrián Anteros tiene 58 años. Está sentado en una silla plegable en el patio de la casa de su mamá en La Granja, población San Gregorio. En la parte de adelante, está construyendo otra casa. Adrián ha trabajado vendiendo dulces en micros, repartiendo agua, en el Ejército —en el comedor, en el rancho—, en construcción, y actualmente como peoneta en mudanzas. También, como guardia, trabajo que califica como el peor que ha tenido.

—Es una pega muy solitaria.

Luego de trabajar en una empresa de mudanzas y quedar sin trabajo en plena crisis asiática, en 1998, Adrián Anteros leyó un aviso en el diario en el que buscaban guardias de seguridad para la empresa Wackenhut, hoy extinta. Ahí, según cuenta, la mayoría de los guardias reclutados habían sido militares que no siguieron la carrera en el Ejército, y él, que también hizo el servicio militar, entre 1987 y 1989, quedó seleccionado. Su primer trabajo fue ser guardia en una empresa de precisión industrial, en avenida El Salto, durante dos semanas. Luego lo trasladaron a Nissan, en la automotora de avenida Vicuña Mackenna, por cuatro meses. Y luego a las bodegas de Odontine, la antigua marca de dentífrico, hasta que terminó ese año.

Era básicamente ser nochero, rondar el perímetro, vigilar, caminar, recibir cargas de noche. Cada una hora había que marcar en los relojes, había que tarjetear, como para que uno no estuviera durmiendo. Llegaba el supervisor, veía el libro y se iba. Nos turnábamos con compañeros, entonces no podíamos conversar, porque cuando uno estaba en la ronda, el otro estaba en la caseta, solo. En esa época acuérdate que no había celular.

Wackenhut cerró, se declaró en quiebra. “Eran canallas”, recuerda, “Te veían sin plata, no te daban adelanto y uno tenía que arreglarse entre compañeros”. Adrián se cambió de compañía. Lo ubicaron en una fábrica frutícola como nochero. “Ronda a tal hora sin novedad. Una luz prendida, una puerta abierta”, eran las anotaciones de los detalles que hacía Adrían después de que todo el personal se iba. Todo ese 1999 estuvo trabajando ahí.

—La mayoría llega a ser guardia porque se jubilaron y no pueden dejar de trabajar, o porque no pudieron seguir dentro del Ejército o alguna otra carrera de uniformado. Es lo que uno tiene cuando ya no te contratan por la edad.

Por esos años, Adrián tenía unos 30 años, y los anuncios de vacantes para guardia abundaban. En el miedo también hay negocio. Pero para él, el trabajo de guardia o nochero siempre ha sido para quienes no saben hacer otra cosa.

—La mente trabaja mucho, sobre todo en esas rondas. Uno piensa qué pasa si de repente aparece alguien. Tenía mis manos para defenderme solamente. Y lo que uno arriesga es mucho. Yo llegaba a mi casa, a veces me demoraba dos horas en volver desde la fábrica a la central y de la central a mi casa. No dormía, porque jugaba con mi hija que era chica, quería estar con ella. Pasaban unas horas y tenía que volver a turno. Es una pega mal pagada y explotadora. Yo ganaba cincuenta lucas al mes en ese tiempo, cinco días a la semana, doce horas al día. Hasta que uno se aburre. Todos los que se van es porque se aburren.

Adrián dejó de trabajar como guardia cuando quisieron mandarlo a supermercados y tiendas de ropa. Decidió buscar algo mejor. Para Adrián, los guardias no representan ninguna autoridad, como si fuesen un corpóreo de alguien que vela por el orden, una palabra desprovista de significado.

En todos lados te piden el curso del OS 10 de Carabineros, que en ese tiempo no existía. Pero son puras charlas. De qué te sirven esas charlas cuando te toca algo más difícil.—dice Adrián con los ojos entrecerrados y la cabeza ladeada.

—Es una pega sacrificada, no volvería a hacerla.

Juan Pablo Russu, al teléfono, dice:

La mayoría de los que contratamos tiene más de 50 años. Tienen otra impronta. El guardia es el primer filtro que tiene cualquier sistema de trabajo en general. Siempre se dice que van a puro dormir, y todo eso. Es el prejuicio de la gente, siempre destinan el último presupuesto al guardia, pero afortunadamente eso está cambiando. Se les da valor a su trabajo, a su función de seguridad, de que si está atento significa que la gente le puede dar aviso de cualquier cosa y deriva a Carabineros o supervisores que puedan apoyar. Pasó de estar sentado en una caseta a tener una importancia y ser parte integral de un sistema.

Un guardia, en su propio sistema, es el centro.

Adrián recuerda una anécdota.

—Cuando trabajaba en Odontine, como a las tres de la mañana llegó el supervisor. Salgo a recibirlo. Él había sido militar. Cuando llego, me dice: “Vaya, dese la vuelta, viene corriendo y se presenta”. “¿Perdón?”, le digo. “Usted tiene que darse la vuelta, tiene que venir corriendo y se presenta”, me repite. “No po”, le dije yo, “yo hace tiempo que hice el servicio militar, y yo no me presento a nadie. Yo me presento como trabajador, nada más”. Me grita y me dice “no, que usted tiene que seguir con eso”.

Entré. Fui a mi casillero. Pesqué toda mi ropa. La eché en el bolso. Salí y le entregué las llaves. “NO PERO NO PODÍ DEJAR EL PUESTO BOTA’O”. “A mí no me venga a gritar”, le dije. “Hasta luego”. Al otro día me presenté en la central, y el supervisor jefe que estaba había sido cabo conmigo en el servicio. “Anteros, qué te pasó”. “Me voy”, le dije. “Por qué”. Y justo viene entrando el supervisor de la noche anterior. “Porque tuve tal problema con él”. Y le conté. Me dijo que tranquilo, que me iban a cambiar. “Déjamelo a mí a este”, me dijo. Hay muchos ex uniformados que llegan… —Adrián hace el gesto del índice dando vueltas en la sien—. Se creen que siguen en el ejército o donde sea.

***

—Hay mucho prejuicio. Cosas positivas: que conoces harta gente, te distraes… pero no mucho más que eso. Tu desgaste físico no te lo paga nadie. El riesgo es mucho y la paga es poca. Faltan leyes. Más beneficios. A ti te dan la teoría, pero no te dan la práctica. Eso lo aprendes en la calle.

César, mientras enumera con los dedos de una mano, tomándolos con la punta de los dedos de la otra, arruga el entrecejo y muestra dientes y encía cuando menciona aquello que cada uno de sus dedos representa.

Le quedan cerca de diez horas de turno por delante. Sonríe a cajeras, supervisoras, una mujer llega a su lado y lo saluda de beso en la mejilla. Antes de despedirse, César dice que le gusta su trabajo, pero su semblante no se mueve cuando lo dice.

—Siempre he descargado de buenas maneras. Y claro, se nota cuando hay diferencia. Cuando hay una necesidad. Me ha tocado descargar viejitos, viejitas, familias. Personalmente, uno no puede juzgar a nadie. Yo veo que hay personas que entran a comer, y yo les digo: “Cómete un pan, no me tomes la bebida. Cómete un pan”. Porque yo sé que si queda pan, ese pan después lo botan, la bebida es pérdida. Es parte de muchas cosas, a veces la gente está pasando necesidades. No lo justifico que salgan a robar, pero lo entiendo. A veces no sabemos qué problemas tiene.

Recostado en la silla, Adrián recuerda su época de guardia en las bodegas de Bata, en Melipilla. Recuerda el miedo de que le pasara algo a su hija y no alcanzar a llegar. También, estar mirando a los trabajadores que confeccionaban los zapatos que no se guardaran cordones, plantillas, botones. “Los vendían afuera ellos después”.

—“¿Por qué no me los pasai y te vay tranquilo?”, les decía yo.

Recuerda la confidencia: un soplo, un aviso podía significar el despido de la persona. Por un cordón, una plantilla, un botón. De alguien que podía vivir a una cuadra de él, o separado por una pared.

—Eran gente como uno mismo. “Y si aviso y después no tiene pega”, pensaba yo. “Y si tiene hijo… como yo”. Era penca. No me gustaba. Eso te estresa: estar mirándolos a todos y que todos te miren. “Ahí está el sapo”, “cuida’o que está mirando”. Y tú ahí viendo todo. Esto es como una cárcel, donde yo soy el gendarme y ellos los presos, viendo lo que hacen, pensé un día. Después de eso me cambiaron. Al tiempo renuncié, y nunca más trabajé como guardia.

Recuerda jefes que se creían “inmensamente grandes”. Recuerda, a pesar de todo, que ser guardia le hizo entender el respeto hacia las personas. Y es que desde la perspectiva de un guardia, la autoridad responde a jerarquías, a tratos trastocados, traspasados como réplicas inexactas del poder a través de sus superiores. Pero es sobre todo tener la ilusión de ser vistos desde donde están: un poco más arriba, en una tarima, una escalinata, un piso, en la altura mediana que supone el gorro, el chaleco, la polera negra con el nombre de la empresa bordado en el pecho.

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