Secciones

Más en The Clinic

The Clinic Newsletters
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Reportajes

3 de Febrero de 2024

Una noche de fiesta con swingers en Santiago: las reglas, códigos y destape del intercambio de parejas

Swingers Ilustración: Camila Cruz

Un escenario con show mixto de desnudistas, una pista de baile, muchos sillones y las “salas de juegos” son los espacios a recorrer en Pandora SW Bar, uno de los clubes swinger de Santiago. Allí, cientos de parejas van todos los fines de semana, a veces a bailar, a veces a algo más. Las reglas sobre el consentimiento son claras, la publicidad de los eventos es escasa y quienes asisten tienen liberales formas de buscar aumentar el placer en su relación. Pero son reservados el resto del tiempo y atesoran su estilo de vida como un secreto que solo se comparte con los indicados. Una periodista de The Clinic fue a una fiesta swingers y acá escribe sobre lo que vio y conversó.

Por Paula Domínguez Sarno

Empecé a maquillarme pasadas las 10 de la noche. Sonaba Start me up, de The Rolling Stones, a todo volumen en mi baño y, con una cerveza en la mano, me acercaba al espejo para seguir poniendo capas de base sobre mi cara y me alejaba para verme, para digerir el personaje que tendría en la fiesta de swingers. Llevaba puesto un vestido negro a tiritas, corto y ajustado y, cuando veía mi reflejo, me preguntaba si sería del gusto de ellos.

Y de ellas.

El Uber me deja en Maruri 433, Independencia, y afuera de una antigua y gran fachada azul con los postes y marcos de ventanas pintados blancos, hay tres hombres del staff del club con poleras rojas. “¿Viene a Pandora?”, me pregunta uno y me acompaña a la entrada. Estoy un poco nerviosa. Detrás de la puerta doble de madera, un pequeño pasillo por la derecha lleva a una escalera y, justo antes, un hombre revisa que todos tengamos nuestras reservas. Es viernes, así que pueden venir parejas, “hombres solos” y “mujeres solas”, y la entrada cuesta $30 mil, $40 mil y $15 mil, respectivamente. La escalera sube en “U” y en el segundo piso es donde todo ocurre.

Pasillos con sillones y mesas rodean un escenario de unos 60 metros cuadrados, a la altura del suelo, con dos caños. Bajo tenues luces azules y rojas en una esquina está la barra, a su izquierda más mesas y sillones y, a su derecha, herméticas a la vista del resto de la fiesta, están las “salas de juegos”.

Uno de los hombres del staff nos hace un tour a mí y a dos parejas más que estaban por primera vez en el club. “Ya, aquí, si vienen con sus tragos, tienen que vaciarlos a estos”, dice mientras apunta unos de acrílico sobre una mesa al costado, custodiada por un garzón. Corta el paso a esta sección un cordel rojo de gala y detrás de él hay un pasillo. “Aquí pueden pasar después del show de los bailarines”, sigue.

La primera habitación está entrando a la izquierda y tiene un biombo delgado de madera con hoyos circulares de unos 10 centímetros de diámetro para asomarse y mirar. Adentro solo hay sillones. A esta sala pueden entrar todos. Al final del pasillo las paredes se transforman en espejo y hay dos habitaciones más, una al lado de la otra. Están todas vacías aún, también hay sillones y en una, una jaula individual de un metro cuadrado. Las tres piezas se ubican en “L”, están separadas por paredes con una gran ventana en el centro y en cada una hay un dispensador de toallitas de papel y alcohol gel. A las últimas dos no pueden entrar los hombres solos.

–Disculpa, ¿a cuáles puedo entrar yo? –pregunté.

–Usted puede entrar a todas –me responde el guía con una sonrisa.

Las demás parejas me miran y se ríen también.

“Tienen que saber que ‘no es no'”, agrega mirándonos a cada uno, como asegurándose de que hayamos escuchado bien. “Si alguien los toca y ustedes no quieren, le quitan la mano o dicen no. Si lo vuelve a hacer, nos llaman y les llamamos la atención o los sacamos”, explica. “Pero eso nunca pasa”, agrega. “Y nada de celulares. Acá no se pueden ni sacar. Afuera, en la fiesta, pueden contestar algún mensaje, pero no se pueden sacar fotos ni videos”.

Mientras intento poner atención, me pregunto cómo voy a recordar todo esto para escribir esta crónica, hoy después del carrete y de unos cuantos tragos. O mañana, después de la resaca.

Salgo de la sala de juegos y voy a la barra a buscar mi cover. Parto con una piscola y camino lento por el pasillo, devolviéndome hacia la entrada para ver si hay un lugar para sentarme. Deben haber unas 100 personas. Mientras me arreglaba en el baño de mi departamento, imaginé que, en este momento, las parejas se voltearían a verme como una presa. Pero lo cierto es que solo percibí un par de miradas coquetas… Aunque me sentí mucho más cómoda, para mi ego fue un poco decepcionante.

Están todos sentados en los sillones mientras beben y conversan, algunas parejas solas y otras en grupo, mientras se escucha de fondo algo de reggaetón. La escena parece más el tipo de dinámica que se armaba después de un asado de curso entre los apoderados de mi colegio cuando era chica, que una fiesta de swingers. Levanto la mirada y ahí está: un espacio vacío en uno de los sillones, al lado de una mujer joven con una mirada amistosa.

“¿Hay alguien acá?”, le pregunto. “No, ¡siéntate, no más!”, me responde con entusiasmo y una sonrisa. “Ando con mi marido y otra pareja. Que no son pareja entre ellos”, me cuenta. “¿Y tú, vienes sola?”. Le digo que sí y me comenta que me había visto pasar con las otras dos parejas, pensando que estaba con ellos. Le causa curiosidad saber cómo es que llegué a parar sola en una fiesta de swingers en Independencia, así que no encuentro nada mejor que hablarle de mi casi nula experiencia en tríos que, si bien es poca, no es inexistente. “Y bueno, vine a ver cómo son estas fiestas”, termino. Llegan a sentarse al lado y frente a la mesa donde teníamos apoyados nuestros vasos, su marido, su amiga y un chico de mi misma edad que los había contactado por una aplicación. “Quería venir y ver la experiencia”, me explica mientras me lo presenta. “Quiere convencer a su polola”, se ríe.

La amiga que está sentada al lado es soltera, tiene dos hijos y nunca ha intercambiado parejas, ni siquiera ha hecho un trío. Vino, simplemente, porque la pasa bien. Continuamos conversando y no dejo de hacer preguntas, todos en la mesa son amables. Si no fuera porque estamos hablando del tema, olvidaría que más tarde en esta fiesta habrá un show de desnudistas y orgías en las salas de juego.

“¿Y a qué te dedicas? ¿Qué haces?”, me preguntan. “Soy periodista”, les respondo sin poder evitar reírme. “De hecho, siempre escribo sobre mis experiencias y me gustaría escribir sobre esto”, agrego. Me siento un poco desenmascarada, pero infiltrarse no es algo que enseñen en la escuela de Periodismo, así que cuando lo hago, la verdad se me sale sin que siquiera me lo pregunten.

Todo partió en un bar con show mixto

El matrimonio son Rosario (40) y Pablo (50), llevan más de 10 años como swingers y vienen a estas fiestas una vez al mes. Y, la verdad, no se llaman así. Conseguí que las parejas me contaran sus experiencias prometiéndoles anonimato, así que lo real en este reportaje serán las historias, no los nombres. Excepto el mío.

Llevan casados 15 años y tienen tres hijos, “uno tuyo, uno mío y uno nuestro”, cuentan. Hablando ellos, en su intimidad sobre fantasías al principio de la relación, surgió la idea de ir a un bar con un show mixto de desnudistas. Y les gustó. “Ahí, un amigo en una conversación habló de un club de swingers, el famoso SyO. Nos animamos y fuimos a fines de 2009 o principios de 2010. Solo sería ir a ver cómo era el ambiente, las personas…”, explica Pablo. “Los anfitriones de esa época nos hacían sentir muy cómodos, además era muy pequeño el lugar, te presentaban parejas y había una zona de baile y casting y otra para el show y jugar”. Fueron un par de veces solo a mirar, hasta que un día se atrevieron a coquetear con otra pareja. “Beso entre chicas y jugamos un rato. De ahí es pura evolución de confianza entre nosotros e individual. De soft –que es todo menos penetración– a full pasaron sus años”, cuentan.

Estamos frente al escenario, pero en la corrida de sillones de atrás, así que Pablo y el chico que los acompaña, que están sentados frente a nosotras tres, comienzan a mover los sillones sin respaldo para que nos ubiquemos más adelante. Va a empezar el show. “¿Has visto desnudistas antes?”, me pregunta Rosario. Le digo que sí, pero solo mujeres, en un club nocturno al que fui, también para un reportaje. Y aquí estoy, sentada entre medio de la pareja, Rosario está a mi derecha y Pablo a mi izquierda. Me volteo hacia un lado y hacia otro para poder escuchar cada acotación que hacen, siempre intentando explicarme qué es lo que va a pasar. Bajan la música y el animador presenta a la desnudista.

Morena, delgada, tonificada, con sus abdominales marcados, de senos muy levantados y sus glúteos también, lleva un medio moño y su pelo es largo y crespo. Partió con una especie de polera muy ajustada que dejaba ver debajo, su ropa interior color verde flúor con cintas que rodean parte de sus muslos. Con música erótica que no logro identificar, la chica comienza a sacarse la ropa mientras baila y hace increíbles acrobacias calisténicas en los fierros. Pienso que será como el club al que había ido, en el que las chicas se quedaban en toples, pero ella está yendo un poco más allá. Se quita absolutamente toda la ropa interior y el baile se torna cada vez más explícito, abre sus piernas y se toca, pero solo unos segundos. De alguna forma, aunque todos podemos ver lo más profundo de ella, sus movimientos dejan espacio a la imaginación. Termina el baile, baja la música nuevamente y ahora lo presentan a él.

“¿Has visto a un hombre?”, me pregunta Rosario. “No”, le digo con una sonrisa sin poder ocultar mi entusiasmo por lo que viene. Sonríe y me dice con seguridad: “Ahora nos toca a nosotras, te va a encantar”.

El chico, en sus veintes, camina hacia el centro del escenario con zapatos de vestir, pantalón de tela ajustado y una chaqueta de terno apretada. Al ritmo de las luces y la música se da vuelta al público, abriendo bruscamente su chaqueta y comienza el espectáculo. Saca a una de las chicas del público y la sienta en una silla alta en medio del escenario, mientras le baila y la toca. “Mira, cada vez que va a hacer algo, le va diciendo cosas al oído”, me dice Rosario. “Le está preguntando todo el rato si acepta lo que le va a hacer”, me explica. Sigue desnudándose, pone a la mujer en el piso, la mueve y cambia de posición como si estuvieran teniendo sexo, pero todo es simbólico: no es sexo en vivo.

La chica vuelve a sentarse junto a su pareja y el desnudista se acerca a las mujeres que están justo delante de nosotras, rodea a una con los brazos y se sujeta fuerte del respaldo del sillón detrás de sus hombros, abre sus piernas y comienza a hacer movimientos pélvicos sobre ella. Está a menos de dos metros de mí, puedo ver su bíceps, pectorales y abdominales marcados, sus tatuajes, la expresión de su rostro y, por un momento, me mira a los ojos mientras sigue con sus movimientos eróticos sobre la mujer del público. “¿Oye y él se queda a la fiesta también?”, le pregunto las chicas. “No, ellos se van altiro después del show”, me responden entre risas.

El espectáculo termina cuando baja su bóxer para terminar de mostrar todo y se pasea en media luna acercándose a las personas del público.

Termina el espectáculo y comienza el reggaetón. Lo que antes era el escenario, ahora es una pista de baile y las parejas, hombres solos y mujeres solas comenzamos a bailar. Pablo me invita a un trago y lo acepto. No suelo hacerlo cuando estoy en una discotheque, pero las conversaciones han sido amenas y me siento segura. Bailo con ellas y bailo con ellos, siempre con mucho respeto y a lo que nos convoca: pasarla bien.

Un secreto a voces, el club SyO y cruceros swingers

Me siento en uno de los sillones para hacerme un tabaco y se sienta a mi lado una pareja de unos sesenta y tantos. “¿Y tú viniste sola?”, es la pregunta, ya recurrente. Les digo que sí y que es mi primera vez. También terminamos hablando sobre mi interés de escribir sobre esto y comienzo, nuevamente y en medio de la fiesta, otra entrevista. Miriam y Joaquín llevan 25 años casados y tienen tres hijos. “Nosotros somos de los antiguos, llevamos más de 10 años en esto”, dice ella. “Ahora ya no quedan tantos lugares como este, antes estaba el Club SyO, ellos hacían fiestas en distintas partes de Santiago, con distintas temáticas, fiestas de disfraces…”, sigue.

Una vez, en una de las fiestas, se encontraron con un amigo de él de la infancia, con quien nunca han dejado de verse. “No lo saludes”, cuenta él que le dijo a Miriam. “Pero ella va y lo saluda, por supuesto”, sigue narrando entre risas. La sorpresa no era solo que fuera parte de este mundo, sino que, además, el amigo no estaba con su esposa. “Al día siguiente le hablamos y lo invitamos a tomar once a la casa”. Les pregunto si tenían amigos o familiares que sepan que vienen a estas fiestas. “No”, responde Joaquín. “Son muy pocos los que saben”.

Vuelvo a conversar y bailar con el grupo que me acogió: “¿Habrá gente ya en la sala de juegos?”, les pregunto. “¿Vamos a ver?”, me dice la amiga de Rosario. Y partimos.

En la primera habitación hay un trío teniendo sexo y un hombre solo sentado en el mismo sillón a un metro de distancia mientras mira y se toca. Seguimos por el pasillo a las habitaciones del fondo y, allí, el espacio es más concurrido, entre ambas suman al menos una decena de parejas y tríos teniendo relaciones. No logro identificar cuáles están intercambiadas, supongo que la mayoría. El aire acondicionado está a fondo, pero se percibe el calor humano y huele a intimidad. Casi no se distinguen rostros, solo veo mujeres en cuatro y hombres detrás de ellas con sus pantalones abajo. La imagen parece un video de una orgía en la sección amateur de una página porno.

Volvemos a la pista de baile y seguimos con la dinámica social. A veces cruzo miradas con algunas de las parejas. Primero me mira él, me doy vuelta, vuelvo a mirar, y me mira ella. Salgo de la pista, voy a buscar mi cartera a una de las mesas para ir al baño y anotar en mi celular algunos de los detalles a recordar, pero al tomarla y darme vuelta, él me conversa.

“Hey ¿y tú? ¿De dónde eres? ¿Primera vez acá?”, me dice él con una sonrisa. “¿Sabes qué? Te estábamos mirando con Victoria, mi señora, ahí en la pista, y nos preguntábamos si estabas sola? No te habíamos visto antes”, sigue. Le digo con el mismo entusiasmo que es mi primera vez en la fiesta, que la estoy pasando muy bien y que sí me había dado cuenta de que me miraban mientras bailaba. “¡Ay! Ahí estás. Yo le comentaba a Marcos: ‘Ella es súper linda'”, me dice Victoria apenas se acerca a nosotros. No parece un joteo, suena más bien como cuando las amigas de mi mamá me hacen algún cumplido. “Me encanta cómo estás vestida, así, simple. La verdad es que a mí no me gusta tanto cuando se arreglan demasiado”, sigue. “Yo le dije a Marcos. ¿Te dije cierto?”, agrega mirándolo a él. “Ella es muy linda”. Les comento que estoy bailando con otro grupo al que conocí hoy, que soy periodista y que quiero escribir sobre esto.

“Ah, nosotros, desde que lo descubrimos, ya no hay vuelta atrás, la hemos pasado la raja”, dice Victoria. “¡Fuimos a un hotel swinger en Jamaica!”, sigue. Entre ambos, repiten una y otra vez la palabra “fantástico” para referirse a la experiencia. “Bajas a la piscina, conversas con parejas de distintas partes del mundo, de verdad, una maravilla”, cuenta él. Intercambiamos teléfonos con ella y quedé en contactarlos, pero después prefirieron pasar.

Tomo mi cartera para ir al baño y ya adentro, saco mi celular y hay un mensaje: “Me dijeron que la otra fiesta a la que querías ir es malísima”. Es Luis, la persona que me dio el dato de Pandora cuando estaba investigando y buscando cuáles fiestas de swingers son las más concurridas de Santiago. Luis y Andrea son pareja y primero comenzaron con los tríos, después las fiestas y durante los últimos años han ido a cruceros y hoteles para swingers.

“No hay en Chile, hemos ido a cruceros que salen desde Portugal y Miami”, cuenta. Él es empresario y cuando me recomendó la fiesta, me dijo que era lo mejor para conocer la dinámica, porque van personas de todas partes. “Tengo un amigo que va a hacer una fiesta en Viña”, me ofreció. “Pero es en febrero. Y yo voy a hacer una aquí, pero en febrero también”. Tiene una gran casa en el sur, dice, y a veces va con sus amigos swingers y sus hijos a pasar algunos días. “Dejamos a los niños jugando, durmiendo, y vamos a la otra casa, que está en el mismo terreno”, explica sobre cómo logran hacer cosas familiares durante el día e intercambiar parejas durante la noche.

Pablo y Rosario han hecho cosas similares, solo que sin los niños. Una vez se fueron al sur con su “pareja favorita y una tercera” a hacer trekkings y s disfrutar de los paisajes. “Éramos cinco en un tour que duró cinco días y cinco noches, entre hoteles y cabañas”, cuentan. “Fue una de las mejores experiencias. En otra ocasión, una salida de tres parejas, igual que la experiencia anterior, muy top todos. Se pasa muy bien cuando hay complicidad con tu pareja y se cuidan mutuamente”.

Cuando contacté al dueño del espacio y productor de la fiesta de swingers, no quiso conversar. “A mí estas cosas no me interesan. No hago marketing, las fiestas se mantienen bajo perfil, me gusta cuidar la privacidad de la gente que viene y estoy bien así”, dijo. “Ya llevo 17 años en esta cuestión”, agregó.

Son casi las tres de la mañana y mientras reviso mi celular al lado de una de las mesas, veo que se acercan Rosario y Pablo y les digo que quiero ir a dar una vuelta más a las salas de juego antes de irme. “¡Te acompañamos!”, me dice ella. Entramos directo a las del fondo y caminamos por unos espacios de menos de 50 centímetros entre los sillones sobre los cuales las parejas están teniendo sexo. “Mira, aquí, si entras, nadie te puede tocar”, me explica Pablo y apunta la jaula. “¡Qué loco!”, le digo. Creo que es algo que he dicho varias veces en este rato. No puedo parar de sonreír de la impresión y esta vez estamos todos en la sala: Rosario, Pablo, sus dos amigos y yo. “¿Y no tienes un tiempo para quedarte?”, me pregunta él. Miro a Rosario y le digo que feliz me quedaría, pero una de mis roomies acaba de llegar al departamento sin llaves y está esperándome para poder entrar.

Algo de eso último que les dije es cierto. Me subo al Uber, tomo mi celular para volver a anotar los detalles que no quiero olvidar y me llegan dos mensajes de la pareja: “Que llegues bien” y “un gusto conocerte”.

Notas relacionadas

Deja tu comentario