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Nacional

27 de Febrero de 2011

Crónica de un reporteo en el epicentro de la tragedia

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El periodista de The Clinic, Claudio Pizarro, junto al fotógrafo Alejandro Olivares, viajaron hacia la región de El Maule apenas unas horas después del terremoto y el tsunami. En este relato, Pizarro cuenta sus primeras impresiones de la tragedia, el pudor con el que se acercó a las víctimas, las peripecias que pasaron para despachar su nota cuando no había ni teléfono ni Internet y cómo pasaron las noches durmiendo en cualquier parte en medio del caos.

Por Claudio Pizarro / Fotos: Alejandro Olivares

Al otro día del terremoto, nuestro editor ya estaba “joteando” en la Onemi para poder subirnos a un avión y llegar los más pronto posible al lugar de la catástrofe. No se pudo. Algo falló a última hora y tuvimos que quedarnos en Santiago.

Al día siguiente, iniciamos el viaje en el auto arrendado de otro periodista, ex director de nuestro pasquín, que se ofreció amablemente a llevarnos a cambio de compartir el gasto en bencina. Era el peor escenario para salir de la casa: mi hijo apenas tenía un mes de vida, a Olivares (Alejandro, fotógrafo) casi se le derrumbó el departamento y, para colmo, nadie en el diario contaba con dinero en efectivo para viajar.

Al final tuvimos que poner de nuestro bolsillo a cambio de un reembolso rápido el día lunes. Me acuerdo que eché el noteboock a un bolso y rellené el espacio restante con ropa. A lo más, pensábamos, nuestra estadía se prolongaría por cuatro días. Grave error. Saliendo de Santiago, a la altura de Nos, los tacos ya eran infernales y los camiones repletos de milicos empezaban a dar cuenta de lo que se nos venía.

Por suerte alcanzamos a comprar unas empanadas en una bencinera y llenamos un par de bidones con agua. Desde entonces, el menú oficial fue una variedad infinita de galletas.

Después de seis horas, llegamos a Curicó. La plaza de armas era un hervidero humano. La gente estaba agolpada afuera de la gobernación intentando cargar sus celulares sobre una madeja de cables y alargadores.  La iglesia centenaria del pueblo estaba prácticamente en el suelo y las antiguas paredes del diario La Prensa yacían sobre una aplanada camioneta Fiat fiorino.

Las primeras leyendas en torno al terremoto comenzaban a tejerse. Alguien comentó por ahí que un transeúnte había sido decapitado por un poste de luz. Una historia más falsa que Judas.

Luego de la primera impresión en terreno, decidimos partir rápidamente a Constitución. Cruzamos tantos pueblos desconocidos que me resulta imposible recordarlos ahora. Lo único evidente, para entonces, fue comprobar que la era del adobe había llegado a su fin. Hermosas casas patronales estaban en el suelo y sus estoicos moradores comenzaban a remover los escombros. La vida continuaba. Y el viaje también.

Justo antes de llegar a una bifurcación cercana a Constitución, ubicada en un camino interior, observamos los primeros vestigios del tsunami. El agua había pasado sobre unas dunas y se había internado arrasando todo a su paso. El camino estaba repleto de algas. Un enorme cartel, completamente doblado, daba cuenta de la ferocidad del mar.

A medida que nos acercábamos al centro de la ciudad, bajando desde los cerros y ya casi anocheciendo, la escenografía era espeluznante. Estacionamos la camioneta a un costado del municipio y comenzamos a caminar. Las calles estaban repletas de barro y peces en las aceras.

Las enormes fachadas se mantenían en pie milagrosamente, amenazando con derrumbarse en cualquier momento. Las fogatas encendidas en las esquinas destellaban en la oscuridad como fuegos fatuos.

ISLA ORREGO

Luego vino el primer gran temblor. Nadie sabía si huir o quedarse en el lugar. Decidimos quedarnos y comenzamos de inmediato a reportear. La gente en la costanera observaba ensimismada el descalabro que había arrasado con un sinnúmero de restoranes. Algunos todavía hurgueteaban una lata fría de cerveza. Mientras, al otro costado de la ciudad, a orillas del río Maule, el caos era total. La hermosa estación de ferrocarriles estaba hecha añicos y había vagones esparcidos sobre las casas vecinas.

Al frente, la solitaria isla Orrego. En el silencio de la noche era difícil imaginar que el día anterior en ese mismo lugar había familias enteras acampando a la espera de la fiesta veneciana. Aquella noche dormimos en la camioneta.

Cuando amaneció, comenzamos a buscar historias. En una fila ubicada afuera del gimnasio municipal, que se había transformado en una improvisada morgue, conocí a un tipo que era familiar de uno de los sobrevivientes de isla Orrego. Partimos de inmediato a buscarlo. El sujeto vivía en uno de los edificios que se derrumbaron en lo alto de la ciudad.

Fue tan fuerte el terremoto, que el primer piso quedó completamente pulverizado. Recuerdo que no pude hablar mucho con el hombre -había perdido a su esposa y sus dos hijos- pero su relato fue tan estremecedor que decidí abrir el reportaje narrando su escape con la luna iluminando su espalda.

Cuesta no sentir algo de pudor cuando estás a la caza de historias tan dramáticas; las preguntas a veces resultan tan idiotas para tu interlocutor. En fin. Lo único que se requiere en esas circunstancias es aquello que los viejos denominan tacto. Además, el lugar estaba lleno de periodistas.

En medio de ese caos, la historia lentamente se va construyendo en tu cabeza. El tiempo es corto, y no todo lo que escuchas puede ser parte de tu reportaje. No había electricidad, mucho menos internet, y hasta ese entonces tampoco tenía certeza si lograría despachar a Santiago. Para hablar por teléfono con mi editor teníamos que subir un inmenso cerro donde sólo la señal de Entel funcionaba.

DESPACHO EN TALCA

El martes  partimos rumbo a Talca. En la plaza de armas logramos enchufar nuestros notebooks a unos generadores y comenzamos el despacho.

Cerca del mediodía recibí un llamado de mi editor. Se había contactado con unos periodistas del diario El Centro y nos avisaba que podíamos despachar desde allí.  Salvado. No me imaginaba con la espalda encorvada a ras de suelo intentando escribir todo lo que tenía en mente.

Debo reconocer que, a esas alturas, me sentía frustrado: el salir sin generador de Santiago fue un atentado profundo a nuestra independencia laboral. No teníamos dónde mierda conectarnos y debíamos pedir favores a cada rato. Situación que agota, pero que obliga a estar con las antenas más alertas y una capacidad de convencimiento a toda prueba.

A esa altura, el foco de la atención ya se había trasladado más al sur. Los saqueos en Concepción eran la gran noticia del día. Mis dos compañeros partieron a la ciudad penquista y yo me quedé en Talca intentando terminar el reportaje. Al otro día partiría a reunirme con ellos.

En el diario El Centro comencé a subir las fotos de Olivares que me quitaron algunas horas preciadas de trabajo. Luego comencé a escribir full. Apenas llevaba dos días de reporteo y debía sacar adelante la nota como fuera. Eran cerca de las dos de la mañana y todavía me quedaba terminar la última parte.

No había comido prácticamente nada y mi editor comenzaba a impacientarse. Cerca de las 4 de la madrugada apreté el último enter. Al otro día partí en el auto de otro colega a Concepción. Pero esa es otra historia.

Ver nota original en The Clinic

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