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Opinión

1 de Diciembre de 2014

Luis García Montero (55), poeta español: “A la democracia no le conviene olvidarse de los saberes poéticos”

Dice que no le gusta la poesía populista, pero quizás sea el poeta vivo más popular de España y sus libros, cosa rara, son éxitos de ventas. Serrat, Sabina y Miguel Ríos han compuesto canciones con versos suyos. “La gente tiene derecho a la poesía y el poeta tiene que esforzarse”, dice García Montero, figura central de la llamada “poesía de la experiencia” que en los 80 abjuró de las vanguardias experimentales para volver al diálogo con la realidad. También participa del debate público europeo y es un reconocido militante de Izquierda Unida, la coalición a la izquierda del PSOE. Cree que las sociedades modernas están pagando el costo de haber renunciado a formar ciudadanos, y que para reivindicar lo público no basta con hablar de igualdad: hay que disputarle al neoliberalismo la palabra libertad.

Daniel Hopenhayn
Daniel Hopenhayn
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Dices que la crisis que le ha tocado vivir al mundo en el siglo XXI no es sólo económica sino también de valores. ¿Para qué le sirve la poesía a ese mundo en crisis?
Vivimos un momento muy mercantilizado, dominado exclusivamente por los saberes científicos y técnicos, y ahí tiene que situarse la poesía. En primer lugar, para reivindicar que útil no es sólo lo que da beneficio económico inmediato, y que la conciencia humana, los fundamentos de la vida y la sociedad, pues también son muy importantes. Y por otro lado, para recordar que junto a la ciencia y la técnica, lo poético también tiene un lugar entre los saberes que a la democracia no le conviene olvidar. A mí me parece muy reaccionario quien desprecia la técnica y la ciencia, pero también es muy reaccionario quien desprecia las humanidades, porque la formación de las conciencias humanas es fundamental para que después se puedan utilizar bien la ciencia y la técnica. Y la poesía tiene mucho que decir ahí. Marc Bloch, el historiador francés, escribió su famosa “Apología para la historia” en un campo de concentración poco antes de ser fusilado por los nazis, y reivindicaba la parte de poesía que tenía su ciencia. Eso me gusta llevarlo a todos los ámbitos. Cuando los humanistas nos olvidamos de la poesía a la hora de indagar en la condición humana, estamos facilitando que los científicos y técnicos se olviden de la parte de poesía que tienen sus disciplinas.

Y si el humanismo ilustrado sentó las bases para esta sociedad al servicio de lo utilitario y mercantil, ¿crees que la modernidad es todavía el proyecto de sociedad que hay que salvar, o se necesita pensar en otra cosa?
Bueno, todos los debates actuales están ahí: la Ilustración tuvo cosas muy positivas que no podemos olvidar, pero este mundo ilustrado merece una revisión. Por ejemplo, me parece muy peligroso separar el contrato social del contrato pedagógico, que es la formación de los ciudadanos. Y se ha traicionado mucho el contrato pedagógico.

¿Por qué?
Porque los planes de estudio dejaron de pensarse para formar ciudadanos y se orientaron a informar lo que hace falta para encontrar rápido un trabajo. Y eso ha generado una moral que identifica el triunfo con la acumulación rápida y fácil de dinero. Las crisis de la especulación y de los fraudes que han sufrido Estados Unidos y Europa tienen mucho que ver con eso, se ha destrozado la formación de las conciencias. Y en vez de una globalización orientada por valores de solidaridad y desarrollo sostenible, se ha identificado globalización con dejar manos libres para especular con todo, desde materias primas hasta activos financieros, y con destruir todos los tejidos públicos que podrían regular los mercados o distinguir entre un préstamo decente y un mecanismo de explotación. Esto es muy, muy grave. En el fondo, es una traición a la emancipación humana que pusieron en marcha primero el Renacimiento y después la Ilustración. Hubo primero derechos civiles, después sociales, todo eso desembocó en una Carta de Derechos Humanos y hoy parece que tenemos una serie de promesas incumplidas. Entonces creo que hace falta reivindicar los orígenes más duros de la modernidad, cuando se hacía acompañar el avance científico junto al avance ético en nombre de la felicidad pública, y a la vez, criticar la corrosión de ese discurso con la deriva mercantilista de los últimos siglos.

Has hablado de defender una idea más honesta del éxito. ¿Cuál sería esa idea?
Creo que el triunfo al que tenemos derecho los seres humanos es la realización de nuestra vocación personal. Eso debería reivindicar una sociedad democrática.

¿Qué ganaría al hacerlo?
Ganaría que la vocación te hace tener no sólo un empleo sino un oficio, y el oficio ha sido tradicionalmente el primer ámbito de compromiso con la sociedad, el primer generador de energía cívica: un buen salario hace democrática la economía y, al mismo tiempo, uno se siente útil a su sociedad cuando se compromete con su trabajo. Las causas públicas necesitan apoyarse en una transformación de la vida cotidiana.

¿Cuáles podrían ser hoy día esas causas públicas, pensando desde la izquierda o el progresismo? ¿Insistir en la palabra igualdad?
Creo que lo primero es recuperar la dimensión social de la palabra libertad. Como seguimos pagando la factura de las utopías del siglo XX que derivaron hacia el estalinismo y la dictadura, ha triunfado la cultura neoliberal que identifica libertad con egoísmo, sálvese el que pueda y a mí no me cuentes tu vida. Parece como si el Estado estuviese en contra de la libertad de los individuos, cuando es todo lo contrario: desde el Estado es que se crean marcos de convivencia para acabar con la ley del más fuerte y poder desarrollarnos libremente. Pero para defender a ese Estado tenemos primero que devolverle a la palabra libertad su dimensión social. Y luego, reivindicar de la manera más profunda la palabra democracia. Porque también hubo una izquierda que por mucho tiempo pensó que la democracia era un lujo pequeño burgués. ¿Qué conseguimos a cambio? Pues un mundo donde las decisiones económicas no se toman en los parlamentos sino en lobbys y en despachos que no vota nadie.

¿La izquierda europea tiene hoy un discurso capaz de competir, además de criticar?
No. No hay una cultura de izquierda real y la culpa de eso la tienen los partidos socialdemócratas.

¿Por qué?
Sobre todo porque han dejado que la Unión Europea se construya como un mercado sin construir un Estado. Las instituciones políticas europeas no mandan. Ni siquiera se ha hecho un Banco Central Europeo (BCE) de verdad, el que hay es para facilitar la especulación. Cuando un Estado tiene problemas, el BCE no le puede prestar dinero: le presta a un banco alemán, al 1%, el dinero que después el banco alemán presta a un Estado al 5 o 6%. Y la socialdemocracia ha sido muy cómplice de esa construcción. La política no está desacreditada sólo por los casos de corrupción, sino por estar al servicio de la élite económica y no de los ciudadanos. Da vergüenza ver a políticos socialistas de caviar en Francia, en Alemania, que se pasan de la política a los directorios de las multinacionales y de pronto son dueños de grandes fortunas. Todo eso ha dejado sin discurso a la izquierda en Europa.

Ese político que se acomoda, ¿es el problema de fondo, o la caricatura de una carencia más profunda de proyectos alternativos?
Es que la corrupción de la izquierda no tiene que ver sólo con la ética personal, son también las reglas del juego que se aceptan. Yo le pido a un político de izquierda que no robe, pero que tampoco destruya la salud y la educación públicas para poner en manos del mercado el dinero que se mueve en ellas. El discurso social se deterioró cuando aún la corrupción no era tema, y se dejó que los servicios sociales, la industria, empezaran a privatizarse. Después supimos que en esas privatizaciones los bancos compraban muy barato lo que había saneado el dinero público, pero la primera corrupción fue la privatización de la política. Por eso es prioritario que la izquierda vuelva a tomarse en serio la democracia: tan importante como luchar por la justicia social es devolverles el poder de decisión a los parlamentos.

Y aparte de las políticas económicas, ¿qué esperarías de parlamentos más democráticos?
Por ejemplo, que podamos estar informados de manera libre. La crisis ha golpeado mucho en España a la independencia periodística, porque las únicas publicidades que se mantienen son las de las multinacionales. Estalla por los aires una fábrica en Tailandia que se lleva por delante a cientos de niños, y no aparece o aparece en un recuadrito muy pequeño, porque hay una empresa española complicada con la explotación en Tailandia y es la que pone publicidad. Cuando yo colaboro en los periódicos siempre me acuerdo de Albert Camus: no se trata de tener la verdad, se trata de no mentir.

Pero frente a esa manipulación del discurso público, ¿no se está generando una reacción social que, en lugar de buscar mejor información, se refugia en una paranoia ante lo oficial y crea una mitomanía paralela?
Eso me parece peligrosísimo y es una de las consecuencias de la crisis. Yo acabo de publicar una novela en España –Alguien dice tu nombre– que tiene como eje reivindicar el derecho a la admiración. En épocas de crisis la sociedad se acostumbra a sospechar de todo, y se invisibiliza aquello que merece la pena admirar, que es lo que nos da energía después para cambiar las cosas. Ahora hay una especie de furia pero que es muy mansa, la furia de barra de bar o del asiento del taxi: “¡todos son iguales, no me creo nada, me da igual lo que digan!”. Te cagas en todo y les dejas las manos libres a los que tienen el negocio. Si sospechar de lo oficial se convierte en una manera de acabar con el poder del Estado, eso va en contra de nosotros, porque solo el Estado puede controlar el poder del dinero. Entonces volver a admirar a personas que se han comportado de una manera decente es volver a tomar conciencia de que hay luchas que sirven para algo.

POESÍA DE LA EXPERIENCIA
Decías que el mundo ilustrado ha tracionado el contrato pedagógico, el de formación de los ciudadanos. ¿Qué papel jugaría la poesía en ese contrato?
La literatura atañe a la emancipación del ser humano porque construye ámbitos de libertad. Me gusta pensar que un poeta que busca durante un día entero una palabra precisa, representa a cualquier ser humano que quiere ser dueño de sus propias opiniones. La poesía me ha enseñado a no confundir verdad con espontaneidad. Cuando a la gente le preguntan algo en las encuestas, repite como un papagayo lo que flota en el ambiente, porque hay poderosísimos medios de homologación de las conciencias. Entonces cuesta trabajo hacerte dueño de tus opiniones, y la poesía es eso: matiz sobre el lenguaje, lucha contra el dogma: qué decimos cuando decimos “yo soy un hombre” o “soy una mujer”. Estamos en un mundo que vive en titulares, a golpe de instinto bajo, apostando todo a sí o no. Por eso importa tanto la riqueza del lenguaje, porque sin lenguaje no hay matiz.

“Poesía de la experiencia” se llamaba tu conferencia en la Feria del Libro. ¿La poesía se ha olvidado de la experiencia por especular en torno a sí misma?
La poesía es algo más que juntar palabras bonitas y pensar sobre ella pues ayuda a comprender su valor, pero a veces los medios acaban con el fin y la poesía renuncia a su energía original, que es el contagio de emociones y de pensamientos humanos. Yo me formé en las vanguardias experimentales que estaban muy de moda en la España de los años 70 y que se basaban en la ruptura con el lenguaje tradicional. Pero pronto me sentí incómodo, porque para mí el lenguaje es la metáfora del contrato social. La unión de un significante y un significado para crear sentido, va en paralelo a la unión entre un interés particular y el bien público para crear una sociedad. A mí no me interesa escribir para poetas, sino para lectores. Creo en una poesía rigurosa, pero que dialoga en el espacio público de la conciencia humana. Esa francachela gremial entre poetas de inventarse un lenguaje ajeno al de la sociedad es lo mismo que el futbolista que está muy orgulloso de darle 400 pataditas al balón sin que se le caiga. Oiga, eso está muy bien, pero que esa técnica le sirva para dar un buen pase o meter un gol, lo de menos es que se quede en una esquinita dándole al balón. Y creo que muchos poetas se han quedado en una esquinita del campo dándole pataditas a su balón.

Pero decías que la poesía busca matices con el lenguaje, y parte de esa experimentación se basaba en que el lenguaje social estaba tan contaminado, que para recuperar los matices había que desmontarlo.
Claro, el modernismo esteticista y luego las vanguardias dijeron: “como todo es avaricia, utilidad mercantil, vamos a cantar la inutilidad o intentar salvarnos en el sinsentido, en la incomunicación, para que el mercado no nos controle”. Pero eso condenaba a la poesía a una protesta muy menor y, sobre todo, a no intervenir en la realidad. El poeta tiene que usar los poderes del lenguaje, no puede dejarle el lenguaje al poder. En épocas de mucha vanguardia, Antonio Machado dijo “cuidado con las indagaciones formales, porque una poesía no es nueva más que cuando se transforman los sentimientos”. Y llamó la atención al carácter histórico de los sentimientos: la manera que tenemos de enamorarnos, de ordenar nuestra sexualidad, nuestras ideas de la muerte y de la vida, son tan históricas como una Constitución o una batalla. Cuando mi abuela decía “yo soy mujer”, no estaba diciendo lo mismo que cuando mi hija dice “yo soy mujer”. Ni Oscar Wilde decía con “yo soy homosexual” lo mismo que un amigo mío en el siglo XXI. Los sentimientos se transforman y el trabajo de la poesía está en la transformación de los sentimientos.

Se dice que los cantautores, en alguna medida, tomaron la posta de ese lenguaje social que ya no querían usar los poetas. Pero en España son ellos los que han hecho canciones con poemas tuyos.
Los cantautores jugaron un papel fundamental en la educación sentimental española durante la dictadura, y lo han seguido jugando en la defensa de la poesía. Cuando hoy se acerca alguien y me dice que un poema mío le sirvió para consolarse en la muerte de un ser querido y lo leyeron en un funeral, o para declararse amorosamente o leerlo en una boda, eso se debe a que en España la poesía sigue formando parte de la educación sentimental, y Joan Manuel Serrat o Joaquín Sabina o Vïctor Manuel fueron ahí fundamentales. Yo sé que un poeta no escribe para una plaza de toros llena de gente, pero estoy muy orgulloso de que ellos canten poemas míos. Significa que mi apuesta por una poesía rigurosa no implica perder la capacidad de diálogo con la gente.

Eres un poeta cuyos libros se venden y bastante, ¿te consideras una especie en extinción?
En el fondo ése es el debate, ¿sabes? La poesía no puede caer en un populismo facilón que renuncie al rigor del lenguaje, pero hay una trampa muy peligrosa creyendo que un buen poema sólo puede llegar a quince personas. La gente tiene derecho a la poesía, y el poeta tiene que esforzarse. Puede ser verdad que la TV degrada el nivel cultural de la gente, que los políticos prefieren que el analfabetismo impere en muchos sitios… pero el poeta también tiene que decir “bueno, ¿y cuál es mi responsabilidad en que no haya más lectores de poesía?”. Es que si la poesía se quiere encerrar y oler a cerrado, a habitación sin ventilación, es muy difícil que la gente se interese.

Escribiste un libro que se llama Lecciones de poesía para niños inquietos. ¿Qué dice ese libro?
Nació de una conversación con mi hija pequeñita. Una vez fui al colegio y sentí que la gente entendía que la poesía era una tontería y que los niños son tontos. Se pensaba que poesía infantil era la que rimaba ratoncito con quesito. Y yo le quise explicar a mi hija que ni los niños son tontos ni la poesía una tontería. Que la poesía es una reflexión profunda sobre el ser humano, pero a lo largo de la vida vamos teniendo distintas edades y merece la pena hablar de las cosas importantes buscando el lenguaje propicio para cada edad. Yo estoy convencido de que todo aquello que no puede ser hablado con un niño, no es realmente importante en la vida. Y mi hija tenía un problema: estaba muy orgullosa de pasar de curso, pero muy dolorida porque al pasar de segundo a tercero cambiaba de profesora, y de algunas amigas que se quedaban en otro curso. Entonces le dije: “¿tú te has dado cuenta de lo que es el paso del tiempo, y de cómo, mientras vivimos para conseguir algunas cosas, también se pierden otras? Bueno, pues la poesía tiene más que ver con eso, con lo que deseamos y lo que perdemos, que con rimar ratoncito con quesito”. Y eso intenté explicar luego en el libro.

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