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Opinión

17 de Abril de 2022

La (clasista) comida chilena

Agencia Uno

Algo nos pasa cuando hemos naturalizado atributos negativos a cosas tan deliciosas como el picante o la cebolla. ¿O acaso hay alimentos específicos para ciertas clases sociales?

Alvaro Peralta Sáinz
Alvaro Peralta Sáinz
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Por regla general se dice que la gastronomía es, entre muchas otras cosas, una suerte de punto de encuentro para los habitantes de un mismo país. Esto, porque se supone que hay preparaciones y sabores que le son comunes a muchas personas, más allá de sus obvias diferencias. De esta forma nadie podría poner en duda que los argentinos se hacen uno solo en torno al asado, lo mismo los peruanos con el ceviche, los españoles con la tortilla de papas o los estadounidenses con una hamburguesa con queso y papas fritas al costado.

Obviamente, todas estas divagaciones se hacen dejando a un lado, o haciendo la vista gorda, ante las evidentes desigualdades que se dan en muchos países y que hacen que algunos ciudadanos ni siquiera sueñen con consumir las recetas con que se alimentan algunos de sus compatriotas. Aún así, es innegable que la comida muchas veces une, aunque la aproximación a ésta en algunos casos se remita solamente a un deseo o recuerdo. En otras palabras, una preparación determinada puede despertar sentimientos de unidad, pertenencia e incluso patriotismo entre varias personas, aunque muchas de las mismas no la ingieran con similar frecuencia.

¿Y cómo andamos por casa? Sí, los chilenos también nos encontramos en una serie de preparaciones, platillos e incluso tragos. Todo lo que lleve esa mezcla de ajo y cebolla (pero usados con discreción) más sal, comino y orégano seguro que se nos hará familiar. Además, prácticamente nadie queda indiferente a empanadas de pino, cazuelas varias y los asados; que en los últimos veinte o treinta años por primera vez se han convertido de verdad en un fenómeno bastante transversal -y muy cotidiano- dentro de nuestra sociedad. ¿Algo más? En alguna medida toda nuestra batería de sandwichs tradicionales y principalmente los completos, que no dejan indiferente a chileno alguno y se consumen en todos los estratos sociales. Mención aparte merece la piscola: única, grande y nuestra. El trago por lejos más consumido en Chile y que cruza edades, clases sociales, género y más. Me atrevería a decir que si algo nos une en esta larga y angosta faja de tierra es precisamente el alcohol en general y en particular la tan apreciada piscola.

Mención aparte merece la piscola: única, grande y nuestra. El trago por lejos más consumido en Chile y que cruza edades, clases sociales, género y más. Me atrevería a decir que si algo nos une en esta larga y angosta faja de tierra es precisamente el alcohol en general y en particular la tan apreciada piscola.

Sin embargo, no todo lo que brilla es oro. O en términos gastronómicos, no todo es tan apetecible. Es que más allá de los alimentos y preparaciones anteriormente mencionadas como las que nos unen, la lista de lo gastronómico que nos separa o nos sirve para hacer diferencias también es larga. Lo primero es lo más obvio. En un país tan desigual como el nuestro, para un importante segmento de la población el ítem comida va más por el lado de la sobrevivencia que de la experiencia placentera. Y si no me creen, vayan a darse una vuelta por las numerosas ollas comunes que -en todo Chile- siguen funcionando actualmente y con alta demanda.

Pero hay más y no tiene que ver con el poder adquisitivo de los chilenos si no que con las diferencias que se hacen en el país. Por ejemplo está el picante, por años reservado para comida de hombres y especialmente en sectores populares. ¿O alguna vez fueron a un matrimonio o una comida elegante y les pusieron un pocillo con salsa de ají rojo? Tan estigmatizado está el picante en Chile que hasta tiene una acepción en el vocabulario cotidiano -y hasta reconocido por la RAE-, donde significa “persona de clase social baja” o “que realiza comentarios agudos y molestos”.

Otro producto con el que tenemos una relación ambigua es la cebolla. Pieza clave de nuestro sofrito y protagonista de la chilenísima, valga la redundancia, ensalada chilena. Aún así, cuando en alguna preparación se nos pasa la mano con la cebolla no hay demora en calificar el plato como un “encebollado”, término con evidentes tintes negativos. Y saliendo de la cocina no podemos dejar a un lado el término “cebolla” cuando es usado para calificar la música romántica popular -con festival del mismo nombre incluido- y en general para darle el estatus de masivo-popular-ordinario a cualquier cosa. Pareciera que nos ofendiera la cebolla. Tanto así que hoy no es poco común ver ensaladas chilenas, pebres y hasta salsas verdes preparadas con cebolla morada, un producto prácticamente inexistente en Chile antes de la irrupción de la comida peruana en el país. Y claro, pareciera que esta otra cebolla es más pasable que la blanca de toda la vida.

Por ejemplo está el picante, por años reservado para comida de hombres y especialmente en sectores populares. ¿O alguna vez fueron a un matrimonio o una comida elegante y les pusieron un pocillo con salsa de ají rojo? Tan estigmatizado está el picante en Chile que hasta tiene una acepción en el vocabulario cotidiano -y hasta reconocido por la RAE-, donde significa “persona de clase social baja” o “que realiza comentarios agudos y molestos”.

“Porotos comen los rotos”, decía una lamentable frase que hasta hace no mucho tiempo algunas personas aún repetían. Hoy no está el horno para bollos ni para frases así, pero todavía se entiende esta expresión y de cierta manera se vive. Porque aunque las legumbres tuvieron un revival en el año 2020 gracias a la crisis de la pandemia y las cajas con alimentos que repartió el gobierno de Sebastián Piñera (lo que en un momento quebró el stock de legumbres en el país), lo cierto es que los chilenos siempre hemos tenido a este tipo de productos -y en particular a los porotos- como algo para comer en días de semana y puertas adentro, nunca como parte de celebraciones o encuentros sociales. Y aunque existe el restaurante El Palacio del Poroto con Riendas en Estación Central, lo cierto es que en restaurantes que no sean populares cuesta encontrar esta preparación. Probablemente, porque no tienen buena salida. Ahora, si los porotos se presentan en formato cassoulet en un lugar de inspiración francesa como el Baco de Providencia, ahí la cosa cambia, nadie asocia a los porotos con los “rotos” y se venden de buena manera. Si esto no es clasismo -e ignorancia-, ¿qué es?

A ratos pareciera que nuestra comida más apetitosa, mejor preparada y más condimentada se reserva para la privacidad de nuestras casas. Ahí nadie se hace problemas para bajarse un sábado al almuerzo un causeo de patitas, unas prietas con papas cocidas, un bistec de pana -con mucho ajo- con arroz o una sopa de contres. Pero para comer fuera o recibir visitas ahí la cosa cambia. Asados, sushis, quiches, pastas, paellas, tacos, pulled pork o risotos parecieran ser preparaciones más apropiadas para socializar en torno a una mesa. ¿Nos da vergüenza o no queremos que nos tilden como populares o algún otro calificativo por el estilo?

Por otra parte, también es cierto que a lo largo de las últimas décadas ha habido una revalorización de nuestro recetario tradicional probablemente como nunca antes en la historia. Aún así, las asociaciones entre comida popular y ciertas clases sociales continúan. Probablemente esto no sea culpa de la comida ni de los cocineros, sino que simplemente un reflejo de lo que somos como país. Es que la gastronomía siempre funcionará como un espejo, desde los aromas y sabores, de lo que es una nación. Y cuando habitamos un país históricamente clasista y segregador, nuestra relación con la comida no puede abstraerse de todo aquello. En palabras simples, se come como se vive y por lo mismo es muy difícil -o lento- de cambiar.

La gastronomía siempre funcionará como un espejo, desde los aromas y sabores, de lo que es una nación. Y cuando habitamos un país históricamente clasista y segregador, nuestra relación con la comida no puede abstraerse de todo aquello.

*Álvaro Peralta es cronista gastronómico. Autor de “Recetario popular chileno” (2019) y “25 lugares imprescindibles donde comer en Santiago” (2016).

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