Secciones

Más en The Clinic

The Clinic Newsletters
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Libros

21 de Octubre de 2022

Gricel y Nora Ñancul, defensoras del bosque nativo: fragmento de “Corazón de Weichan”

"Graciel y Nora son hijas de un winka criado como mapuche y una mamá que las acercó a la cosmovisión de su pueblo. Vivieron en la comunidad Miguel Huentelén, ubicada el este de Selva Oscura en Collipulli. Cuando Gricel cumplió diecisiete años y su hermana tenía diecinueve, emigraron a Santiago. Ambas trabajaron como asesoras del hogar y ese es un tiempo sombrío en esa especie de vida pasada. Allí, dice Gricel, experimentaron la mano dura de las 'patronas'. Extrañaron el campo y la libertad", cuenta Carolina Rojas Neculhual como parte de las historias de vida y resistencia de mujeres mapuche en "Corazón de Weichan".

Por

Nora, de cuarenta y seis años, camina por el bosque nativo y el único ruido que rompe el silencio son sus pisadas sobre las hojas. Tiene la nariz aguileña, el pelo color azabache y la misma mirada que se puede reconocer en Gricel. Se detiene y apunta a unos colihues secos que se doblan hacia un lado anunciando así su muerte. Nora los observa de cerca y dice que hace unos meses florecieron, algo que ellas vieron como una señal de pandemia u otros males. Una vez que la quila florece, se caen sus semillas y muchas veces llegan ratones a devorarlas, lo que por años fue la razón de plagas y enfermedades. Los colihues secos son también la posibilidad de un incendio inminente, es decir, siempre son un aviso de catástrofe en un futuro ominoso. Nora y Gricel aprendieron observando en el bosque el comportamiento de árboles, changles, musgos y plantas.

En la cosmovisión mapuche el ngen es un espíritu de la naturaleza, la mayoría de hombres y mujeres de la zona creen que a las montañas y bosques no entra “cualquier persona”. En esos espacios hay vida, incluso en lo que nosotros no podemos percibir. Un ngen mawida es un guardián que cohabita y cuida esos lugares. Por ejemplo, las hermanas Ñancul dicen que hay que pedir permiso para entrar a un bosque, para sacar una planta medicinal (lawen) y hasta para tomar agua de una vertiente.

El encuentro con Gricel se dio en la plaza de Collipulli a la que ella —junto a toda su familia— llegó en una camioneta roja. Luego, rumbo a su casa, por el camino de Huapitrio, se pueden ver los cerros plagados por hileras de pino. “Esto es lo que han hecho las forestales”, se queja mientras maneja su esposo Carlos, “un winka”, dice ella. Su hijo Carlitos va de copiloto y la hija pequeña está dormida en sus
brazos.

En su casa hay gallinas colloncas araucanas (famosas por poner huevos azules), frascos de semillas, y al fondo se puede ver el huerto de arándanos que tanto cuida. Carlitos toma una gallina entre sus manos para que se pueda apreciar la diferencia de su cola, la mocha.

Nora se fue antes a la “recuperación”; Gricel quiere ir lo más pronto posible. Se siente recluida en su antigua casa.

“Tiene tuto, anda a ver tu guagua”, le dice Gricel a su pequeña hija Antu —de dos años—, quien persigue un gato gris. Gricel da vueltas ordenando la casa mientras habla sobre los gatos que comenzaron a “ñauquear” y que rescataron en el camino cerca de la casa. Camina por el patio y se enoja al mostrar cómo los montículos de tierra árida y color rojizo se deprenden al más mínimo roce de una rama. “En esta tierra no se pueden hacer huertas. No se pueden hacer chacras. No se da nada. Está seca”, dice y mueve la cabeza en un gesto de desaprobación.

Pone la tetera en la cocina a leña, corta queso, salame y generosas porciones de pan amasado. “Me gustaría irme luego a la de la ‘recu’ —insiste—, de allá me gusta ‘el nativo’, el agua, ver cómo mis hijos juegan y corren entre los árboles. Acá, en este lugar, es como tener un pajarito en una jaula” expresa revolviendo un té.

“Allá donde se ve el humo de la chimenea sobre el cerro, es donde está mi hermana”, agrega apuntando hacia una ventana.

La “recu”, como la dicen a la recuperación territorial, está a cuarenta minutos caminando desde la casa de Gricel y poco más de cinco kilómetros del río Renaico. Después de cruzar en bote su hija Ana Lía —de nueve años, con ojos pícaros y una trenza que cae al costado de su hombro derecho— se encarga de remar.

Una vez allí, en la ribera norte, se ve y se siente el pulmón verde. Una bruma blanquecina, que parece sacada de un cuento de gnomos y hadas, envuelve el lugar. El fundo está rodeado de bosque nativo. Carlitos, su hermana Ana Lía y su prima Fabiana de doce años beben agua de un riachuelo y se turnan para colgarse de una liana que cae de un árbol. Hay una especie de mástil con una bandera mapuche, y conuna gorra.

Más arriba está su ruka; hay un huerto, un chancho y los quiltros Taichen y Weichan que mueven las colas expectantes a los pocos visitantes que llegan hasta esa loma. Nora cuenta que, por las noches, con su hija ven alguna película en el celular mientras entibian sus cuerpos con botellas de agua caliente para capear el frío que se cuela por los huecos entre las maderas de la ruka. Todo eso, de palmo a palmo, lo construyó Nora con sus propias manos. Ella y su hija duermen tranquilas en la oscuridad más profunda del bosque.

“No me da miedo estar acá, estoy acostumbrada a este silencio”, dice después de que saluda, en tanto amasa pan sobre una cocina a leña que hizo de una lavadora vieja.

Carolina Rojas Neculhual, autora de “Corazón de Weichan” (Planeta, 2022)

“Heridas leves”

Nora tiene varias cicatrices que hablan de lo que ha vivido. La más grande es un corte de 15 centímetros con forma de “Y” ubicada en su seno derecho. También tiene tres suturas en el brazo del mismo lado. Esas son las marcas que le quedaron tras sobrevivir al ataque de un trabajador forestal el 14 de marzo del 2019.

Aquel día cerca de su ruka, Nora oyó el ruido de una motosierra. Al caminar unos metros vio como caía un peumo, pero en el suelo había dos troncos más. La escena despertó su ira y más con la sospecha de que aquel hombre había sido mandado por la forestal Mininco.

Gricel y Nora recuerdan que Carlitos siguió a su tía de cerca en su caballo. “¡Te vamos a denunciar! ¡Te vamos a grabar!”, gritó su sobrino mientras se acercaba al trabajador y lo escudriñaba con el celular.

El hombre los hizo retroceder, acercando la motosierra encendida a la cara del niño. Entonces, Nora trató de arrebatársela. Fue cosa de segundos. El hombre pasó la motosierra sobre el pecho y el brazo derecho de Nora. Comenzó a brotar la sangre. El hombre huyó. Carlitos cubrió a su tía con una polera antes de partir por ayuda.

En la ficha de atención médica solo quedó plasmada la frase “heridas leves”. Vivir para proteger el bosque no se trata de opciones; luchar y resistir es un designio. Hay un mapa en el cuerpo de Nora como prueba de lo que está dispuesta a seguir protegiendo. Otras de sus cicatrices son de los perdigones que tiene alojados en ambas rodillas.

“Para hablar de la vida de la familia, hay que hablar de la violencia”

La reivindicación de tierra también abarca los fundos San José oriente y San José poniente. Ambas hermanas se han convertido, bajo la lógica de su espiritualidad, en guardianas del bosque nativo de ese sector de Mulchén.

El 23 de mayo del 2015, cuando apenas pensaban en la reivindicación, junto a un grupo de vecinos de la comunidad llegaron hasta el fundo San José oriente, ubicado al norte del río Renaico, frente al cerro Pilguen. Querían impedir que siguieran las faenas nocturnas de astilladoras, camiones y grúas de la forestal Mininco (empresa chilena dedicada a producción de madera que pertenece al Grupo Matte). Apenas podían pegar ojo en las noches debido al ruido metálico de la picadora.

Minutos después llegaron Carabineros y la Policía de Investigaciones. Además de ellos, había aproximadamente cinco trabajadores de la forestal.

Nora quería esperar la llegada del jefe de área en la obra, hasta que decidieron volver a la comunidad. En los recuerdos de ella, uno de los hombres mapuche fue reducido e inmovilizado por la policía y se lo llevaron detenido. En ese momento llegaron patrullas y efectivos de Fuerzas Especiales. Les cerraron el paso. Siguió el gas lacrimógeno. Todos huyeron, también Nora. Pero ella fue impactada con siete perdigones metálicos en ambas piernas. También fue arrastrada por el ripio hasta que le rasgaron la piel de la espalda.

Su hijo Maximiliano, quien en ese entonces gozaba de buena salud, la ayudó y se sacó la polera para vendar las heridas que sangraban. Nora estuvo hospitalizada diez días. “Maximiliano murió de cáncer hace un año y dos meses, y en el nuevo hogar, en la recu, instalamos un chemamull (estatua tallada) en su honor, seguro lo vio de camino acá, ¿cierto?”, pregunta Nora.

Se esclarece la imagen del asta con la bandera mapuche y la gorra. Era la gorra que usaba Maximiliano.
Gricel y Nora saben que corren riesgos, que los allanamientos han aumentado y que sus hijos, a tan corta edad, ya son testigos de esa persecución. Cuando el cansancio acecha, ambas sacan fuerzas del río. Se despercuden de los malos ratos y “males de ojo” de los vecinos.

“Nos metemos al Renaico, buscamos una corriente y si siente las malas vibras o que algo la aplasta las deja ir, en la Noche de San Juan fuimos con mi hermana, le pedimos al Ngenechen que nos diera la fuerza que necesitamos para seguir luchando”, dice Gricel.

Se toma la trenza oscura mientras mastica un trozo de un salpicón de papas, carne y lechuga que improvisó su hermana. Sonríe, pero sus ojos son tristes. Su hija de dos años juega afuera de la ruka y sube el cerro como una alpinista acostumbrada a esas elevaciones. Sus gestos parecen los de una niña más grande.

Gricel recuerda que ha pasado casi un año desde uno de los allanamientos a su casa. “Para Carlitos no ha sido fácil olvidar lo que vivió esa vez”, y con eso se refiere a cómo es crecer en el Wallmapu.

Para hablar de la vida de la familia, hay que hablar de la violencia que viven las comunidades de territorios en recuperación. Ese día de agosto del 2020 ella estaba en su casa cuando escuchó el ruido de gente que correteaba en su terreno. Había sido un día especialmente tranquilo, con una sobremesa extendida después de cocinar cazuela de pollo con Nora. Faltaban pocos minutos para la una y media de la tarde. Recuerda el teléfono repicando, la voz alterada de su cuñada.

“Gricel, hay varios uniformados en el lugar”, le advirtieron al otro lado de la línea. Ella apuró el paso y vio a los policías en el huerto de arándanos. Los niños estaban asomados por la ventana. De ahí en adelante, como ocurre en los momentos traumáticos, todo se volvió difuso. Le dijeron que buscaban a su hermano. Lo que sigue es un forcejeo, y la cara de Nora contra una poza de agua mientras dos policías la aplastan. “Me cuesta respirar”, les advirtió ella. Nadie la escuchó.

Carlitos, en ese entonces de catorce años, trata de defenderla. Es el mayor de los niños, el único hombre en ese momento. Fabiana, la hija de Nora, cree que van a matar a su mamá. Lanza golpes como puede, un policía hace el ademán de pegarle. Nora levanta la cara y pelea por una bocanada de aire. Cree que se va a morir. Tiene el pulso acelerado. Escucha los gritos.

“¡Los niños, los niños!”, piensa. Dos pequeñas, de un año y medio y de cinco meses, quedaron solas adentro de la casa. Ahora Gricel también está boca abajo. A Carlitos lo golpean en la cabeza con la culata de una pistola. Ya ha vivido experiencias similares, pero esta vez es distinto. Le pegan fuerte. También siente que se ahoga. Cuando la policía se lleva a su mamá y su tía, lo tienden de espaldas en una carreta. Quizás fue el shock, pero sigue sintiéndose ahogado. “Algo se rompió en Carlitos ese día”, dirá más tarde Gricel. A él lo volvieron a golpear en una marcha contra la violencia a la infancia mapuche una semana después. Ella cree que a su hijo los carabineros lo reconocieron.

Gricel y Nora tienen dos vidas

Ella y su hermana son hijas de un winka criado como mapuche y una mamá que las acercó a la cosmovisión de su pueblo. Vivieron en la comunidad Miguel Huentelén, ubicada el este de Selva Oscura en Collipulli. Cuando Gricel cumplió diecisiete años y su hermana tenía diecinueve, emigraron a Santiago. Ambas trabajaron como asesoras del hogar y ese es un tiempo sombrío en esa especie de vida pasada. Allí, dice Gricel, experimentaron la mano dura de las “patronas”. Extrañaron el campo y la libertad.

En Santiago conocieron la diferencia entre mundos que no se palpan entre sí, que no se hablan. A veces ni siquiera se miran. Entendió sobre clases sociales y desigualdad. “‘Mira, ahí está tu gente quemando camiones’, me decían cuando los mapuche salían en las noticias. Y no queríamos vivir más así; juntamos plata y volvimos a nuestra tierra. Nuestra bisabuela era dueña de un predio y decidimos recuperarlo”, recuerda una de las hermanas.

De vuelta en su tierra, pidieron trabajo en la forestal Mininco y Gricel le dijo a Nora que no, que mejor pelearan por sus tierras. “¡Qué tenemos que andar mendigando a estos winkas!”, la animó.

Hoy, esa tierra es justamente el disparador de tanta violencia. Gricel menciona a Óscar Arriagada Domínguez, el terrateniente que arrienda el fundo a la familia Veloso. La recuperación se extendió a territorios de la forestal Mininco y en ese proceso también han enfrentado otras violencias.

Óscar Arriagada es el mismo nombre que aparece varias veces en las entrevistas de la familia Ñancul o “los Ñancules”, como los conocen en Mulchén. También hablan del hermano de Óscar: Samuel Arriagada Domínguez, otro conocido terrateniente de la zona, famoso por ser parte del Frente Nacionalista Patria y Libertad en los años setenta. Según el sitio Memoria Viva, participó junto a Rolf During, José Horacio Pacheco y el teniente de Carabineros Jorge Maturana en un grupo de uniformados y civiles que secuestraron y desaparecieron a más de veinte personas en la zona durante el golpe de Estado. Allí también citan un artículo de La Nación Domingo del año 2008, donde se relata que esos crímenes fueron parte de una venganza que aterró a comunidades enteras. En pleno golpe de Estado, aliados con militares y la policía uniformada, varios civiles eligieron sus víctimas a dedo. Así asesinaron a campesinos y trabajadores.

Junto al movimiento de ultraderecha Patria y Libertad, actuaron disfrazados con indumentarias de guerra, preparados y decididos a exterminar a quienes defendieron los derechos de los explotados. También ejercieron tareas paramilitares en contra de habitantes de comunidades mapuche.

Algunos de estos civiles, autores de las masacres en dictadura, todavía se pasean por los mismos lugares que habitan los familiares de las víctimas. Conviven unos con otros. Gricel y Nora, cada tanto, resucitan ese rencor ancestral.

Nora se fue a vivir el 24 de octubre del 2019 a la recuperación, con una carpa y su hija. Su mayor orgullo es su huerta de hierbas, porque su madre María Ignacia Ñancul Lonconao fue quien les enseñó a curar: maqui restregado en el cuerpo para las fiebres y tomar “pila pila”, que cura las infecciones y hasta la depresión.

Ver esta publicación en Instagram

Una publicación compartida de Carolina Rojas Neculhual (@carola_rojasn)

Como buena soñadora que era, les enseñó a poner atención a esos mensajes que reciben mientras duermen (pewma).

Un día antes del allanamiento de la policía en su casa, Gricel soñó que varios perros la perseguían. Uno de ellos le mordía la mano. No alcanzó a advertirle a Nora.

Gricel anuncia que hay que volver. Nora se ríe porque su hija y su sobrino están pegados en sus celulares. En el cerro hay más señal que en otras zonas del campo. Nora debe tomar lawen para los dolores de espalda, tal como se lo dijo Natalia, una machi del pueblo. Como muchos de los vecinos las tratan de “conflictivas” y las hermanas Ñancul son famosas por su lucha, les dijo que “estaban bien ojeadas”, lo que quiere decir que parte de esos malestares han sido inoculados en medio de las disputas con personas cercanas del lugar.

Comienza a anochecer. Pero nada de eso las hace temer. Ni ese campo abierto que solo las estrellas iluminan. “Este lugar no me da miedo; al contrario, caminar entre el bosque me entrega mucha tranquilidad. Ha sido mi terapia para los dolores de estos años y después de la muerte de Maximiliano. A él le pido que me proteja”, reflexiona Nora, que da un último sorbo al mate antes de despedir a su hermana y sus sobrinos.

Notas relacionadas

Deja tu comentario