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Opinión

4 de Noviembre de 2022

Columna de Montserrat Martorell: Las máscaras de María Carolina Geel

Montserrat Martorell
Montserrat Martorell
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14 de abril de 1955. Hotel Crillón. Así empieza esta historia. O quizás no. Quizás debería partir antes, en 1913, cuando Georgina Silvina Jiménez nace. O tal vez después, en 1996, cuando muere. Pero para qué, pero para qué me pregunto después. Hay que fijarse en la obra, en esas palabras repartidas que antes cosió María Carolina Geel -sí, así firmaba sus libros-. Y volver atrás. Antes del suceso de Agustinas 1035, entre Bandera y Ahumada. Antes de Roberto Pumarino. Antes de sus 14 años de diferencia -ella mayor que él, él menor que ella-. Antes de los gritos/sus gritos. Antes del revólver belga. Antes de los cinco disparos en la cara. Antes de los besos y los abrazos y el sueño eterno. Antes de Señor juez, yo lo quería. Antes de la condena de tres años. Antes de Gabriela Mistral y el indulto del presidente Carlos Ibáñez del Campo. Antes de sus 19 meses en prisión. Antes de Cárcel de Mujeres.

“Algo monstruoso alienta en mi ser”, escribió la autora deEl mundo dormido de Yenia, Extraño estío, Soñaba y amaba al adolescente Perces, Huida, El pequeño arquitecto y Siete escritoras chilenas. El canto no se detuvo nunca: “La verdad no será dicha jamás. Ni a ti, ni a mí, ni a ellos”. ¿Cuál era esa verdad, María Carolina? Crítica literaria y taquígrafa de la Caja de Empleados Públicos y Periodistas, los titulares de la época no se callaron más. “Mató loca de amor” o “Dramático epílogo de un romance”, eran algunas de las ideas que se repetían y se repetían en los principales medios de comunicación.

Cercana a María Monvel y admirada por María Luisa Bombal, MCG fue prologada por Hernán Díaz Arrieta, Alone, uno de los críticos más destacados del siglo pasado. En su libro diría que “la escritura está en la cárcel” y que Cárcel de mujeres, publicado en 1956, “es uno de los relatos más penetrantes, más dolorosos, más extraños, en su absoluta desnudez, que había leído”. Revisar su reflexión me abruma y me acelera:



¿Qué sabemos de los personajes mágicos que en un momento se apoderan de alguien, le hacen sacar el arma, apuntar, herir, matar, sin que al futuro “hechor” le quede sino asumir la responsabilidad?

Esa es la responsabilidad que los lectores buscaban en las páginas de Geel y que se quejaban de no encontrar porque aquí, al menos en apariencia, no hay perdón, no hay justificación. O tal vez sí, pero muy solapadamente. Por eso son interesantes las palabras de Alone respecto a los enmascaramientos:

“Es que no somos uno. Es que dentro de cada cual habitan multitudes, y entre ellas, junto al que figura de ordinario, aguarda un delirante, desesperado ansioso de actuar, reclamando, acechando el momento. Tenemos dentro nuestro verdugo. Y nuestro juez. La humanidad se confunde, revuelta, en el seno de cada individuo, partícula suya, resumen histórico, glóbulo de un torrente sanguíneo”. 

Leo Cárceles de mujeres como quien abre un secreto. Percibo la angustia y la culpa y el insomnio y la fiebre y los ruidos y el silencio y el lesbianismo nombrado por primera vez y la amnesia voluntaria y la amnesia que te empuja detrás de la vida, debajo de la prisión, en contra del destino. Percibo los signos de la fatalidad. Percibo esa idea, su idea, de que los actos nacen con uno. Cito:

Hoy hace seis meses que estando frente a él sobrevino la muerte, la frívola muerte que entre los dos eligió como ciega. Estábamos frente a frente, y yo, que nunca supe vivir, quedé sujeta a la vida; y él, que tan cabal se daba a ella, que nada sabía de ese otro modo de morir que tienen algunos, cayó. Cruzo las manos y me digo que fui yo quien volvió hacia él la muerte; yo, que levanté un arma mortal, y, en vez de aniquilarme, ¡lo hice morir! 

Escritura confesional, escritura poética, descripciones llanas, imágenes que cantan y bailan al compás de la brutalidad, al compás del infierno:

Las noches en un penal son profundamente silenciosas. Cada ciertas horas apenas turba la paz el andar del vigilante que hace la ronda nocturna. Él pasa y la quietud cae otra vez a plomo sobre los pabellones y patios como una forma misteriosa de condena. Pero alguna noche, con la agudeza del filo de una hoja acerada, rasga el aire negro un grito inhumano, desgarrado y horrible. Uno empieza a sufrir, pero se queda quieta mientras el corazón pulsa acelerado. El silencio ha vuelto a cerrarse, siniestro. Pasados unos minutos un nuevo grito, más espantable y penetrante aún, vuelve a herir la noche.

Esa noche es también la noche de la bestia, la noche de la violencia, la noche de las mujeres rotas porque como reconoció la antigua Georgina: “en el silencio percibí mecánicamente las primeras frases y de súbito me llegó el golpe que me hirió a lo largo de la vida: la mujer relataba un hecho sexual”.
Probablemente ese sea el silencio que quiebra Geel para siempre. Y que me recuerda que uno no lee ni escribe para juzgar, sino para habitarse y deshabitarse, para arrastrarse hacia las costras de otras orillas, para dejar que las palabras te atraviesen y te determinen y te permitan morder y masticar y pelear en medio de la oscuridad rapaz que envenena las  almas que naufragan en medio de un río, en medio de un mar miope, en medio de un tronco loco, en medio de una desesperanza vacía. 

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