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Reportajes

24 de Diciembre de 2023

El quiebre de los padres, el nacimiento de un hijo, una confesión familiar y una ilusión rota: historias en primera persona de un día de Navidad

Historias de Navidad Ilustración: Camila Cruz

El 24 y 25 de diciembre son días especiales. Las familias se reúnen y celebran esta festividad cenando y abriendo regalos. Pero hay quienes estas fechas pasaron a un segundo plano por distintas situaciones. Acá, cuatro personas relatan cómo tuvieron que lidiar con pérdidas, quiebres familiares y la llegada de nuevos integrantes que hicieron que los regalos pasaran a un segundo plano y marcaran esta fecha para siempre en sus vidas.

Por Felipe Gacitúa Rubio

“Tengo una cierta admiración por esa gente que tiene un cariño o fanatismo por la fecha de Navidad”

Fabrizio Bavestrello. Profesor de Lenguaje. 28 años.

“Para mí la Navidad siempre ha sido… no me gusta mucho. Siempre ha significado un cúmulo de decepciones (sonríe). Vengo de una familia bastante humilde, en Puente Alto, mi familia es de La Legua, entonces ambos, mi papá y mi mamá, que fueron hermanos menores, siempre tuvieron ese rollo de familias numerosas, que les llegaba el peor regalo, lo que alcanzaba. Y por ese afán de justicia con su historia, a mí, como hermano mayor de los tres que somos —dos hermanas menores—, me tocaron regalos no muy bacanes siempre.

Me acuerdo de la vez que pedí una guitarra, pero me llegó un Monopoly de Los Simpsons. Igual bacán, pero duró poco, porque mi hermana era chica y las piezas del juego fueron desapareciendo. Entonces siempre tuve ese lío con la Navidad, como un desencuentro con la fecha. Además que, no sé, los familiares fuera de tu núcleo te regalan cosas que en verdad no son para ti, porque no es que te conozcan tanto. Eso sí, siempre bonito en familia, con adornos, cena, salir a buscar al viejo pascuero, hasta hoy. Pero le fui perdiendo el gustito, sobre todo con lo que pasó el 2017 en Nochebuena.

Yo ese día trabajé en el Costanera Center, en la librería Antártica, y para el regalo del amigo secreto pedí que me regalaran una botella de espumante —un poco influenciado por la Amelie Nothomb— (risas). Ese día, me acuerdo que llegó un caballero a preguntarme por un libro de regalo para su mamá, porque no sabía qué le gustaba. Eso igual me chocó. Al final elegí uno de Isabel Allende. Es como si le hubiese regalado el libro a la señora. En fin. Llegué a la casa, y lo típico. Ayudé a mi vieja a cocinar, carnecita al jugo, papas duquesas. Me duché, me arreglé, camisita, y todo muy normal. Ella se fue a arreglar, mi viejo en la misma.

Comimos a la luz de las velas, como siempre, compartimos los deseos de fin de año, después salimos a buscar al viejito, que era bien entrete porque un caballero siempre se disfrazaba. Habían vecinos, amigos de mi mamá tirando petardos, me acuerdo. Lo pasamos bien. Cuando vivía donde mis papás, tenía la costumbre de juntarme con amigos ahí en el barrio después de las 12 y abrir los regalos. Básicamente, mostrarnos los regalos, ir a la casa de cada uno un rato, tomar cola de mono y comer pan de pascua (risas). Pero esa noche, del grupo de amigos, el Matías y yo solamente estábamos en la casa, el resto estaba en sus cosas, así que le dije que se quedara en mi casa. Algo muy normal de ese tiempo… el Mati, por esas razones de la vida, siempre ha estado en mis peores momentos.

Estábamos en mi pieza, jugando Bloody Roar en el emulador de Play Station 2 que tenía en el compu. Abrimos el espumante que me regalaron. Todo muy tranqui, pasándolo bien. Eran como las 3 de la mañana, y en eso que voy al baño, siento a mis papás hablar despacio en su pieza. Se sentía un murmullo mudo, muy típico de ellos cuando discutían, de hablar bajo para que no se escuchara. Mis hermanas ya estaban durmiendo. Escuché a mi mamá llorar. Cuando vuelvo a mi pieza, le digo al Mati que bajara el volumen y me ayudara a cachar qué onda. Nos quedamos callados, pero no captamos nada. A las 6 de la mañana el Mati se fue a su casa al final. Yo me quedé dormido cuando volví.

Al otro día íbamos a la casa de mi abuela a tomar once, como es tradición. Durante el día, nada, todo muy normal. Pero cuando nos estábamos arreglando, mi mamá se queda viéndome desde el quicio de mi puerta. “¿Qué pasó?”, le pregunté. Antes que cualquier cosa, se puso a llorar. Me contó lo que había pasado… y como hermano mayor, siempre tomo esta posición que en el fondo nadie quiere asumir, que es ser más conciliador.

Durante seis meses mi papá llevaba una relación en paralelo. Con el tiempo, mi mamá fue dándose cuenta: olores distintos en la ropa, duchas constantes, salidas. Estuvimos no más de una hora donde mi abuela, algo muy raro. Cuando volvimos, explotó todo. Mis papás nos contaron, mis hermanas lloraron, mi mamá le tiró las cosas por la puerta a mi papá. Atiné a decirle “la cagaste”, pero también le pregunté que a dónde se iba a ir. Yo tenía una amiga que trabajaba en hoteles, y le pregunté si podía hacerle el favor a mi papá de alojarlo esa noche y que se lo pagaba apenas pudiera. Tomé unas cuantas cosas de mi papá, mi amiga finalmente no me cobró nada y mi papá pasó la noche allá.

No es algo muy frecuente en los hombres, pero cuando hablé con él se notaba muy arrepentido. Me dijo que iba a hacer todo para solucionarlo. Mi mamá entró en un hoyo, nunca la había visto así. Era como ver a una niña, a una adolescente cuyo primer amor le rompe el corazón. La única condición que les puse a ambos fue que cualquier discusión la tuvieran fuera de la casa. Siempre quise conciliar la situación entre ellos, acarrear, buscar soluciones, resguardar la sensibilidad de mis hermanas y la mía, pero con mi posición clara, ese rol que nadie nunca quiere, pero que siempre ha sido el mío.

Ese hecho terminó por cortar definitivamente mi vínculo con esa fecha. Yo vivo solo de nuevo, no tengo nada navideño, mis amigos ya no viven en la villa, mis papás se cambiaron de casa. Tengo una cierta admiración por esa gente que tiene un cariño o fanatismo por la fecha, para mí esa magia no existe mucho.

Me acuerdo mucho de una Navidad sí, en la casa de una tía que vivía cerca del Hyatt en Las Condes. Éramos chicos, y yo nunca había visto tantos regalos, mi primo recibió muchos. Recuerdo que mi vieja, muy humilde, le regaló un set de autitos de la feria, y mi primo fue con lo que más jugó. Mi tía estaba enojadísima (risas). Ahí conocí el Nintendo 64, y jugué Mario Kart toda la noche con mi primo. Fue un súper buen momento (sonríe).

Soy bastante de mirar todo desde afuera, pero no desde lejos. La gente sensible no es desbordada, es más bien contenida. Y fue lo que me pasó, eso hice todo el tiempo: contener. Sobre todo ahora que soy profe me pasa, que cedo el protagonismo a los demás, y en ese afán de cederlo uno inevitablemente se vuelve protagonista —de algún modo u otro— de ciertas cosas”.

***

“Que todas las mujeres de la familia en Navidad hicieran cosas por mí me ayudó a ver que no estaba sola”

Catalina Parra. Psicóloga. 28 años.

“El 29 de noviembre del año pasado me hice un test y salió positivo. Obviamente quedé en shock porque no lo estábamos buscando, pero cuando vi el resultado me emocioné. En ese tiempo, a mi alrededor habían muchas embarazadas: una prima y una amiga estaban pasando por el proceso también, entonces dice qué bonito vivirlo en comunidad. Cuando le dije a mi pareja, Bastián, él también se emocionó. “Sí, sí quiero, es la motivación que me faltaba”, me dijo. Todo se volvió un ambiente muy deseado. Obviamente que con miedo, porque no sabíamos bien qué hacer —y ahora qué viene, dijimos—.

Yo sé que los primeros meses es súper tabú contarlo, porque es riesgoso y todo, así que preferí no contarle a nadie. Pero no me podía guardar este secreto. Una semana después, en los primeros días de diciembre, le conté a esa prima, y ella me acompañó todo el proceso. Después a mi hermana, dos años menor. Ella me sugirió contarle a mi mamá, como para armar un espacio de mujeres que me puedan contener, pensé, sobre todo acompañarme si algo llegaba a salir mal. Se emocionó, se puso muy contenta. Me dijo que le dijéramos a la mamá de Bastián, y le dije que sí pero que a nadie más, para que se mantuviera la sorpresa. “¿Qué sorpresa?”, me dijo.

Después de tener la primera eco, de escuchar sus latidos y asegurarme de que está todo bien, quería dar la noticia para Nochebuena. Esa iba a ser nuestra primera Navidad viviendo juntos Bastián y yo, así que queríamos juntar a las dos familias, y con esa sorpresa: la de un integrante más que venía en camino.

De ahí, fue todo súper vertiginoso. En el primer control, durante la quincena de diciembre, el médico me dijo que el embrión era más pequeño. Tenía fecha para volver a control el 23 de diciembre. Calzaba junto con los planes: pensábamos mostrar la eco que me tomaran ese día, tener unos zapatitos de guagua, Bastián había estado preparando un discurso, preparar una linda cena. El 18 de diciembre, la familia de mi pareja había organizado un almuerzo con piscina. Cuando me fui a poner el traje de baño, vi sangre. Hablé con mis amigas embarazadas, y me dijeron que estuviera tranquila, que era el sangrado de implantación. “Si eso avanza, ándate a urgencias”. Me hice un poco la loca, pero le dije a mi pareja y me dijo “vamos a urgencias al tiro”.

Después de revisarme, el médico y me dijo lo mismo, pero también que “todo sangrado es amenaza de aborto”. Quedé con reposo absoluto. Los días siguientes el sangrado no avanzó, me relajé un poco, pero igual iba con miedo al baño. La madrugada del 23, el sangrado comenzó a aumentar. Vinieron las contracciones, dolor de útero intenso. El color era oscuro. De guata tuve la sensación de que ya no estaba todo tan tranquilo. Fuimos a urgencias, tenía mucho dolor. Entré a una sala, donde habían muchas mamás en pleno trabajo de parto. El médico me revisó. “No hay embrión”, me dijo. A Bastián no lo dejaron entrar. Estuve sola en ese momento. Recuerdo a una matrona en práctica que me hacía cariño en el pelo. Recién cuando salí y le conté, me quebré. Nos derrumbamos, lloramos, no nos importó nada.

Pensé en cancelar la cena, pero mi pareja me dijo que no, que nos juntáramos como familia igual y que les diéramos la noticia: que de alguna forma iban a ser abuelos, tíos, primos, pero que la vida quiso otra cosa. Como mujer, me sentía pésimo. Todo el maquillaje, la ropa que iba a usar, cómo me iba a peinar, fue. Me vestí con un buzo y un polerón, no me produje nada. Hicimos el pavo, ensaladas. Llegaron mis abuelas, mi mamá. A ella le pedí que le contara a todos un poco antes, para que se hicieran un preámbulo. Cuando llegaron, me dijeron “hija, no se preocupe de nada, nosotras nos encargamos de todo”. Eso me alivió mucho: ver que todas las mujeres de la familia hicieran cosas por mí me ayudó a ver que no estaba sola en esto. Eso fue reparador… (Sus ojos se enrojecen).

Ese día estuve en piloto automático. Solo ahora me estoy acordando de cosas. La cena fue muy triste, muy diferente a otras Navidades. Pero lo bonito fue que la familia se mantuvo muy unida, como quizás nunca antes. Bastián dio su discurso, pero distinto. Estuve al lado de él, y le tomaba la pierna cuando su voz se quebraba. Como familia no somos de mucho contacto físico, pero mi papá me abrazó todo el tiempo, mi abuela me tomaba la mano, mi mamá un beso en la frente. Cosas que antes quizás no habrían pasado. Porque si bien a esa noche quisimos darle una intención especial, se terminó dando una dinámica… diferente.

Me sentí muy amada, querida, respetada. Respetaron mi forma de vestir, que no haya querido abrir regalos: respetaron, en el fondo, nuestro proceso. Esa noche me enteré que muchas de las mujeres que estaban ahí habían tenido un aborto espontáneo también, pero nunca lo había comentado. Eso me hizo sentir contenida, que no soy la única que ha pasado por esto. Fue una linda forma de revertir un duelo.

Por estos días lo he reabierto, los recuerdos, se han removido cosas de ese día. Yo no quería hacer nada, pero él me incentivó a hacer algo igualmente. Más que cualquier cosa, estar juntos. Si bien lo más difícil fue —y lo sigue siendo— tratar de superar la ilusión de que, en esta fecha, habría un integrante más con nosotros, también ha sido lindo estar más presente, volver acercarme a gente, no guardarse cosas por temores externos o lo que sea, y dejar las expectativas a merced de lo que el tiempo quiera, nada más.

Así que lo vamos a pasar en la casa en el campo de mis abuelos, que… es curioso también, porque la última vez que pasé una Navidad ahí fue la de cuando falleció mi abuelo. Creo que será otra Navidad simbólica, donde lo que no está, algo que no está presente —que quizás nunca lo estuvo físicamente, pero sí la ilusión—, volverá a tomar forma pero de otra manera (sonríe).

***

“Y no me importa nada”

Diego Campillo. Publicista. 32 años.

¿Hay cacha’o esas personas que quieren que su vida sea como una película? Yo creo que eso quería yo (risas). Me lo imaginaba como… ¿Cachai estas típicas películas de historias que se cruzan en Navidad? Ya, yo me imaginaba en una escena de esas, protagonizando una de las historias de esa película. Siempre supe que podía ser intenso, que iba a ser un momento duro, pero igual me lo imaginaba como en las películas.

Tenía de referencia la actitud de mi abuela —yo vivía con mis abuelos y mi mamá— de esa vez que me encontró un cuaderno con fotos que me había hecho un hueón con el que yo salía. Esa vez llegué a la casa y ella estaba emputecida. “Qué raro”, dije. Y cuando voy a ver el cuaderno, veo que todas las cosas que estaban ahí no estaban en su posición original. “Ooh, cachó y por eso está así”. Después de eso tuvimos una conversación, en la que me dijo que yo no sabía lo que le estaba haciendo a mi mamá. En el fondo, me culpó de lo que estaba sintiendo. Siempre supe que era gay, pero a partir de ahí lo reprimí. Salía con hueones, pero los despachaba rápido, porque sentía que no debía estar con un hombre.

De ahí, hace cuatro años más o menos, había empezado a salir con alguien, y me enamoré. Y… onda… no, no puedo… no puedo seguir viviendo mi vida tratando de agradar a otras personas, reprimiendo algo que siento. Así que filo: por primera vez me importa un pico lo que sientan los otros y por primera vez me va a importar lo que siento yo. Él ya tenía resuelta esa parte, entonces si bien se generaba una cercanía por el hecho de haber atravesado el proceso, también había una distancia, porque era algo que él ya había pasado hace rato.

Y ese año, por primera vez, me fijé metas, y una de ellas —la más importante— fue decirle a mi familia que soy gay, porque ya me estaba dejando demasiado de lado y la presión era mucha. Y me puse como plazo máximo Navidad. Estuve muchas veces a punto de hacerlo, en distintas ocasiones. Pero siempre me cortaba y al final no lo hacía. Hasta que la Navidad del 2019 dije, ya, ese día es.

Los días pasaban y ese plazo autoimpuesto se acercaba. Pensaba decir que quería pedir un regalo esta Navidad: ser feliz con quien yo quisiera. Sabía que quería hacerlo en el momento en que todos estuvieran sentados a la mesa. Estaban mis abuelos, mis mamá, yo y amigos de la familia. Durante la noche obvio que no estaba en el mejor mood, estaba mucho más retraído, repitiendo las palabras en mi cabeza, porque ya la historia de película estaba armada en mi cabeza: quería que fuera todo romántico, decirle a mi familia, dar la sorpresa, contarle a la persona con la que estaba que por fin lo hice, y que el hueón me dijera “casémonos” (carcajada). Qué estúpido. Pero bueno. La noche avanzaba, comimos, yo tenía planeado salir con amigos. La hora pasó… y no lo hice. No les conté.

Me fui donde mis amigos diciéndome “de nuevo no lo hice, qué me pasó”. Y en el auto, camino donde mi amigo, abrí las notas del celular. Empecé a escribir, lo leí y dije ya, está perfecto. Hice un grupo familiar en Whatsapp. Lo pegué y apreté enviar. Llegué donde mi amigo, saludé a todos y no pesqué mucho el celular. Al rato lo veo, y la primera persona que había escrito era mi abuela: “Qué hueá estai hablando”, escribió (risas). Como cuestionaba mi cordura, “con quién estay”, dijo después, como suponiendo que estaba curao o algo, incrédula total de que pudiera estar diciendo eso. Cuando vi eso, me cagué de la risa. Esa noche carreteando con mis amigos, que conozco de toda la vida, sentí que por primera vez no me estaba escondiendo.

Al otro día no me importó nada, de verdad me sentía liberado. Si alguien me decía algo, lo iba a mandar a la mierda. Tenía preparado en la cabeza las posibles respuestas que le podía dar a alguien. Llegué a mi casa, discutí con mi abuela, pero fue breve. En la tarde me habló una amiga y me dijo que el cine estaba abierto, que fuéramos a ver una película.

Ya en la noche, mi mamá entró a mi pieza y su respuesta fue increíble. Al principio, claro, me dijo que por qué no le había dicho antes, como que lo cuestionó un poco. Pero cachó que no me tenía que echar culpas o responsabilidades, y después la conversación fue muy “Diego, yo te amo por sobre todas las cosas”, “Mamá, yo también”. Nos abrazamos, lloramos. Fue una conversación muy bacán. Era la persona de la que menos certezas tenía respecto a su reacción.

Obvio que uno idealiza, esto de consciencia colectiva que la mamá siempre está ahí, pero yo no sabía, porque era muy brígido lo que le iba a pasar. Pero no le importó nada, igual que a mí desde ese momento: ya no me importa nada. Después de eso, mi vida es increíblemente mejor, pongo plazos y trazo metas, y es algo que me ha hecho ser más valiente con ese tipo de cosas. Quizás no fue tan de película después de todo, pero algo de eso tuvo”.

***

“Que haya nacido en Navidad es darle un nuevo sentido —todos los años— a esa fecha en el calendario”

María Soledad Rubio. Inspectora de colegio. 56 años.

“Era abril del 95. Me acuerdo que hace tiempo estábamos buscando tener un segundo hijo. Fueron cinco años que lo buscamos, y ya estábamos viendo la posibilidad de realizar algún estudio para ver por qué no quedaba embarazada. Hasta que en un control ginecológico de rutina, me dijeron que lo estaba. Fue una felicidad muy grande (sonríe). Quería contarle a Cristián, pero estaba con temor de su reacción porque habíamos discutido ese día en la mañana, entonces no habíamos hablado mucho, esa sensación que todos acarreamos durante el día cuando discutes con tu pareja. La diferencia era que volver a hablarle significaba contarle que estaba embarazada.

Vivíamos en calle Coquimbo, en el centro, con el Coke y la Uka (sus suegros), y cuando les conté a ellos se pusieron muy felices, pero él no me dijo mucho. Recién al otro día, fue todo lo contrario. Lo conversamos de nuevo y me dijo que estaba muy contento, que cómo me sentía, qué sentía. También nos emocionamos porque el ginecólogo de toda la vida me dijo que tenía fecha para el 25 de diciembre. “Me vas a joder la Navidad”, me decía en broma el médico.

Quienes también se pusieron muy felices fueron mis papás, que, como personas de provincia —de San Vicente de Tagua Tagua— eran muy creyentes y aferrados a su fe cristiana católica. Entonces, cuando supieron, lo primero que me dijeron fue “vamos a tener un niñito Jesús” (se ríe). Mi papá siempre se refería así cuando me preguntaba durante el embarazo. Para nosotros, que somos siete hermanos, la Navidad tenía ese carácter religioso más que del imaginario de ahora: el viejo pascuero en nuestro caso era el jefe de mi papá, que trabajaba en un almacén, y ellos eran quienes nos regalaban cosas cuando éramos chicos. Eran navidades sencillas, humildes, porque vengo de una familia con bastantes dificultades económicas, pero que me sirvieron para tener una visión más humana de esa fecha.

En los dos embarazos tuve complicaciones por unos quistes en los ovarios, pero en ese segundo fue más complejo. Tuve que hacer mucho reposo, no podía hacer fuerza, no me podía subir a la locomoción. Fue difícil, porque si uno de esos quistes se reventaba podía perder el bebé. Todos me tenían como en una burbuja, y por mi forma de ser, que no puedo estar quieta, fue complicado. Pero el embarazo avanzó bien, y para esa Nochebuena todo se fue dando tal cual lo previsto.

El Coke y la Uka se habían vendido para La Florida, y con los hermanos de Cristián pasamos la Navidad ahí. Habíamos cenado, en esa época habían dos niños y un recién nacido en la familia, entonces de a poco empezaba a crear ese ambiente navideño de los años siguientes. Cristián estaba ayudando a la Nicole (primera hija) a abrir regalos, y en eso sentí algo húmedo. Voy al baño y me di cuenta que había reventado la bolsa. Llamaron al médico: “¿viste que me ibas a joder la Navidad?”, me dijo riéndose. Todos empezaron a correr. En ese tiempo, Cristian trabajaba en Fosko (fábrica de plásticos) y manejaba un Suzuki Carry. Nos fuimos volando por Vicuña Mackenna hasta la clínica. Ahí me esperaba el médico, tuve un trabajo de parto súper largo y difícil, con contracciones muy fuertes. Pero nació sanito ese 25 de diciembre de 1995.

A veces siento culpa, porque sé que esa fecha no le gusta a mi hijo, y cuando me lo dice en talla, sé que en el fondo puede ser un poco en serio. Tal vez su cumpleaños no es como quisiera, pero a mí me gusta que haya nacido ese día de Navidad. Porque en esa época, uno muy creyente, significó una alegría enorme. Y porque también me remite a mis primeras navidades, al espesor de esos años, a revivir ciertos recuerdos, la esencia de la Navidad que a mí me gusta.

Desde que mis papás fallecieron, y que los niños de la familia fueron creciendo —incluido mi hijo—, la Navidad como tal ha ido perdiendo un poco el sentido de antes. También he ido perdiendo la fe con la que crecí, las cosas se han vuelto más individualistas y centradas en lo material, pero el hecho que esté de cumpleaños ese día me hace reconectar con lo que me inculcaron mis padres, un día importante en el año, esas cosas que con los tiempo han ido quedando atrás; que haya nacido en Navidad es darle un nuevo sentido —todos los años— a esa fecha en el calendario”.

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