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Opinión

11 de Febrero de 2024

Columna de Carolina Urrejola | El Sebastián Piñera que me tocó conocer

Foto: Marcelo Segura

"Piñera apostaba, jugaba siempre a ganador. Y no cosechaba precisamente empatía, pero sí cierta forma de respeto del que se mete en el barro con menos cálculo que varios príncipes de la política", escribe Carolina Urrejola en su columna de esta semana. "No hay muerto malo, suele decirse. Y mucho de eso ha ocurrido esta semana de la fatalidad. Pasado el trance del impacto por su muerte y la masiva despedida y funeral de Estado, vendrán los análisis fríos y 'neutrales'", apunta la periodista. "En 2019, una vez desatado el caos, Piñera apostó por la salida política. Eso lo exalta como un líder democrático, pero no borra el rencor de quienes lo pusieron en el primer lugar de la nómina de la impunidad. Tuvo una oportunidad de oro, tras el desastre, de reivindicarse. Y lo hizo con creces Asumió la pandemia del COVID con las herramientas con las que siempre se lució: las del hombre de acción", señala.

Por Carolina Urrejola

Hace 20 años empecé a entrevistar a Sebastián Piñera. Apenas inicié mi carrera como periodista de radio y televisión. Tengo la impresión de que, para él, no había entrevistadores grandes o chicos. Todo espacio le servía para instalar sus ideas o sus intereses.

Recuerdo que el año 2005, cuando fue protagonista de una feroz conflagración en la derecha, me llamó por teléfono para concretar una entrevista que yo le había pedido y que ahora necesitaba más que nunca. “Defienda mis intereses, Carolina”, me dijo al final de la llamada, con desparpajo, pero con una ironía de causa perdida, de quien sabe que lo que dice puede caer en saco roto.

Piñera apostaba, jugaba siempre a ganador. Y no cosechaba precisamente empatía, pero sí cierta forma de respeto del que se mete en el barro con menos cálculo que varios príncipes de la política.

Se dejó golpear por la prensa como un mono porfiado. Volvía una y otra vez a los espacios que muchos de sus colegas vetaron para siempre. Jamás ponía trabas o pautas previas. El 2019, en una entrevista en Mesa central siendo presidente, lo fustigué por el proyecto de ley con que buscaba rebajar la edad para el control de identidad. Se indignó. En cámara me acusó de atribuirle un proyecto de ley que iría en contra de la legalidad. Contraargumenté, pero no hubo caso.

Terminada la áspera entrevista, me preguntó lo de siempre, lo que mencionaba cada vez que nos tocaba intercambiar: “¿Cómo está la papaya?, aludiendo al origen serenense de nuestras respectivas familias.

Piñera no se picaba. Esa vez, tras bambalinas, nos sacamos una foto alegre, como si nada hubiera pasado. La papaya pesó más. Admirable su falta de rencor.

No hay muerto malo, suele decirse. Y mucho de eso ha ocurrido esta semana de la fatalidad. Pasado el trance del impacto por su muerte y la masiva despedida y funeral de Estado, vendrán los análisis fríos y “neutrales”.

Pero por ahora, podemos decir de Piñera que no fue lo que se dice un santo, como todo ser humano, y particularmente quienes se dedican a la política. De hecho, la primera parte de su segundo mandato careció de la sintonía mínima que se requiere de un gobierno para contener el malestar que se incubaba hace años.

El estallido no se produjo en el gobierno anterior ni en el siguiente. La explosión popular, con su reguero de descontento, furia, desmanes y violencia, ocurrió bajo su mandato. Piñera intentó encontrar una explicación razonable hasta el final, sin dar con una respuesta satisfactoria.

En los hechos, la lógica del enemigo interno llevó al entonces mandatario a convencerse de que estábamos en guerra. Y a no reaccionar de manera categórica en el primer momento, frente al evidente desborde de las fuerzas policiales que salieron a reprimir a los manifestantes, violando los más elementales protocolos del uso de la fuerza.  

Eso es lo que no le perdona un sector de la ciudadanía, cada vez más minoritario si vemos su evolución en las encuestas. En enero de 2020 no lo quería prácticamente nadie, mientras que en los últimos sondeos aparecía en el cuadro de honor de la aprobación ciudadana.

Volviendo a 2019, una vez desatado el caos, Piñera apostó por la salida política. Eso lo exalta como un líder democrático, pero no borra el rencor de quienes lo pusieron en el primer lugar de la nómina de la impunidad.

Tuvo una oportunidad de oro, tras el desastre, de reivindicarse. Y lo hizo con creces. Asumió la pandemia del COVID con las herramientas con las que siempre se lució: las del hombre de acción. Su sagaz estrategia convirtió a Chile en un país modelo del combate contra el virus. Desconocer ese logro monumental fue y seguirá siendo una mezquindad.

“Incontinente bursátil” lo motejó Camilo Escalona en su primer gobierno, cuando se aseguraba que mantenía una terminal Bloomberg en el despacho presidencial. Le costó cantidades desligarse de sus negocios y fortuna, llevando incluso a sus hijos a una gira de negocios a China y teniendo que enfrentar una acusación constitucional por una cuestionada venta de activos en paraísos fiscales.

Son tantas sus facetas, sus errores y aciertos de hombre original y omnipotente, que prefiero volver a ciertos recuerdos del Piñera que conocí. En febrero de 2011, en su primer mandato, celebraba festivo al presidente de Ecuador Rafael Correa, en un restorán de Lago Ranco. Lo tenía invitado a su casa en Bahía Coique y trataba, por la vía del canturreo y la celebración gozosa, de hacer un aliado ahí donde ideológicamente no era fácil hallarlos. Estuve comiendo con mi familia esa noche en ese restorán.

Coincidimos fumándonos un cigarrillo en la terraza. La camisa blanca chorreada de buena comida. Se lo hice ver. No le importó. Me interrogó sobre mi vida personal con genuino y cariñoso interés. Un asistente le comentó que los invitados lo esperaban adentro. Prefirió quedarse un rato más. Y seguimos conversando, entrevistadora y entrevistado, con el aire tibio de febrero que en el Lago Ranco de siente tan deliciosamente bien.

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