Las vidas de cuatro chefs chilenos que triunfan en la alta cocina de Nueva York
Casi todos se formaron en la escuela del Boragó, en Santiago, y en las cocinas de restaurantes galardonados por Michelin en Europa, Australia y Sudamérica. Llegaron a Nueva York a probar suerte en busca del mismo sueño: abrir un restaurante en una de las capitales gastronómicas más competitivas del mundo. Algunos lo han logrado, otros ya van a medio camino. Pese a las luces, todos concluyen lo mismo: cocinar en esta ciudad no es tan romántico como parece.
Por Paz Radovic, desde Nueva YorkCompartir
Resurgir después de un cierre
Nada de lo que se ve la tarde del viernes 6 de septiembre hace pensar que Blanca, un local al mando de una chef chilena, es el segundo mejor restaurante de Nueva York, según el último ranking anual del New York Times (NYT).
Lejos de la vorágine de Manhattan y de las luces de Time Square, detrás de una antigua pizzería en Bushwick, un barrio de Brooklyn, están las puertas de un local que no tiene acceso desde la calle, al que tampoco se puede llegar si es que no se tiene reserva. Ahí, en una cocina abierta, cortando y pelando champiñones para mezclarlas con una preparación de pan, está Victoria Blamey (44), su chef ejecutiva.
–¿Pensabas que los chefs no hacíamos este tipo de trabajos? -dice mientras se ríe-. Aquí, en Nueva York, se hace de todo.
Blamey no esperaba nada la noche del lunes 1 de abril en que se publicó la lista anual de los 100 mejores restaurantes de Nueva York, según el reconocido crítico del NYT, Pete Wells. No esperaba nada porque Blanca apenas llevaba cuatro meses desde su reapertura pero, sobre todo, porque el cierre de su último restaurante, Mena, le había enseñado que nada bueno podía salir cuando las expectativas eran demasiado altas.
Sentada en su departamento en Brooklyn Heights, un barrio a las afueras de Manhattan, mientras trabajaba en su computador y esperaba que su pareja estuviera lista para salir a comer, fue que le llegó el mensaje de un amigo que le compartía el link del artículo. Apenas lo abrió se preparó para bajar hasta el final y no encontrar nada sobre su restaurante. Pero bastó con que terminara de cargarse la primera página para verlo: de los 100 mejores restaurantes de todo Nueva York, el suyo era el segundo mejor de la ciudad.
El historial profesional de Victoria Blamey había sido tan prometedor que abrir su propio restaurante, en una de las ciudades más competitivas a nivel gastronómico, no parecía una idea descabellada. La chef chilena, egresada de la Escuela Internacional de Artes Culinarias de Santiago, había pasado por restaurantes de alta cocina en Londres, Australia y España. A Nueva York llegó en 2010, acompañando a su exmarido, pero rápidamente fue tomando distintas posiciones de cocina en lugares con menús de degustación y galardonados por Michelin, trabajando con reconocidos chefs a nivel mundial.
El mejor ejemplo de cómo se fue haciendo un nombre eran las reseñas que, cada tanto, hacía el mismo crítico del NYT Pete Wells: “Ms. Blamey cocina comida de taberna nunca antes vista en ninguna taberna de este planeta. Es una chef a la que merece la pena seguir”, decía uno de sus artículos acerca del restaurant Chumley ‘s en 2017, uno de los lugares en donde trabajó.
En eso estaba cuando, en 2022, uno de sus clientes frecuentes le hizo una propuesta: invertir en su talento y poner un restaurante con sello propio.
–Mena fue eso. Un proyecto único e intenso, donde traté de poner mi estampa personal mucho más allá de la comida. Desde el estilo de servicio, la música y los cócteles.
Pero el lugar no alcanzó a estar seis meses abierto cuando le avisaron que tendría que dejar de operar por falta de capital.
–Me enteré esa misma semana que no había más plata, fue una clausura que llegó de la noche a la mañana, así que tuve que reinventarme. Incluso me cuestioné en irme de Nueva York y escuchar oportunidades que me fueron saliendo afuera, pero no quise.
En abril de 2023 llegó otro inversionista que le propuso reabrir Blanca, un restaurante con estrella Michelin que ofrecía menús de degustación, desde hace 12 años, que había cerrado a inicios de la pandemia.
Hoy, a nueve meses de su reapertura, Blamey es quién está a cargo del local de fine dining (alta cocina) que ofrece un menú de 15 tiempos por casi $300 mil por persona. Dice sentirse satisfecha con la propuesta que ha logrado, incluso si eso ha traído costos como son vivir bajo un horario de 9:00 a 2:00 AM casi todos los días.
–Este es un rubro que te endurece por obligación, no solo porque en una ciudad como esta no paras, si no porque muchas veces dejas tu vida personal de lado.
—¿Y qué tiene de distinto con hacer alta cocina en otros lugares?
—Que esto es un negocio. Esto no es España o un lugar remoto de Francia donde a nadie le importa hacer plata. Si tú no vendes, tu cierras. Así, tal cual.
Nueva York: Un rubro que entrega poco y quita mucho
–Aquí es donde todos los chefs se encuentran. Si quieres saber las tendencias gastronómicas no puedes no venir acá, aunque a veces sea tentador pedir tus productos por las aplicaciones.
Quien habla es Francisco Castillo (36), chef ejecutivo del Llama San, un restaurante que fusiona cocina japonesa y peruana ubicado en West Village. Y el lugar es la feria Farmers Market, un mercado que se instala todos los miércoles y sábados de cada semana en Union Square, una de las plazas más populares de Nueva York.
En este mercado, explica Castillo mientras escoge ajíes rojos de uno de los puestos, los cocineros compran a sus proveedores que vienen desde distintos lugares alrededor de la ciudad y estudian las tendencias de los productos de estación y de lo que se viene. También es el mejor lugar para derribar un mito que, según él, es uno de los más grandes del rubro en una ciudad como esta: que aquí no existe buena materia prima.
Su llegada a Nueva York, en 2021, también lo obligó a enfrentarse a otros mitos: el de que hacer alta cocina era un arte que tenía que concretarse a la perfección sin importar los costos que esto tuviera.
–No es tan romántico cocinar acá como en otras ciudades, tuve que hacer las paces con eso —dice.
Los costos en Manhattan son el plato principal del menú. Por eso es que Castillo tuvo que aprender de números antes que cualquier otra cosa a su llegada.
Después de salir de la Escuela Culinaria Francesa Ecole, y de hacer un par de prácticas en los restaurantes Da Carla, Osadía y Ritz, su primera experiencia gastronómica fuera de Chile fue lavando rábanos para un restaurant de alta cocina en Sydney, Australia.
Pasó luego por restaurantes en Dinamarca, España y, a su vuelta a Chile, estuvo en Boragó por dos años, donde el chef Rodolfo Guzmán fue uno de sus mentores. Ahí estaba cuando, postulando a trabajos en el extranjero y enviando mails, dio con una oferta en Llama San y quedó seleccionado logrando instalarse en EE.UU con una visa de talentos especiales.
Han sido tres años de éxito pero también de frustraciones, dice.
–Una de esas el darse cuenta que esta profesión te da poco pero te quita mucho. Mi vida personal ha terminado en segundo lugar muchas veces y es muy duro hacer cosas como decirle a tu pareja que no puedes seguir por culpa del trabajo. Esta ciudad al final siempre te exige estar a la altura.
La segunda temporada de la serie The bear, que trata sobre un chef de alta cocina en Chicago, es una buena foto de cómo se ven las cosas en este rubro, dice Castillo, después de que la vio.
—Se muestra muy bien como esa disociación emocional y afectiva que pasa cuando estás ahí tan desconectado de tu vida personal y estás enfocado en lo laboral.
Pero, a diferencia de Chicago, en Nueva York se añade otro ingrediente: que el mar de opciones gastronómicas es interminable, lo que vuelve más agobiante la competencia. Por eso, Castillo concluye:
—Nueva York es un animal totalmente distinto a cualquier otro lugar.
El curador de talentos culinarios
La llegada de Francisco Pedemonte (35) a trabajar como chef a la ciudad no había sido muy distinta a la del resto de los cocineros. Decir que había pasado cuatro años trabajando en el Boragó, que había trabajado en Lasai de Río de Janeiro y en Rafael de Lima era, definitivamente, algo que impresionaba y abría puertas.
La opción de llegar a Nueva York salió así. Después de mandar un mail aplicando a un puesto de cocina en el restorán Contra, le ofrecieron venir a probarse por una semana y se quedó. En general, para el fine dining siempre estaba abierta la opción de probarse, explica. El desafío es quedarse.
La pandemia, eso sí, cambió sus planes. Después de pasar seis meses en el restorán haciendo menús para los hospitales, le salió un trabajo como chef privado en los Hamptons, un balneario a las afueras de la ciudad. Era una familia ecuatoriana que había ido a comer a Contra y habían preguntado por el chef después de comer un postre con chirimoya alegre, que les había recordado los sabores de su país.
—Tuve suerte porque me tocó una buena familia, una que le interesaba la comida más allá de la rutina. Es bien complejo ser chef privado porque las dinámicas familiares son complicadas y tú estás ahí en el centro. Eres un elemento que tiene que estar pero no hacer ruido y tiene que ser funcional sin estar sobreexpuesto.
Después de unos meses llegó a trabajar donde está hoy, al mando de Laundromat, un restaurante en Brooklyn de la cadena francesa Fulgurances que ofrece un concepto de gastronomía distinto al clásico. Ahí, los chefs rotan cada tres meses funcionando como una incubadora de talentos.
—Somos básicamente como una galería de arte, donde los cocineros vienen a exponer su cocina por un período de tiempo y se van. Entonces acá nunca vas a encontrar el mismo menú.
Pedemonte es quien supervisa estas residencias, ha visto a más de 36 chefs pasar por el restaurante y se ha vuelto una especie de curador de quienes vienen a mostrarse. Aunque el concepto, a ratos, no es para quienes vienen a Nueva York a buscar las comidas virales que aparecen en redes sociales.
—En esta ciudad la moda es muy fuerte, el viral impacta demasiado en el movimiento orgánico de un restaurante. Es ingrato porque al final sale mucho mejor pagarle a un community manager a que pagar un buen producto.
Les pasó al principio. Cuando Laundromat estaba empezando fue trendy, sobre todo porque estaba cerca de Williamsburg, un barrio de moda en Brooklyn y ofrecía un concepto distinto de cocina. Pedemonte dice que la gente venía y pedía el plato viral que habían visto en TikTok, pero esa preparación ya no estaba porque el chef que la había hecho ya había terminado su residencia y eso frustraba a los clientes.
—Nosotros buscamos armar una economía local y ya las personas han ido entendiendo más nuestro concepto. Pero hay restaurantes que arman su economía en base a la puesta en redes sociales y el problema con eso es que si dejas de ser trendy dejas de tener clientes.
Después de tres años en Laundromat esta es la última semana de Pedemonte en el restaurante. Su plan ahora es uno que se asoma desafiante: quiere abrir su propio local en Nueva York.
—Ya tengo una base de clientes que me conocen y les gusta mi trabajo, sé cómo funciona un restaurante, tengo a mis proveedores. Solo me falta atreverme.
La cara menos amable de la concina de Nueva York
Ignacia Valdés se encontró con la cara más fea del rubro gastronómico cuando llegó a trabajar a un restaurante de cocina contemporánea con estrella Michelin en el barrio West Village. Venía de trabajar y estudiar gastronomía en París donde las exigencias de una cocina pulcra eran mucho mayores que en cualquier otro lugar. Por eso, cuando llegó a probarse bastó con hacer una tarea simple, organizar los alimentos de cámara de fríos, para que el equipo entendiera de dónde venía.
Hasta ahí todo iba bien. Le dijeron que estaba contratada pero que no podía partir sin antes tramitar su visa. Para eso tenía que volver a Chile y esperar a los papeles, algo que la tuvo nueve meses estancada sin poder ingresar a EE.UU. Todo ese tiempo estuvo soñando, confiada con lo que había conseguido, con la idea de lo que sería trabajar para un restaurante con estrella Michelin de Nueva York.
Cuando volvió en 2021, ya con sus papeles en orden, venía lista: se había estado preparando, probando recetas con distintos ingredientes por casi un año en Chile, tenía su contrato de trabajo, y un departamento que arrendaba con dos amigas en Williamsburg, Brooklyn. Pero bastó con trabajar el primer mes para entender que el estilo de trabajo de su jefe no era el que había visto en París. Aquí se hacían respetar en base al miedo.
Valdés cuenta que los maltratos que sufrió en su espacio de trabajo por parte del chef ejecutivo eran diarios y constantes. Desde humillaciones en frente de sus compañeros, hasta malas pasadas como que le apagaran los quemadores donde estaba cocinando los pescados justo antes de servirlos.
—Entré en este círculo tóxico en donde no quería salir de ahí porque cuando me resultaban las cosas el premio y el reconocimiento era demasiado grande. Con el otro chef teníamos una relación muy especial en torno a la creatividad y no quería dejar ir eso.
Pasaba también que si el chef estaba enojado un día con Valdés, nadie del equipo le hablaba por miedo a represalias. Los castigos eran esos y que le quitaran responsabilidades y horas de trabajo para que su sueldo fuese más bajo.
—Todo funcionaba bajo el terror. Pero al mismo tiempo en ese restaurant tenía buenas finanzas entonces la balanza era buen sueldo, creación libre y beneficios como días libres pero a un costo que yo hasta cierto punto dejé de soportar.
Cuando Valdés llegaba a ese momento de tomar la decisión de irse, pasaba algo que fue la razón por la que se quedó tres años en ese lugar: venían las promesas de que las cosas iban a cambiar, las disculpas públicas del chef ejecutivo y los aumentos de sueldo.
Así estuvo hasta el año pasado, cuando el chef de Contra la contactó para decirle que se venía una reapertura, esta vez no de un fine dining como el que era antes, si no que de un bar de cócteles de autor con una carta de comida de tapas.
Valdés tomó la oportunidad especialmente porque su trabajo ahí ya no sería solo cocinar si no que estar al mando de toda la administración del lugar, tareas que tenía que aprender a hacer si quería cumplir el sueño de abrir su propio restorán, que es lo que apuesta hoy.
En Contra lleva poco más de un año trabajando y, por fin, dice que ha podido disfrutar las bondades de trabajar en Nueva York.
—La diversidad cultural. Acá nadie es realmente de Nueva York, cada persona que conoces tiene un trasfondo y algo nuevo que aportar que hace que uno aprenda donde sea que vaya.
Sobre su pasado en el restaurant de West Village, no lo ha querido volver a pensar. Ni siquiera relacionarse con algo que se le parezca, como sería ver la serie The Bear, donde hay una escena en que -al igual que ella- al chef le apagan el fuego de la cocina ad portas de montar su preparación.
—No he querido verla, creo que me generaría estrés post traumático.