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Opinión

23 de Diciembre de 2021

Columna de Nona Fernández: Velitas de ovejero

La imagen muestra a Nona Fernández frente a una imagen de Gabriel Boric Agencia Uno

Su rostro en la pantalla de los televisores visitando el discurso de Salvador Allende me hace creer que retomamos, por fin, el curso de la Historia. Lo miro junto a sus compañeras y compañeros de generación y se me antoja pensar, otra vez, en luciérnagas. Lucecitas que llegan a iluminar la temible oscuridad.

Nona Fernández
Nona Fernández
Por

“Y esos niños a los que escupes
mientras intentan cambiar sus mundos
son inmunes a tus cuestionamientos
saben de sobra lo que está pasando”

(CHANGES, David Bowie)

Quiero hablar de luciérnagas. De niñas y niños perdidos y de luciérnagas. En los años setenta, el inquieto Pier Paolo Pasolini, cineasta italiano, poeta y novelista comprometido, ensayista lúcido, comunista incómodo, marxista y homosexual, publicó para el “Corriere de la Sera” su conocido escrito sobre las luciérnagas. En él, habla del momento en el que desaparecieron las luciérnagas en Italia. Cannileddi di picuraru, velitas de ovejero, como las llamaban los campesinos. Tan difícil era la vida del pastor cuidando sus rebaños en la noche, que la naturaleza le regalaba luciérnagas como vestigios de luz en la temible oscuridad. Temible porque los que solían quedar al cuidado de las ovejas por la noche siempre eran los niños. Pero según Pasolini, en los años sesenta, como resultado de la sociedad de consumo, producto de la contaminación, las luciérnagas, que él jugaba a cazar cuando niño, desaparecieron. La noche italiana nunca más tuvo luciérnagas, a partir de ese momento fueron sólo un recuerdo de la infancia. Su escrito se trata entonces de un lamento fúnebre, un réquiem a esos frágiles bichitos, asesinados, según él, por la luz del fascismo triunfante.

Yo nunca he visto una luciérnaga. Ni siquiera sé si en Chile existen o si al igual que en Italia son parte de un pasado imposible de resucitar. Pero cuando pienso en mi generación, en los niños y las niñas que fuimos en los años 80, se me antoja hablar de luciérnagas. Una generación inquieta y luminosa que buscaba conquistar el futuro organizándose en centros de alumnos, federaciones, asambleas, tomas. Recuerdo a un ejército completo de luciérnagas marchando en la calle el año 1985. Recuerdo las pancartas, los gritos, las consignas. Recuerdo el arrojo de esas lucecitas en la penumbra, entusiasmadas por la energía colectiva, por la posibilidad del cambio, y me pregunto —así como se pregunta Pasolini— dónde fue a dar toda esa descarga de luz. De un momento a otro, una vez llegada la democracia, esos adolescentes que pensaban cambiar el escenario, desaparecieron.

Pienso en los hermanos Vergara Toledo, de dieciocho y veinte años, asesinados por carabineros en la Villa Francia. Pienso en Marco Ariel Antonioletti, ex dirigente de la Federación de Estudiantes Secundarios, muerto a los veintidós años de un tiro en la frente, a manos de una brigada de la PDI. Pienso en la Tati Fariña y su cuerpo de veinte años encontrado en Lo Prado. Pienso en Mauricio Magriet y sus diecisiete años baleados en Pudahuel. Pienso en Rodrigo Rojas Denegri y su cuerpo quemado a los diecinueve. Pienso en todos los niños y niñas que con lucidez adivinatoria pronosticaron que lo que se venía en democracia era la consolidación de un sistema que agudizaría las diferencias y que los dejaría fuera. Pienso en su decisión de seguir dando la pelea en clandestinidad, invisibles, dispuestos a romper el mundo que conocían y que no les daba ni les daría un espacio. Pienso también en los más obedientes, en las niñas y los niños buenos que creyeron que tendrían un lugar importante en el escenario político, y esperando esa oportunidad se les fue la juventud porque la repartija fue para otros. Pienso en los que le concedieron a la democracia la oportunidad de ser, los que no quisieron molestar a los adultos y se refugiaron en lo íntimo. Los que se sintieron fracasados, vacíos y huérfanos. O los que se insertaron en el modelo, los que buscaron el éxito y la vitrina hasta lograrlo y se acomodaron. O los que estando dentro, se volvieron apáticos y descreídos. Una generación que por distintas razones, o quizá sólo por una, terminó fuera del paisaje histórico, escondida. La noche chilena nunca más tuvo luciérnagas, a partir de un momento fueron sólo un recuerdo de la infancia.

Yo nunca he visto una luciérnaga. Ni siquiera sé si en Chile existen o si al igual que en Italia son parte de un pasado imposible de resucitar. Pero cuando pienso en mi generación, en los niños y las niñas que fuimos en los años 80, se me antoja hablar de luciérnagas.

Hasta que llegaron los dos mil. Masticábamos el fracaso mientras se nos lanzaba la postal del país ganador. Avanzábamos apuradas y apurados, como rebaño de ovejas, con la necesidad de ganarle a alguien, apretando el acelerador a fondo sin saber hacia dónde nos dirigíamos. Tampoco con quién competíamos. Una rutina veloz y agotadora de trabajo y deuda, de deuda y trabajo, para alcanzar el status del país de la televisión. En eso estábamos, cuando en abril del 2006, en la ciudad de Lota, los y las estudiantes del Liceo A-45 tomaron su establecimiento en protesta por las malas condiciones de infraestructura. El colegio se había hecho famoso por los videos que mostraban el agua corriendo por sus pasillos durante las primeras lluvias del año, lo que ejemplificaba la precaria e insostenible situación de la educación pública, una educación abandonada por el Estado. Un mes después fue la toma del Instituto Nacional en la ciudad de Santiago, hito que marcó el inicio de masivas movilizaciones de estudiantes que paralizaron a más de cuatrocientos colegios en el país. A los pocos años, el 2011, se suman las, les y los universitarios y arremeten con una movilización aún más fortalecida. La irrupción de las protestas estudiantiles marcó un cambio importante en una sociedad adormecida por las lógicas consensuales de la transición, que no cuestionaba, o no se atrevía a cuestionar el funcionamiento del modelo neoliberal que maltrataba sus vidas. Después de mucho tiempo estábamos otra vez en la calle y habían sido las, les y los niños quienes nos empujaban a esas primeras descargas de insolencia.

Descargas que fueron, sin duda, el primer antecedente de la revuelta social que explotó en octubre de 2019, cuando las, les y los estudiantes secundarios -otra vez la lucidez de la juventud- saltaron los torniquetes del metro para abrir con ese gesto la antigua grieta. Décadas de malestar subterráneo acumulados emergieron con fuerza. La revuelta de octubre cambió el escenario, los límites se corrieron, el punto de vista se amplió y, con la caída de cada estatua de los supuestos próceres, evidenciamos el colapso de un orden que se vino abajo. Gracias a ese gesto insolente que detonó todo, después de treinta años de supuesta democracia comenzamos a dejar atrás la constitución de Pinochet para idear juntas y juntos la escritura de una nueva, en un proceso histórico de una intensidad que aún no dimensionamos.

Hoy uno de esos estudiantes que sacudieron nuestras vidas y nos invitaron otra vez a la calle, es el presidente de Chile. Gabriel Boric Font. Hace años, en la casa de un querido amigo pirata y poeta de Punta Arenas tuve la oportunidad de conocerlo, cuando era un joven dirigente interesado por el teatro y la literatura (lo sigue siendo. Lo de joven y lo de interesado en el teatro y la literatura. Lo escribo y quiero llorar). Y aunque él no lo recuerda, esa noche sureña conversamos justamente de luciérnagas, de niñas y niños perdidos, de generaciones fantasmas sin presencia en la Historia y del poder del futuro que ya iluminaba sus palabras ante mi mirada descreída. Tan descreída.

Hoy estamos en ese futuro. Y su rostro en la pantalla de los televisores visitando el discurso de Salvador Allende me hace creer que retomamos, por fin, el curso de la Historia. Lo miro junto a sus compañeras y compañeros de generación y se me antoja pensar, otra vez, en luciérnagas. Lucecitas que llegan a iluminar la temible oscuridad. Cannileddi di picuraru, velitas de ovejero. Vestigios delicados de luz que, como hermanas y hermanos mayores, tenemos el deber de cuidar para que los niños y las niñas que protegen el rebaño, no desaparezcan otra vez. Mantener la pasión y el cariño encendidos para que sepan que no están solos. No están solos.

Hoy uno de esos estudiantes que sacudieron nuestras vidas y nos invitaron otra vez a la calle, es el presidente de Chile. Gabriel Boric Font.

*Nona Fernández Silanes es actriz, dramaturga y escritora. Entre sus libros están “Space invaders” y “La dimensión desconocida”.

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