Opinión

23 de Agosto de 2022

Cancelación y cultura política

Dándole pie a conductas cancelatorias, atentamos contra el corazón de cualquier democracia que se precie de serlo, en su condición de gobierno entre iguales y diversos, de mayorías con respeto de minorías.

José Miguel González Zapata
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En las últimas semanas hemos tenido episodios lamentables que han mostrado algunas de las peores versiones de nuestra política y democracia. El despiadado ataque personal, vía redes sociales, del que fue objeto Javiera Parada por su participación en la franja se suma a una larga lista de hechos que de a poco se han ido haciendo costumbre. Se ha propuesto por muchos un hilo conductor como explicación de estas conductas: la cultura de la cancelación

Lo primero que corresponde aclarar es que no todo ataque, insulto u ofensa debe necesariamente ser tachado de cancelatorio. Vivimos tiempos de especial virulencia desbocada por la masificación del uso de redes sociales, entre otras causas. Detrás de muchos de estos ataques puede haber cierta “pulsión cancelatoria”, pero en lo inmediato se persiguen otros fines más directos como, derechamente, hacer daño. Es en el ámbito político donde el carácter cancelatorio se ve más reforzado.

Cancelación es aquella actitud y conjunto de prácticas que buscan invisibilizar alguna convicción, idea, postura o conjunto de ellas, esgrimidas por una persona o grupo. Estas prácticas se presentan mediante los más diversos mecanismos, pudiendo verlas presentes en todo tipo de funas, amedrentamientos y presiones de masas. Se busca expulsar de una comunidad algunos planteamientos que atentarían contra lo que se entienda como “verdades oficiales” o ideas tolerables, saltándose el intercambio de argumentos o los caminos institucionales para hacer uso de las masas o de acciones matonezcas para silenciar algunas voces.

En el ámbito político, esta forma de proceder es especialmente problemática. La política debiera caracterizarse por la búsqueda del bien común, por lo que el único requisito para participar en ella debiese ser el argumento y la única credencial que goce de legitimidad, la condición de igualdad ciudadana entre todos los participantes. Dándole pie a conductas cancelatorias, atentamos contra el corazón de cualquier democracia que se precie de serlo, en su condición de gobierno entre iguales y diversos, de mayorías con respeto de minorías.

Detrás de muchos de estos ataques puede haber cierta “pulsión cancelatoria”, pero en lo inmediato se persiguen otros fines más directos como, derechamente, hacer daño. Es en el ámbito político donde el carácter cancelatorio se ve más reforzado.

Como dijo Cristián Warnken en radio Pauta, la cancelación es “llevar la lógica del ad-hominem al extremo”. En ese sentido, la cancelación además de darse dentro de la discusión, muchas veces ni siquiera permite llegar a la deliberación, porque antepone a todo lo que se tenga para decir una etiqueta preconcebida, prácticamente zanjando el debate de antemano. Fue el caso del exconvencional Stingo, que –incluso antes de partir el proceso– dijo que los acuerdos los pondrían ellos, arrancando de raíz la posibilidad de sentarse, escuchar y negociar con los distintos, sopesándose de manera definitiva, antes siquiera de escucharlos, su color político. Una nueva y triste versión del “estás conmigo, o estás en mi contra”.

Ahora bien, esta cultura cancelatoria viene arraigándose en el mundo desde hace tiempo y es lamentable que su tierra más fértil sean las universidades. Estos espacios de cultivo del conocimiento, de búsqueda de la verdad, de libertad de expresión y apertura a pensar distinto, son actualmente dominados por la verdad revelada con la que se erigen ciertos discursos políticamente correctos. En Estados Unidos esto ha llegado a niveles sumamente preocupantes, con ataques a académicos por sus ideas, que han llegado a ser pan de cada día. Como decía David Rieff, periodista y analista político estadounidense: “En las facultades han decidido que sentirse ofendido por una idea es también ser amenazado. En ese sentido, cada propuesta que me ofende es una agresión”.

No es necesario ir tan lejos, hay ejemplos en nuestro medio. En muchas universidades, desde hace tiempo, se ha anidado en el asambleísmo de sus dirigentes un tinte fuertemente cancelatorio. Prácticas como las tomas, las funas, decisiones relevantes a mano alzada, hostigamiento a minorías políticas, entre otras, se han vuelto costumbre desde hace tiempo. 

La cancelación además de darse dentro de la discusión, muchas veces ni siquiera permite llegar a la deliberación, porque antepone a todo lo que se tenga para decir una etiqueta preconcebida, prácticamente zanjando el debate de antemano.

Gradualmente, estas lógicas cancelatorias del asambleísmo universitario se han ido expandiendo al resto de nuestra cultura política. Desde ya, hemos visto marcada su presencia en la Convención, erigiéndose como gran obstáculo para la deliberación amplia y pluralista que tanto necesitamos.   

La esperanza reside en que seamos capaces de aprender la lección, pues en cualquier escenario luego del plebiscito del 4 de septiembre, para nadie es un misterio que requeriremos grandes acuerdos, humildad y altura de miras por parte de las autoridades. Por lo tanto, si no queremos que el construir la casa de todos sólo sea una linda ilusión, otra cultura política es la que deberá abrirse paso.

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