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10 de Septiembre de 2023

Moy de Tohá: “Yo quiero que se haga justicia, quiero saber quién lo mató”

Fotos: Pablo Sanhueza

Moy de Tohá, viuda del ministro de Salvador Allende José Tohá y madre de la actual ministra del Interior, Carolina Tohá, cuenta la odisea que vivió para encontrar a su marido, que fue llevado al campo de prisioneros de Isla Dawson después del golpe militar. Revive también cómo fue perderlo, a causa de las torturas y el mal trato, en marzo de 1974. Tohá falleció estrangulado por personas cuya identidad aún se desconoce. Dos semanas después de enterrarlo, ella y sus hijos salieron al exilio. Cincuenta años después afirma: “No entendí nunca lo horrendo que iba a ser”.

Por Jimena Villegas

A Raquel Victoria Eugenia Morales Etchevers, nacida en Concepción el 26 de septiembre de 1936, le dicen Moy. Y le dicen Moy porque, cuando ella era muy chica, sus padres le decían Amor. Ella, que entonces apenas hablaba, no podía decir que su nombre era Amor, pero sí podía decir que era Moy. Así fue como Raquel Victoria Eugenia “perdió” sus nombres de pila. Los apellidos de soltera empezaron a “irse” años más tarde, en 1964, cuando Moy se casó con José Tohá, quien llegó a ser ministro del Interior y de Defensa Nacional durante la presidencia de Salvador Allende Gossens.

Hoy, Raquel Victoria Eugenia Morales Etchevers es Moy de Tohá, una mujer que quedó viuda a los 36 años. El 15 de marzo de 1974 su marido fue asfixiado, por personas cuya identidad aún se desconoce, mientras yacía, débil y vejado, en una pieza del Hospital Militar en Santiago. Por años, la versión oficial que entregó la dictadura cívico-militar era que él se había suicidado.

Tras décadas buscando la verdad, su familia logró demostrar que su muerte se debió a un asesinato por estrangulamiento. El 4 de diciembre de 2015, el ministro en visita Jorge Zepeda condenó a Ramón Cáceres Jorquera y Sergio Contreras Mejías, ambos coroneles en retiro de la Fuerza Aérea, a tres años de pena remitida como responsables de torturas a José Tohá.

Moy de Tohá partió al exilio en México sólo dos semanas después de enterrar a su marido. La acompañaban sus dos hijos, José, que es el menor y vive en el extranjero, y Carolina, la actual ministra del Interior del gobierno de Gabriel Boric.

Antes de dejar este país, al que volvió sólo en 1979, fue capaz de plantar cara no una sino tres veces al entonces presidente de la Junta Militar de Gobierno, Augusto Pinochet, a quien conocía bien. La asistían para eso la determinación y el arrojo que dan primero la necesidad de saber dónde estaba su marido y después el impulso de batallar hasta el final para salvarle la vida.

****

Han pasado 50 años del golpe de Estado que acabó con el gobierno de Salvador Allende y separó para siempre a Moy y José Tohá. A punto de cumplir 87, delgada hasta la fragilidad, hermosa todavía, ella se sienta en un cómodo sillón de tela rojo que está en el living de su departamento en Providencia. Afuera está fresco, adentro ronronea una estufa. Adentro fotografías de sus hijos y de su marido llenan las paredes de su dormitorio y de un pasillo. También hay imágenes suyas de cuando, ya de regreso en Chile, colaboró con los primeros gobiernos concertacionistas como embajadora y agregada cultural.

Esta mañana, ha aceptado reconstruir su vida al lado de José y recordar las horas y los días que pasaron después de que, ese 11 de septiembre de 1973, él decidiera partir muy temprano a La Moneda para estar al lado del presidente de la República. Para hacer este ejercicio la acompañan, además de la memoria privilegiada, una cajetilla de cigarrillos y un par de tazas de té.

En algún momento, Moy dirá que tal vez sea ésta la última vez que haga el esfuerzo y quizá tenga razón en decirlo. Porque, a pesar de la frialdad de cirujano con que relata los hechos, cada cierto rato suspira. Entonces su mirada vuela lejos. Es evidente que, pese al tiempo transcurrido, para ella no es fácil, y no puede serlo. En cosa de horas, pasó de ser la esposa de un destacado político, una mujer -según sus palabras- inocentona e incluso un poco frívola, a un símbolo. Moy de Tohá es hoy uno de los grandes emblemas de la resistencia y el dolor que significó para millones de chilenos el quiebre de la democracia.

Antes de comenzar, aclara de modo tajante:

“Las opiniones que yo emito son mías, son las de una viuda. Las emito en cuanto viuda de José. No soy dirigente ni soy abogado en nombre de ningún partido. Lo que yo diga a favor o en contra de este gobierno es mío. Y si doy esta entrevista es porque José es uno de los ejecutados de la dictadura”.  

-Entendido, Moy. Usted perdió el apellido propio. ¿Por qué?

-A partir del 11 de septiembre, me saqué mi apellido. Quería que permanentemente, si me veían a mí, vieran a José, que supieran lo que le estaba pasando. Y así seguí la vida para siempre.

-Qué doloroso, ¿no? Estar siempre recordando.

-Muy doloroso. Pero lo es para cualquiera que haya vivido esto que yo viví. Si hablas con Isabel Margarita de Letelier te va a decir lo violento que es acordarse. Ella tenía cuatro niños. Le asesinaron el marido con una bomba. Se lo descuartizaron.

-¿Cómo era José Tohá?

-José ocupó cargos y tenía esa relación tan cercana con el presidente de Allende. Era una persona de muchas amistades en todos lados. José no creaba anticuerpos, era amigo de todo el mundo.

-Ustedes se conocieron en su despedida de soltera.

-Sí, sí. Yo me iba a casar con otro caballero, muy momio.

-¿Y usted era momia?

-Yo no era nada. No sabía ni quién era Allende. Curiosamente, hicieron mi despedida soltera en el Club Ñuble, del que el papá de José y mi abuelo eran socios. Estábamos ahí cuando llega el maître a decir que afuera estaban el senador Allende con don José Tohá, que venían de una gira del sur y querían una taza de consomé y un café, porque estaban cansados. José y Salvador se sentaron al lado mío. Yo no tenía mucho que conversarle a José, que era una persona bien informada. Ellos se fueron, ya no supe más de él, no me enamoré y ni siquiera me gustó.

-Pero después ustedes se casaron y lo acompañó durante todo el gobierno de la UP. ¿Cómo recuerda esa época?

-La etapa en que José era ministro del Interior fue muy azarosa. Estaban armando gobierno, y Salvador estaba muy presionado por la gente. Los campesinos hacían marchas, querían la tierra que les había ofrecido la Reforma Agraria. José se lo pasaba por esas calles, por esos caminos de Chile, tratando de solucionar. La velocidad que quería la gente era difícil de controlar. Después vino la acusación constitucional contra él en 1972. Sabían que a Salvador le iba a doler mucho perderla y así fue. José fue desaforado, pero en la noche de ese mismo día estábamos comiendo cuando llamó por teléfono Salvador. Quería que José se fuera a La Moneda. Eran cerca de las 9 de la noche y había una asamblea. Salvador dijo que no le iban a doblar la mano. En ese tiempo se podía nombrar ministro a alguien desaforado y así fue como lo nombró ministro de Defensa.

-Y ahí empezó su vida cerca de los militares.

-Que fue a concho. A mí me gusta mucho atender y recibir y pensar en qué voy a dar. ¡Los militares viven en eso! El día del regimiento no sé cuánto, el día de la batalla que perdieron no sé dónde, el día que ganaron una batalla. Hice una mucha vida social, me relacioné con todos. Tuve buena onda con ellos y ellos conmigo.

-¿Cómo eran esos militares que usted conoció?

-Bueno, no todos iguales. Carlos Prats era un tipo culto, preparado, lector. Leía mucho y le pedía a José libros de historia, sobre todo. Se estrechó mucho la relación con él. Fue muy linda y que duró hasta el día antes que lo mataran.

-Y había otros como Augusto Pinochet.

-Que era muy cariñoso, más de lo necesario. Conmigo, en general, era afectuoso. Iba los domingos. Cuando José lo único que quería era estar en casa, con la familia, él llegaba tipo 12 y media con un paquetito de un dulce o de cualquier cosa, con doña Lucía y la Jacqueline, que debe ser unos ocho años mayor que la Carolina. Iban a tomarse el traguito. A los Prats les parecía pésimo, que eso no se podía hacer. Un general que no es el comandante del jefe no puede ir a entrevistarse privadamente con un ministro, si no es autorizado por el comandante del jefe.

-¿Nunca le pareció rara esa cercanía?

– ¿Sabes qué? Esta cuestión es de grado. El teniente trata así al capitán, el capitán trata así al mayor, el mayor trata así al coronel, el coronel trata así al general. Pero, hasta que uno entiende eso. Ellos son burdos, no tienen formación humanista, no eran preparados. Las conversaciones eran chatas, de lugares comunes.

-¿Cómo fue su 11 de septiembre?

-Es un día que partió a las 6 de la mañana. Empezó a sonar el teléfono rojo, de la comunicación del Presidente con su ministro. José despertó y le dijo: Voy para allá. Yo pensé que sería otro Tancazo, ya habíamos vivido uno, y creí que los generales y mucha tropa no iban a permitir que nada pasara. José se metió a la ducha y salió cascando. Llamó por teléfono a su hermano Jaime, que era ministro de Agricultura, y Jaime lo pasó a buscar. Antes José llamó a la hija de un amigo agricultor de derecha y le pidió que pasara a buscar a la Carolina y a José, y que los llevara a la casa de su mamá. Casi simultáneamente, empezó a sonar otra vez el teléfono de la casa. Era Salvador, que me llamaba a mí.

-¿Para qué era?

-Me dijo: Necesito su ayuda. Mire, aquí hay mucho movimiento de tropas y no quiero que a la Tencha le pase nada. Por favor, vaya a buscarla y la saca de Tomás Moro. Yo le contesté: Claro, pero me lavé el pelo. Me voy a peinar y la voy a buscar. Y Salvador me contestó: Es que no se puede esperar, tiene que irse inmediatamente.

Yo, frívola como era, igual me arreglé y después llamé a la Tencha. Y le dije que iba a ir a acompañarla un rato y que se viniera a mi casa para esperar lo que aconteciera. La Tencha me dijo que ya era tarde, que se iba yendo, porque estaban volando los aviones arriba de su casa. Ahí sí que me sorprendí. Si eran capaces de bombardearle a una señora sola en la casa presidencial, entonces la cosa es mucho más grave.

-¿Pero no la fue a buscar?

-No, y fue mejor. Pasaron algunas horas o minutos, ya no sé. José empezó a llamar por teléfono. Me pidió que escuchara un discurso de Allende, y yo le decía: Pero José, ¿por qué no te vienes? Tú ya no tienes fuero. Imagínate, en un momento como ése, ¿qué fuero? Me siguió llamando, para saber si yo estaba en la casa. Me preguntaba si me iba a quedar ahí o si me iba a ir donde su mamá. Pero yo no me quería ir, era mi casa. Le decía: ¿Por qué me voy a ir a ninguna parte? Yo quería ir a la oficina, y él me decía: No, no, no, a la oficina no. Quédate ahí. Hasta que pase todo esto.

-Sus niños ya se habían ido de la casa.

-Sí, ellos ya estaban donde mi suegra. Yo seguí viendo televisión y oyendo la radio. Cuando cerraron la última radio, pensé que José había recibido tanto afecto de los milicos que era difícil que le hicieran algo, no lo veía factible. De repente salió la noticia de que Salvador se había suicidado. José me había llamado poco antes. Iban a ir al ministerio de Relaciones Exteriores, para poder tener mayor comunicación, porque los teléfonos de la parte presidencial estaban cortados. Después de eso me dijo que iban a ir caminando hacia el ministerio de Defensa, que iban a encerrarlos. Me quedé pensando qué hacer y decidí que iba a llamar a Defensa.

-¿Y lo hizo?

-Llamé y hablé con el almirante Carvajal. Le digo: Almirante, José estaba en la Cancillería. ¿Lo ve usted allá? Me contestó que lo veía caminando con tres personas más, una de ellas era Jaime, y me dice: Tranquila, no va a pasar nada. Y de alguna manera algo me tranquilizó, porque fue muy deferente. Pero pasó bastante rato y José no llamaba ni llamaba nadie. Las señoras de los ministros, senadores y diputados de izquierda me llamaban a mí.

-Y estaban igual de desinformadas que usted.

-Creo que yo tenía bastante más información que ellas. Volví a llamar a Defensa. En esa oportunidad hablé con el general Benavides, que fue el que menos mal se portó dentro de ese grupo de la Comandancia del Ejército. Me dijo: Mire, quédese tranquila. A su marido lo vamos a mandar a la Escuela Militar hasta que baje la presión, y de ahí volverá a su casa. No tenga miedo, porque su marido es una persona fuerte. Todo en un tono de profunda amabilidad.

-Pero ni ese día ni al día siguiente soltaron a su marido. 

-Y ahí yo ya me puse majadera. José no tenía ropa, no tenía escobilla de dientes. Finalmente, en la tarde del 12 de septiembre, me llamó por teléfono el pololo de mi hermana, que era cadete de la Escuela Militar. Me dice: Mira, aquí está tu marido con una montonera de gallos. ¡De gallos! Y yo le contesté: Mira, insolente, esos gallos que tú dices son autoridades legítimas. Si me estás llamando para esto, te ruego que no me vuelvas a llamar. Se cortó, y me dijo: Es que quiero decirte que va a ir una camioneta de la Escuela Militar a buscar unas pequeñas cosas para tu marido. Yo, inocente paloma, hice un bolso y además puse un pijama. También pensé que habían llamado a todas las señoras y que a todas les habían dicho esto. Llamé a la Cecilia Bachelet, señora del senador Hugo Miranda, y me contó que él iba a entregarse. Le dije: Qué bueno, porque estarán juntos en la Escuela Militar.

-Usted creía en la buena fe, ¿no?

-Sí. No sé si de tonta o de bruta. O porque no entendí nunca lo horrendo que iba a ser esto de parte de la gente con la que yo convivía. Los militares eran de mi casa y muchos me llamaban para preguntarme, porque yo los conocía. Y era impensable, y menos de Pinochet que era muy básico.

-Quizá él sacó una versión desconocida después del Golpe.

-Yo sí creo cuando se dice que a los golpistas les costó convencerlo. Después, para reivindicarse ante las fuerzas de las que se iba a hacer cargo, tenía que mostrar que iba a ir más allá de donde habían ido los otros.

-Después del 11 de septiembre su marido fue llevado a Isla Dawson. Usted sólo volvió a verlo meses después.

-A José yo lo vine a ver recién en diciembre de 1973.

****

Moy de Tohá logró saber que su marido estaba en Isla Dawson gracias a María Eugenia Hirmas, a quien un ex empleado de la fábrica Hirmas le había avisado que su marido, Sergio Bitar, y otros personeros del gobierno como José Tohá estaban allí, bajo custodia de la Armada. Moy recuerda hoy que había sido él quien, tras expropiar -a través de la Corporación de la Reforma Agrafia (Cora)- la isla a la Sociedad Ganadera Gente Grande, la entregó como Base Naval.

En las horas siguientes tras el golpe las esposas, quienes después se identificaban como “las Dawsonianas”, pudieron organizarse -gracias a oficios de la propia Moy- para mandar ropa apropiada y objetos de aseo a sus maridos. En esos días, cada una manejaba una lista con los nombres de todas, más el de algún hijo.

Los primeros prisioneros de ese campo de concentración, que llegó a albergar a unos 400 presos políticos, eran altos dirigentes. Entre ellos estaban también Clodomiro Almeyda, Orlando Letelier y Luis Corvalán. Dawson está en el Estrecho de Magallanes y quienes allí llegaron debieron realizar trabajos forzados. Instalaban postes, construían canales, limpiaban caminos, abrían zanjas o acarreaban ripio en sacos al hombro y al trote. José Tohá -cuenta su viuda- recibió de sus captores una chaqueta azul de marino y un buzo regalado por la Fach: “Había vientos de más de 100 kilómetros por hora. Era un clima atroz”.

Para tratar de mejorar en algo las circunstancias, las esposas hicieron un auténtico peregrinaje al ministerio de Defensa: “Para pedir que les llevaran cosas de comer. Jamón, salchichón, cualquier cosa que tuviera proteína. Ellos estaban haciendo trabajos forzados. No darles proteína, era matarlos en el corto plazo. Se pierde energía y masa muscular, se ponen flacos. Bueno, José bajó no sé cuántos kilos. Cuando murió pesaba 49 kilos. Él media 1 metro 95, ya no podía caminar”.

-¿Cómo logró verlo en diciembre?

-A fines de noviembre nos llamaron a Cruz Roja Internacional. Iban a hacer una gira por los distintos campos de concentración. Nos citaron a todas las señoras. A mí me dijeron: Su marido está hospitalizado en el hospital Naval de Punta Arenas, con un diagnóstico de desnutrición aguda. Sentí que se me iba la cabeza, pero por otro lado tenía que hacer algo.

-¿Qué hizo?

-Me fui a la casa de una amiga cerca de La Moneda y empecé a llamar a los distintos generales, a los distintos almirantes. Ninguno me atendió. Como a las ocho, desde mi casa, llamé a Gustavo Leigh. Yo tenía los teléfonos de todos, que estaban en la libreta personal de José. Me salió Leigh al teléfono, y le digo: Hablas con Moy de Tohá. Acabo de recibir una alarmante noticia de la Cruz Roja Internacional. A José lo tienen con un diagnóstico de desnutrición aguda en el hospital. Y él me contesta: ¿Qué quieres que haga? Que me ayudes, pues, le digo. Tengo que ir a ver a José. ¿Te das cuenta? Está desde septiembre ahí y lo tienen así. Y él me dice: ¿Y por qué no vas? Anda a verlo. Pero le contesté que tenía que darme la autorización.

Moy logró viajar a Punta Arenas. Allí la recibió José Manuel Torres de la Cruz, el presidente de la Junta Provincial de Gobierno Zona Austral y jefe del Comando Conjunto Austral, a quien ella conocía: “En ese tiempo no había ruedas en las maletas y yo, que había bajado bastante de peso, llevaba una de 50 kilos. Logré hacer el recorrido a pie con la maleta hasta la Intendencia, donde me dijeron que el general me esperaba. 

-¿Y era así?

-Sí, y me saluda: ¡Cómo está usted! ¡Qué gusto de verla! ¿Quién la trae por aquí? Le contesto: ¿Pero no llegó un comunicado? Y él: ¡Ah, de Gustavo!  No sé, voy a preguntar. Había llegado por fax el día anterior una orden y él me contesta: Dice que le dé facilidades para que vea a su marido. Bueno, estamos haciendo una excepción, usted sabe. Porque son detenidos peligrosos.

-¿Eso le dijo? ¿Peligrosos?

-Pero yo no le respondí nada. Él siguió: Le vamos a dar cinco minutos. Para que usted entre, le lleve esa maleta previa revisión y previa revisión a usted. Le dije: ¿Sabe, General? No voy a ir. Si usted me dice que yo voy a ir a ver a José cinco minutos, no voy a ir.  Y le comunicaré al general Leigh, que me dijo que estuviera todo el tiempo que pudiera con él. Él me contesta: ¡Ay, bueno, ya! No arme tantos escándalos. Me dieron diez minutos.

-¿Y los aceptó?

-Sí. Tenía que estar con José, darle energía, darle buenas noticias. El general me dijo que serían diez minutos ese día, otros diez minutos al día siguiente, y otros diez minutos al siguiente: Y el día que se va a ir, le damos otros diez minutos. Y no lleve nada fuera de su maleta, ni cartera.

Fui a ver a mi marido, con la maleta. Me estaban esperando dos señores del comando conjunto. Me hicieron pasar a una pieza chica. Una mujer me revisó entera, incluso los tacos a los zapatos. También revisaron la maleta. Cuando terminamos, entramos a otra pieza que tenía un camastro, y entró José. Vi su cinturón, que era chico porque él era muy delgado. Era atroz su flacura. Le tendí los brazos para abrazarlo, darle un beso, hacerle cariño y el uniformado me dice: No lo toque.

-¿Por qué?

-Porque así era. Entonces, me vi parada frente a José, sin siquiera tocarle una mano. Nos sentamos en el camastro, porque no había silla, uno frente al otro, y con un guardia, que llevaba un fusil, bala pasada, apuntando. 

-¿De qué hablaron?

-Le empecé a hablar que los militares tenían la maleta que había traído. Y de Pinochet, de una reunión que había tenido con él, de lo que habíamos hablado. También de lo que había hablado con Bonilla. Pero veía a José con una cara como de nada, mirando al infinito.

-¿Él no le habló?

-Bueno, me dijo que estaba bien: Estoy con Daniel Vergara, con Osvaldo Puccio, nos están atendiendo bien. Después de oír a Jaime Tohá, pienso que no debe ser verdad.  Ha contado que los golpeaban, que los hacían hacer trabajo forzado, que los levantaban al amanecer con un frío que les pasaba los huesos. Yo le decía que a José que sí, que estaba todo bien, que quedaba menos. 

-¿Pudo verlo los cuatro días?

-Sí. Todos los días eran más o menos iguales. Las conversaciones eran más o menos iguales. Pero los guardias empezaron a ser un poco más suaves, ya no estaban encima de nosotros, apuntando. Se ponían en una esquina. El último día, entró un oficial de ejército, vestido de oficial, no camuflado, y me dijo:

Señora Moy, es un regalo que le hace el general Torres de la Cruz. Hoy día no le vamos a poner guardia en la pieza y tiene una hora para conversar con su marido.

En esa hora, le pregunté a José por la desnutrición. Me contestó que era realmente difícil trasladar las cosas a la isla y que recurrían mucho a los porotos y los garbanzos. Pero aquí no, me dijo, aquí de repente me dan una presita de pollo. Le entregué dos cartas, una de José que apenas escribía, y una de la Carolina, con dibujo, que ya me habían revisado. Nos dimos un abrazo y un beso y se acabó la hora. Partí de vuelta a Santiago al día siguiente, a pasar la Navidad.

-Entonces pasó cerca de un mes, ¿verdad?

-Sí. El 25 de enero me llamó un general desde el ministerio de Defensa para decirme que mi marido estaba en el Hospital Militar:

Tiene derecho a ir a verlo una hora, dos veces por semana. Una vez usted y sus hijos y una vez su madre y su hermana.

Y empezaron las visitas al Hospital Militar. El 6 de febrero era el cumpleaños de José, y yo tenía visita. Le llevé una torta. Un oficial de ejército revisó. La dejó molida y desparramada. No hizo comentarios, pero es obvio que les producía rabia, porque los prisioneros de guerra no pueden tener ese tipo de agrados. Un sábado que me correspondía Patricio Silva Garín, el general que era subdirector del Hospital, me estaba esperando para decirme que no valía la pena que entrara, porque mi marido no estaba ahí: Lo que pasa es que tenían que someterlo a interrogatorio. Me dijo que estaba en la Academia de Guerra.

-¿Qué hizo usted?

-Me empiezo a mover con Alfredo Etcheberry, que era el abogado que llevaba las cosas de José y que no sé si hizo mucho. Él me dijo después que fue a la Academia de Guerra y que no lo dejaron entrar. Más exaltada que daba yo, imagínate. No había testigos, no sabíamos nada. Así estuve tres semanas, hasta que fui a hablar con Pinochet. Era la tercera vez. Llamé y me salió el general Morel, que era su edecán y que me dijo que iba a ser imposible. Yo le contesté: Mire, independientemente de lo que usted piense general, le voy a rogar que le diga al general Pinochet que necesito hablar con él.

-Y lo logró.

-Al poco rato me estaba llamando Morel para decirme: Véngase para acá, porque el general Pinochet la va a recibir. Llamé a un amigo muy querido, Narciso Irureta, que era senador de la DC. Le dije que iba a ir a ver a Augusto Pinochet: Si no salgo quiero por lo menos tu estés de testigo que yo entré. Pero efectivamente entré.

-Usted conocía el Diego Portales, porque había sido el edificio de la UNCTAD.

-Sí, yo había trabajado ahí. Subí en el ascensor que llegaba al penúltimo piso, y después había que subir una escalera porque la oficina estaba en el último piso. Era todo muy básico, muy chico, no había secretaria, no había nada en el pasillo. Bajó un “pelado” y me dijo: La espera mi general Pinochet. Subí la escalera y ahí estaba él. Con los ojos abiertos, íntimo amigo. Le puse la cara, me dio un beso. Después de pasar a la oficina, me dice:

-¿Tú te das cuenta que eres una privilegiada, verdad?

-¿Y por qué?, le digo yo.

-Porque te estoy recibiendo, yo soy una persona ahora muy ocupada, tengo todas las horas del día ocupadas, y a pesar de eso me hice un tiempo.

–Y te lo agradezco, porque José está desaparecido.

-Bueno, me dijo. Yo no estoy a cargo de los prisioneros, para eso hay un departamento. Qué quieres que haga yo

-Esto quiero que hagas, que pongas tus buenos oficios y que me entreguen a José. No creo que te hayamos hecho nada en la vida para que merezcamos lo que estamos viviendo.  Siempre fuiste acogido en la casa. Siempre se atendió bien y con deferencia. A cambio, José está preso.

-Bueno, mira. El ejército no tiene absolutamente nada contra José. Ahora si las otras ramas tienen, yo no te lo puedo asegurar. Voy a ver qué puedo hacer, pero no me comprometo. 

-¿Hizo algo el general Pinochet?

-Sí, lo hizo. Ese mismo día en la noche me llamaron para decir que José había llegado al Hospital Militar. Yo no sé si estaba efectivamente en la Academia de Guerra o si estaba en las mazmorras del Hospital Militar y nunca pude hablarlo con José. Era el 13 de marzo. El oficial que estaba a cargo me dijo que podía entrar sola. José estaba tendido en la cama. Me tendí al lado de él y le puse la cabeza en el brazo y le hice cariño. Le dije: Ayer estuve con Pinochet y dijo que si podía te iba a ayudar. Pero él no dijo nada más que “se paran a los pies de mi cama y hacen escarnio de mi indefensión”.

-Qué sintió usted con esa frase.

-No podía sentir nada. No podía transmitir miedo. Él estaba muy vulnerable. Yo le hacía cariño en la cabeza, en la frente, y le decía: Va a pasar, José. Hay ofrecimiento de irse a Venezuela, a México, a Francia.  Vamos a salir de esta.

-Pero no pudo salir.

-Estábamos almorzando en la casa cuando sonó el teléfono. Llamaban del Hospital Militar, pero no era José. Un oficial al otro lado me pregunta:

-¿Usted es la señora de José Tohá González?

-Sí, soy yo.

-Mire, quiero avisarle que su marido murió, así que venga a buscarlo.

Llamé a Narciso y le dije que José estaba muerto. Me ofreció ayuda. Le pedí que me ayudara con la urna y yo me fui al Hospital Militar. Después de la misma faramalla de siempre con la revisión, me hicieron pasar. El enfermero que me atendió quería mucho a José. Entré y lo vi, tendido, desnudo, en la cama, con una cara muy plácida, con un hilito de sangre que salía de la nariz. Empecé a pensar en voz alta y le dije:

-José, ¿qué pasó con nuestros sueños? ¿Qué pasó con nuestra vida?

Había dos oficiales de ejército, arrogantes como son. Uno me dijo: Señora, ¿terminó su discurso? Después me tiró un cinturón, enorme de largo y dijo: Fue su voluntad. Yo me quedé como mirando al vacío.

****
Moy de Tohá enterró a su marido no sin antes haber participado de una misa de honor que organizó el cardenal Raúl Silva Henríquez. José Tohá había sido -dada su calidad de ministro del Interior- vicepresidente de la República durante los viajes al exterior del presidente Allende. En ese tránsito la acompañaron sus amigas Isabel Margarita Morel de Letelier y Cecilia Bachelet de Miranda. El asesinato de su esposo marcó su vida de modo violento. Ella dice que le habría pasado a cualquiera: “Todo lo que ocurrió era tan macabro, tan horrible. No sé cómo no dimensionaron lo que estaban haciendo”.

-¿Se refiere a los militares?

-Si. Ellos no dimensionaron en ese momento. Y tampoco dimensionaron que 50 años después Estados Unidos y Europa, todos, iban a estar presentes en los 50 años de una u otra manera.

-¿Se puede perdonar?

-¿A quién?

-¿A los militares? A Pinochet.

-Los perdones no son generales, son individuales. Perdonar es una actitud social.  Yo no voy a perdonar al granel por los desaparecidos y los muertos. Esto no es una liquidación.

-Pero, ¿cómo hacemos para construir país 50 años después?

-No es tan difícil, se llama buena voluntad. La primera buena voluntad sería de la derecha chilena. No sé si se va a negar o se está negando o no quiere firmar un documento en que digamos que nunca más en Chile vamos a reproducir esto que estamos viviendo en este momento, que es terrible. Eso ayudaría a pacificar las almas de este país, que están heridas.

Allende no le hizo nada a nadie, no tiene un solo muerto. Ni él ni su gobierno. Si a estos señores que hoy día manejan la derecha chilena les hubiesen matado a sus mujeres, a sus hijos, a sus padres, ¿estarían en la misma actitud? Yo creo que sí, que estarían pidiendo justicia. Bueno, primero justicia. Luego que se diga dónde están nuestros desaparecidos. Para mirar el futuro tienes que pensar qué harías hoy si hubieras tenido que vivir algo como esto, si la situación hubiese sido a la inversa.

-¿Se imaginó que íbamos a llegar a la conmemoración de 50 años del Golpe con tanta polarización?

-No. Yo pensé que lentamente íbamos a cambiar. Yo miraba con mucha simpatía a este senador jovencito Felipe Kast. Miraba su cara fresca, guapo, joven. Había roto las barreras, había ido a estudiar a Cuba, y pensaba: Qué esperanzador es ver a gente de la derecha chilena estar generando, valga la redundancia, a esta generación joven que no está contaminada con el pasado, que tiene el perfecto derecho a mirar el futuro de una manera distinta. Pero me equivoqué.

-¿Por qué no rearmó su vida de pareja, Moy?

-Es difícil verbalizar esto sin parecer un poco poeta barato y yo no tengo ganas de hacer eso. Si José se hubiese muerto a la misma edad que murió, en su cama con un médico de cabecera y con el oxígeno puesto, seguramente habría vuelto a casarme. Yo tenía una buena experiencia y dos hijos que educar. Pero no fue así, y cuando se vivió lo que uno vivió, yo y mucha gente más porque tampoco soy la estrella de las banderas nacionales, no se puede. Yo quiero que se haga justicia, quiero saber quién lo mató. No me interesa si van la Punta Peuco o si van a andar por las calles, me da lo mismo. Pero me interesa saber quién lo hizo.

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