Entrevistas
9 de Noviembre de 2024Marco Barandiarán: “Chile fue la plataforma para que la comida peruana saliera al mundo”
El más locuaz de los cocineros peruanos que llegaron a Chile en los noventa sigue activo, aunque con una carga de trabajo bastante menor que la de antes. Aún así no duda en tratar al cliente chileno de “jodido” y de paso pide que también le reconozcan a él -y sus pares- su aporte en la internacionalización de la comida de su país.
Compartir
Hacia fines de los años noventa y comienzos del nuevo milenio los restaurantes peruanos en Santiago no eran muchos pero sí despertaban curiosidad. Eran los recién llegados y por lo mismo sus cocineros -por lo general también dueños- eran bastante famosos. Uno de ellos era Marco Barandiarán (Lambayeque, 1963), quien siempre con sus cadenas de oro en el cuello y numerosos anillos no sólo era habitué de los programas de televisión de la época, si no que en pocos años formó un verdadero imperio de restaurantes bajo su nombre.
Hace treinta y dos años que vive en Chile y ya han pasado veinticinco años desde que abrió su primer “Barandiarán”. Por lo mismo durante este mes está de fiesta y también se da el tiempo para recordar lo que ha sido su vida en Chile, con sus altos y bajos. Cuenta que trabajó mucho y ganó mucha plata, pero también se estresó y casi se muere. Dice que hoy se toma las cosas con más calma y menos locales, pero siempre con el mismo entusiasmo y -a ratos- emoción.
—Entiendo que hizo muchas cosas antes de venir a Chile.
—Si, desde muy joven trabajé. Tuve una fábrica de confección de ropa primero y luego una cadena de carritos de sándwichs en la playa.
—¿Cómo se metió en lo de la confección de ropa?
—Yo era un muchacho muy observador y como en ese tiempo estaba en Gamarra (zona de comercio textil en Lima) me di cuenta que por ahí iba el negocio, aprendí rápido y por ese lado me fui. Lo mismo después con los sándwichs.
—Más allá de esos sándwichs, ¿es cierto que su primera experiencia en cocina formal fue arriba de un barco?
—Claro, pasa que todo esto que hablamos lo hice siendo menor de edad, pero luego quise estudiar y le dije a mi padre que quería ser cocinero. “Yo no quiero maricones”, me dijo, porque así eran los prejuicios que habían con el oficio en esos años. Así que se me ocurrió pedirle permiso para irme a trabajar a unos barcos pesqueros, en la cocina, pero él ni se enteraba que yo estaba cocinando arriba de los barcos. Y así anduve un buen tiempo, primero en las costas del Perú y luego en el extranjero. Eso sí, después de un tiempo pedí cambiarme de la cocina a trabajar en el barco mismo.
—¿Por qué?
—Porque las cocinas de los barcos están abajo, al fondo, no se ve nada; y yo quería mirar por dónde andábamos. Así seguí hasta que junté el dinero para viajar a Chile en 1992.
—¿Por qué a Chile?
—La verdad es que mi plan era llegar acá, estar unos días y aprovechar un contacto en Valparaíso para embarcarme trabajando ahora en un barco grande.
—¿Y qué pasó?
—Me fui quedando y quedando por distintas razones. Hasta que un día conseguí una entrevista en la Embajada del Perú y resultó que el embajador conocía a mis padres, porque eran del mismo pueblo (Lambayeque) y me ofreció trabajo como cocinero en la embajada. Era un trabajo puertas adentro, así que me convenía bastante. Y así, lo que era una visita de días a Chile comenzó a alargarse, hasta ahora.
El socio marroquí del primer Barandiarán y las primeras apariciones en TV
Tras finalizar su período “puertas adentro” en la embajada y con algo de plata en el bolsillo Marco siguió perfeccionándose, ahora en distintas cocinas de los incipientes restaurantes peruanos de Santiago de esa época como el Cocoa de la Plaza Mulato Gil y El Otro Sitio de Emilio Peschiera. En paralelo estudió cocina en el Inacap, donde conoció a su esposa Olga, y también se embarcó como cocinero en varios cruceros grandes por el Caribe y Europa.
“Ahí pude escalar en puestos dentro de la cocina y además aprender preparaciones más internacionales”, aclara. Así, siete años después de haber llegado a Chile, casi de pasada, vendría el momento de correr con colores propios. “Yo trabajaba, y trabajaba mucho, pero en mi cabeza iba calculando la plata que iba ganando y lo que me faltaba para tener un negocio mio”.
—Entonces con la plata de los cruceros finalmente partió acá en Santiago con el restaurante.
—Más o menos. Empecé a buscar una casa para arrendar y ahí poner el restaurante y también vivir, porque si no la plata se me iba a ir. Debo haber visto unas trescientas casas hasta que una señora que se llamaba Sonia Bustos confió en mí y me pasó las llaves de una casa que estaba en Bellavista, a la vuelta de todos los canales de televisión. Yo pensé: “¿Cómo no voy a pescar a alguien de la tele acá para tirar para arriba el restaurante?”. Y al final la cosa fue más o menos así. Pero antes tuve que conseguirme un socio porque necesitaba equipar el restaurante y a mí no me daban crédito por tener una cuenta recién abierta.
—¿Con quién se asoció?
—Con un marroquí que era el barman del bar Berri, que quedaba en Lastarria al frente del Cocoa y yo cuando trabajaba ahí pasaba todas las noches después de terminar a tomarme un Cuba Libre.
—¿Tenía capital el marroquí?
—No, pero le daban crédito, así que me servía. Entonces le vendí la mitad del restaurante y quedamos como socios. Después con el tiempo aprendí que le debería haber vendido solo el cuarenta por ciento y así seguía con el control de todo, pero esas son cosas que se aprenden en el camino.
—¿Fue rápido el éxito del primer Barandiarán?
—Sí, pero además yo estaba muy bien de finanzas porque al haber vendido parte del restaurante al socio marroquí partí sin grandes deudas entonces empecé a ganar plata rápido. Y en eso estaba, debo haber llevado con suerte un mes, cuando vino a comer la Cristina Tocco que en ese momento tenía un programa en la noche en Chilevisión. Le gustó mucho el restaurante y tuvimos muy buena onda así que al poco tiempo, días, me invitó a su programa y recuerdo que estaban invitados en ese capítulo Lucho Jara y el Leo Caprile, así que imagínate lo bien que lo pasamos y lo bien que nos fue.
Y de ahí para adelante la verdad es que no dejé de pasearme por todos los canales de televisión que me llamaron, hasta al Mega fui que quedaba más lejos, y al mismo tiempo el restaurante no dejó de estar lleno. Nos fue muy bien.
—Se fue por un tubo.
—¡Claro! Imagínate que abrimos el 15 de abril de 1999 y a fines de ese año ya me gané un montón de premios. Mejor nuevo restaurante, mejor emprendedor… fueron como nueve premios.
—¿Ganó mucha plata?
—Mira, a pesar que el país venía saliendo de la “crisis Asiática” la verdad es que al pasar llenos se ganaba plata. En mi último trabajo ganaba $800 mil, lo que era un muy buen sueldo para esa época. Entonces, pensaba que para partir si lograba quedar con esa misma plata a fin de mes estaba todo bien. ¡Pero al segundo mes ya estaba ganando seis millones!
—¿Siempre tuvo la idea de ponerle su apellido al restaurante? Igual cuesta decirlo bien.
—¡Yo pensaba lo mismo! Pero fue César Fredes (crítico gastronómico, ya fallecido) el que me dijo que le pusiera así. Yo le dije que costaba pronunciarlo, de hecho todos dicen “barandarian”, pero él me dijo: “Por eso mismo, no se les va a olvidar más”. Y así nomás fue.
“Había que poner menos ají, no había otra manera”
Gracias al rápido éxito del Barandiarán de Bellavista, en diciembre del 2000 abrió sus puertas el restaurante de Manuel Montt, que funciona hasta la actualidad y que en palabras de su dueño “debe ser el restaurante peruano más antiguo de Santiago, porque del resto no quedó nadie”. Junto con el avance de la década el imperio Barandiarán creció con locales -algunos franquiciados- en distintas comunas de Santiago e incluso uno en Antofagasta.
—Eran otros tiempos esos, con menos competencia.
—Claro. En los noventa estaba todo por hacer y luego en los 2000 vino una expansión tremenda. Dicen algunos que actualmente hay como mil quinientos restaurantes peruanos en Chile. ¡Imagínate! Pero esa época fueron los años dorados de la comida peruana en Chile y al haber menos oferta el botín se repartía entre menos manos.
—Fue un éxito la comida peruana.
—Fuera de Perú, obviamente, Chile es el país que más restaurantes peruanos tiene en el mundo. Y aunque digan lo que digan, la cocina peruana se hizo conocida internacionalmente gracias a la efervescencia económica que tenía Chile en esos años. ¡Venía gente de todo el mundo hacer negocios a acá! Y, obviamente, comían comida peruana. No me vengan con que Don Gastón Acurio ni nada, fue Chile la plataforma para que la comida peruana saliera al mundo.
—¿Por qué cree que gustó tanto?
—Por nuestra sazón, que es distinta, más potente. Si a eso le sumas que somos vecinos y que rápidamente pudimos comenzar a tener nuestros ingredientes acá en Chile, entonces todo fluyó.
—¿Pero le costó al chileno al principio?
—Te diría que eran menos jugados a la hora de probar cosas nuevas, pero en cuanto se reconocieron en algunas preparaciones no pararon más.
—¿Hubo que sacar el ají?
—Más que sacarlo, poner menos, no había otra manera.
—¿Cuáles fueron los platos clave?
—El ceviche y el lomo saltado, lejos. Platos que yo conocí y aprendí a cocinar de niño y que jamás habría imaginado que me darían tantas satisfacciones acá en Chile (se emociona).
—Y el sour.
—Eso fue una locura, imagínate que desde hace unos diez años o un poco más el pisco sour chileno desapareció. Ese que se hace con limón chileno y azúcar flor no se vende más. ¡Hasta en los restaurantes de comida chilena se vende sour peruano!
—Pero hubo otros procesos más lentos.
—Claro, acá nunca se había visto servir papas fritas y arroz juntos. O la mezcla de papa con atún de la causa, por ejemplo. Pero poco a poco la gente le fue tomando el gusto a esos otros platos.
—¿Algo así pasó con el ají de gallina?
—¿Sabes cómo logré vender el ají de gallina? Le subí el precio. Al principio lo tenía… qué se yo a cuatro mil y la gente lo veía como un plato humilde. Lo subí a ocho y empezó a venderse.
—¿Es muy mañoso el comensal chileno?
—Más que mañoso, es jodido.
“Nos preocupamos de mostrar que somos un restaurante clásico, el más antiguo de los peruanos”
Los tiempos en que los restaurantes peruanos en Santiago se contaban con los dedos de las manos están ya muy lejos. De hecho, según algunas estimaciones en la capital podrían haber algo así como quinientos establecimientos que ofrecen platillos del país vecino y los hay de todo tipo, desde sencillos boliches de barrio hasta cadenas con muchos locales y pasando por afamadas franquicias de cadenas peruanas que -sobre todo en el sector oriente de la ciudad- se han hecho de una muy buena fama y hasta cierto grado de exclusividad.
“Al ver tanto restaurante peruano pequeñito me recuerdo de los negocios chinos que habían antes por todos lados. De hecho, muchos restaurantes chinos pasaron con los años a transformarse en peruanos”, reflexiona Barandiarán.
—¿Cómo se puede seguir en el negocio de la comida peruana con este escenario tan numeroso de restaurantes?
—No queda otra que diferenciarse. Nosotros hemos hecho varias cosas como ampliar la carta a platos nuevos para que la gente siga sorprendiéndose y también cuidar mucho más la presentación de los platos, porque ahora hay una generación que es muy visual. También nos tuvimos que ampliar en la coctelería. Es decir, no dejar nuestros clásicos pero también traer cosas nuevas porque hay gente que lo pide. De hecho yo ahora tengo que tener varias personas en la barra porque salen distintos tipos de tragos en todo momento. No nos podemos quedar solo en el sour. Otra cosa que nosotros nos preocupamos de mostrar es que somos un restaurante clásico, el más antiguo de los peruanos y cuando estoy yo acá me preocupo de pasearme por las mesas, saludar a la gente, tomarme fotos si me lo piden… ya no quedan lugares así.
—¿Perdieron sazón, se chilenizaron demasiado con los años los restaurantes peruanos?
—Hubo de todo, yo siempre he buscado entregar una comida peruana auténtica, hasta tuve mi chifa acá en el segundo piso del restaurante. Pero hay gente que de alguna manera prostituyó nuestra comida en algún momento. Y se los dije cuando tuve oportunidad.
—¿Es duro el escenario actual?
—Obvio, es que la competencia es muy fuerte. Por eso -como te decía- no queda otra que diferenciarse. Además, la pandemia nos golpeó muy duro a todos.
—¿Eso fue lo que te obligó a dejar el resto de los locales y quedarte solo con este?
—Digamos que el tema ya venía medio complicado y con la pandemia fue que decidimos concentrarnos en este solo local y cortar con las franquicias.
—Además se enfermó.
—Eso fue antes, tuve tres infartos y estuve semanas en coma inducido. Yo creo que fue por el mismo estrés de tantos locales. Yo salía todos los días de Curacaví donde vivo e iba local por local supervisando todo. Era mucho.
—Fue bueno parar entonces.
—Sí, ahora vengo solo algunos días y mi hija (Massiel) está a cargo del local. Además mi hijo (Naylamp) que tiene 18 años quiere seguir en el negocio, así que el próximo año se irá al Cordon Bleu de Lima a estudiar y lo voy a acompañar para ayudarlo a instalarse. Y también me gustaría abrir algo allá.
—¿Algo como qué?
—Una sanguchería pero estilo chileno, algo como la Fuente Alemana. Creo que me irá bien, no te imaginas la cantidad de gente que me conoce en Lima.
—¿Cómo se siente hoy?
—Estoy bien, a mis 63 años, con 33 que voy a cumplir viviendo aquí en Chile (se emociona nuevamente). Y feliz por mis hijos, que eso es lo único importante, la trascendencia que uno logra a través de sus hijos y ellos ya están en eso, tomando el futuro del restaurante. ¡Ese es mi legado!